lunes, 30 de mayo de 2016

Depurar el Gasto Público

Si bien la debilidad del Estado guatemalteco es un impedimento abrumador para el desarrollo nacional, es necesario que antes de obligar al contribuyente a tributar más el gobierno logre avances significativos en la lucha contra la corrupción y en la eficiencia del gasto público

Tanto los organismos financieros internacionales como las calificadoras de riesgo-país involucradas en el análisis de la economía guatemalteca, coinciden en que el tamaño de nuestro gobierno es muy pequeño, lo cual se manifiesta en la imposibilidad de invertir en la salud, la educación y la infraestructura que son indispensables para mejorar la productividad  y, con ella, las posibilidades de crecimiento económico y bienestar para la población.

En efecto, la debilidad del Estado guatemalteco es un impedimento abrumador para el desarrollo nacional, y la misma tiene bastante que ver –como insisten las calificadoras y los organismos internacionales- con el bajo nivel de recursos tributarios que el gobierno recauda. Y es cierto, para incidir positivamente sobre las posibilidades de desarrollo del país, el Estado necesita contar con más recursos financieros.

Pero también necesita –urgentemente- gastar mejor. El poder del gobierno para recaudar más impuestos, y particularmente su autoridad moral para hacerlo, se verán impedidos hasta que no se logre avanzar significativa y simultáneamente en dos áreas clave: la corrupción y la ineficiencia del gasto. El círculo vicioso de la baja moral tributaria (“no pago impuestos porque el gobierno no me da ningún servicio” y “no doy servicios porque la ciudadanía no paga impuestos”) solo podrá romperse si existen avances concretos y significativos en el combate a la corrupción y en la mejora de la calidad del gasto público.

Afortunadamente, en el campo del combate a la corrupción se están produciendo avances significativos a partir de la caída del gobierno de Pérez-Baldetti. Pero la magnitud de los niveles de corrupción, que se ha venido develando día a día como algo gigantesco, indica que aún queda mucho por hacer. Empezando por el muy esperado (pero nunca producido) rescate de la Contraloría General de Cuentas, institución llamada a ser actor central en la lucha anti-corrupción pero que hasta ahora brilla por su ausencia.

El otro campo, el de mejorar la eficiencia del gasto público –que es un desafío tan imponente como el de la lucha anti-corrupción- muestra muchos menos avances. Casi ninguno. Una de las razones de ello es la falta de prioridades en materia de políticas públicas. Gobierno tras gobierno fracasa en definir un número acotado de áreas de acción en las cuales focalizar el gasto y, en consecuencia, se produce una enorme dispersión e ineficiencia en la elaboración y ejecución del presupuesto estatal. Pareciera que las prioridades que están claras (salud, educación, infraestructura, seguridad y justicia), no se reflejan en el gasto público.

Basta ver el presupuesto vigente del presente año para percatarse de la falta de priorización y del ineficiente uso de los escasos recursos financieros del gobierno. Existe una serie de rubros dudosos y hasta superfluos que evidencian lo anterior; entre ellos pueden mencionarse los descontrolados gastos derivados de las clases pasivas del Estado, el aceleradísimo crecimiento del renglón de salarios (que aumentó 80% entre 2009 y 2013), los programas clientelares de escasa efectividad (como el programa de fertilizantes o el programa de Atención al Adulto Mayor).

El proceso de preparación del presupuesto del Estado para 2017 está apenas comenzando y se presenta como una oportunidad de demostrar algún cambio significativo en cuanto a mejorar la calidad y eficiencia del gasto público en función de un número acotado de prioridades que resultan evidentes a simple vista.

martes, 24 de mayo de 2016

La Libre Competencia

Ahora que el Congreso de la República está a punto de iniciar el análisis y discusión de una legislación de competencia, es importante que se tengan presentes ciertos principios esenciales en materia de regulación de la competencia

El libre mercado es, hasta hoy, el mecanismo más eficiente que haya conocido la humanidad para asignar los recursos económicos de la mejor manera posible. Y para que el libre mercado funcione es esencial que exista libre competencia entre las unidades productoras que componen el mercado. A través de la competencia se logra que la oferta de bienes y servicios se ordene según las necesidades de los consumidores, que los factores de producción se utilicen de manera óptima y que los ingresos se distribuyan entre los productores según su desempeño en el mercado.

La competencia también cumple dos importantes funciones políticas; por un lado, limita el poder del Estado frente a los particulares pues hace innecesaria (e inconveniente) la intervención del gobierno en las decisiones económicas; y, por otro,  controla el poder económico de los actores privados. Sin embargo, una economía de mercado no siempre está exenta de perturbaciones, tanto externas como inherentes al sistema, que afectan su funcionamiento. Es inevitable que en los mercados exista información limitada y asimétrica, entre otras fallas, que al menoscabar la competencia  redundan en ineficiencias y en una reducción del bienestar general.

Lo anterior justifica que existan regulaciones (leyes e instituciones) estatales para velar porque se proteja la libre competencia. Aunque las prácticas anti-competencia son tan antiguas como la competencia misma, la legislación destinada a combatirlas es de más reciente data (como la Ley contra las limitaciones a la competencia, de Alemania, de 1958) y ha evolucionado gradualmente.

Ahora que el Congreso de la República está a punto de iniciar el análisis y discusión de una legislación de competencia (exigida en cumplimiento de acuerdos comerciales con Europa y con Estados Unidos), es importante que se tengan presentes ciertos principios esenciales en materia de regulación de la competencia. En primer lugar, que el fin último de tal regulación debe ser el bienestar de los consumidores.

En segundo lugar, que las prácticas anti-competencia a combatir pueden ser absolutas (como por ejemplo, los acuerdos para impedir el acceso al mercado de nuevos competidores) o relativas (que solo deben combatirse en la medida en que dañen al consumidor). La legislación debe establecer los principios para identificar estas prácticas de manera objetiva, pero sin entrometerse ni obstaculizar el libre emprendimiento, prevaleciendo lo que se conoce como “regla der la razón”, en el entendido de que las prácticas relativas (que suelen ser más comunes que las absolutas) pueden ser justificadas (y por tanto no sancionadas) si no afectan al consumidor.

En tercer lugar, y derivado de lo anterior, es esencial que la autoridad a cargo de aplicar la ley en materia de protección de la competencia sea altamente técnica y goce de independencia respecto de intereses políticos, sectoriales o de grupos de poder. Además, es importante que dicha autoridad esté disgregada entre quien hace el diagnóstico de las posibles prácticas anti-competencia, y quien aplica las sanciones procedentes.

Todos estos principios, por desgracia, están muy mal plasmados (si no ausentes) de la propuesta de ley que el Ministerio de Economía hizo pública hace alguno días y que un grupo de diputados elevó como iniciativa de ley. Ojalá que este tema, evidentemente técnico y de gran importancia para la vida económica del país, se discuta apropiadamente en las instancias legislativas correspondientes, sin prisas innecesarias.

lunes, 16 de mayo de 2016

Es la Política, Tonto

El debate entre el presidente del Congreso y el Presidente de la República no tiene sentido, ya que vetar o sancionar las reformas a la Ley Electoral tendrá muy poco efecto real sobre el sistema político. Lo verdaderamente importante será que en el corto plazo se discuta, impulse y apruebe una segunda –profunda y seria- fase de reformas 

“Es la economía, tonto” fue un exitoso lema de campaña que Bill Clinton utilizó en 1992 para vencer en las elecciones al entonces presidente estadounidense George Bush (padre). Esa simple frase resumía el problema clave que había que resolver en ese momento para sacar adelante a ese país. Hoy, en Guatemala, la frase equivalente debería ser: “es la política, tonto”.

Repetidamente he sostenido que, actualmente, el principal obstáculo para la prosperidad nacional es, en efecto, el fracasado sistema político imperante. El Índice de Calidad Institucional 2016 (de reciente publicación) señala que Guatemala ocupa el lugar 24 dentro de 35 países del Hemisferio Occidental; lo curioso es que de los dos componentes que integran dicho índice, en el subíndice de instituciones de mercado nuestro país se ubica bien en el puesto 15; pero en el subíndice de instituciones políticas lo hace muy mal en el puesto 31, sólo mejor que Cuba, Honduras, Haití y Venezuela.

El principal culpable de este sistema fallido es la propia clase política en su conjunto, que ha defraudado a todo el país mediante una combinación de corrupción y negligencia. El liderazgo político no volverá a contar con la confianza de la ciudadanía –y los problemas del Estado no empezarán a solucionarse- sino hasta que se produzca una reforma a profundidad. Lo preocupante es que quienes tienen en sus manos la reforma del sistema son los mismos que lo llevaron al fracaso y que están comprometidos con las prácticas oscuras de la vieja forma de hacer política.

Las raíces de dicho fracaso están en la desnaturalización que gradualmente infestó la política nacional desde el principio de la era democrática, cuando se empezó a buscar el poder ya no con el fin de ejercerlo para aplicar medidas y acciones de gobierno, sino con propósitos de enriquecimiento personal mediante el desfalco del erario público. Por desgracia, las reformas a la Ley Electoral, recientemente aprobada por el Congreso y que en realidad no introducen cambios significativos, no va a solucionar la situación de fondo.

Por eso es importante que el Presidente Jimmy Morales haya puesto públicamente en duda la utilidad de tales reformas y planteado la posibilidad de vetarlas. Ciertamente las referidas reformas incluyen algunos cambios positivos, pero incluyen también algunos retrocesos importantes y no modifican problemas fundamentales como la ausencia de democracia interna en los partidos o la falta de representatividad en los listados de elección popular.

Es oportuno que se exponga la insuficiencia de esa reforma antes de que se disipe la estela de demandas de cambio profundo que la plaza pública planteó el año pasado, y en tanto prosperan los procesos judiciales contra diversos escándalos de corrupción que son un signo de que algunas instituciones estatales –particularmente en el área de la persecución penal- están madurando y consolidándose. La clase política no debe dejar de sentir la presión y el reclamo ciudadano para que auto-depuren y reformen el sistema político.


En tal sentido, independientemente de si el Presidente Morales veta o sanciona las reformas a la Ley Electoral, lo verdaderamente importante será que se discuta, impulse y apruebe una segunda –profunda y seria- fase de reformas al sistema político. De lo contrario, Guatemala estará condenada a seguirse hundiendo en el fango de un sistema diseñado con aviesos fines por la generación de líderes de la vieja política. Este es el momento en que la presión ciudadana debe mantenerse.

lunes, 9 de mayo de 2016

Estratégico, No Ideológico

La regulación del uso y posesión del agua es un tema fundamental, como pocos, para las posibilidades de prosperidad en Guatemala. Sería un error de terribles consecuencias que el tema se politizara y se perdiera así la oportunidad de contar con un marco regulatorio moderno acorde a las mejores prácticas internacionales

De pronto, el tema de la gestión y regulación de los recursos hídricos se ha puesto de moda. A treinta años de esperar, en vano, que el Congreso de la República emita una ley al respecto –como lo ordena el artículo 127 de la Constitución Política-, ahora surge un súbito interés por dicha legislación. El peligro es que las prisas parlamentarias suelen ser malas consejeras, especialmente cuando se trata de temas tan complejos, técnicos y socialmente sensibles como el del agua.

La regulación del agua es un tema estratégico para la gobernabilidad y el desarrollo de Guatemala; no es un tema trivial pues, entre otras razones, es en torno al uso del agua donde se están gestando los conflictos sociales más difíciles de resolver en el país. Las características tan particulares del agua, como un bien esencial que es para la subsistencia, le añaden complejidad a su gestión y regulación desde el ámbito público.

El agua es, por una parte, un recurso económico escaso y fundamental para la producción; pero, al mismo tiempo, y así lo establece la Constitución, se trata de un bien de dominio público con implicaciones sociales, culturales y ambientales cuya cuantificación es imposible de calcular con exactitud. Además, la gestión del agua debe tomar en cuenta una serie de características especiales de este bien: su naturaleza de recurso móvil (que problematiza determinar los derechos de propiedad sobre su uso), el carácter incierto du su demanda y su oferta (sujetas a factores climáticos, demográficos, tecnológicos y políticos cambiantes), la diversidad de usos (que a veces compiten entre sí), la importancia de la calidad sobre la cantidad (dependiendo del destino que se le quiera dar), o el problema de cuantificar su valor económico. Todos estos aspectos hacen que la regulación de los recursos hídricos deba hacerse con objetividad y sumo cuidado técnico.

En muchos países han logrado encontrar soluciones a tales complejidades. Por ejemplo, para dilucidar si el agua es un bien económico más (cuya asignación más eficiente la puede determinar el mercado), o si es un activo social (con elevado valor comunitario), se encuentra una solución aceptando que se trata de un bien de dominio público, pero estableciendo, al mismo tiempo, que el derecho de su uso es privado y puede regularse como tal.

Además, no sólo existen experiencias exitosas de regulación en latitudes tan apartadas como California o Sudáfrica, sino que también existen en Guatemala (por ejemplo, en Río Hondo, Zacapa) esquemas tradicionales de gestión comunitaria del recurso hídrico, de las cuales deben extraerse lecciones claras, tal como deben extraerse de los estándares internacionales disponibles en esta materia.

Y quizá más importante que el marco regulatorio deben ser las políticas públicas enfocadas a la gestión y planificación que orienten el desarrollo sostenible del sector del agua. En este sentido, las acciones en materia de reforestación deberían ser estratégicamente prioritarias para asegurar que la riqueza hídrica de Guatemala no se siga perdiendo aceleradamente ya que ello constituye una de las principales amenazas para la gobernabilidad y el potencial de desarrollo del país.

De manera que, puestos a emitir la ley específica que la Constitución manda para regular el tema del agua, todos estos aspectos deberían ser tomados en consideración en un proceso técnico y cuidadoso, donde participen los mejores expertos que existan sobre la materia. En este tema, como en pocos, el futuro del país está en juego.

lunes, 2 de mayo de 2016

El Estado Ausente

La búsqueda e impulso de una agenda básica de país debería ser la que ocupara los espacios de opinión pública y los esfuerzos del liderazgo nacional, en vez de hacerlo los escándalos de corrupción, racismo e ignorancia con los que nuestros políticos colman las noticias.

La ausencia del Estado, de sus instituciones y de sus servicios básicos en amplias áreas del territorio guatemalteco es uno de los desafíos centrales para lograr el desarrollo económico-social del país y mejorar el bienestar de su población. Desde el punto de vista económico la ausencia del Estado, y la pobre institucionalidad en general, generan un campo fértil para la ingobernabilidad y la violencia que ahuyenta la inversión de todo tipo, incluyendo la inversión en capital humano y en instituciones.

La presencia del Estado explica en gran medida el contraste que muestra la evolución de países como Corea del Sur o China, por ejemplo, con gobiernos políticamente estables y protectores de la propiedad y la seguridad ciudadana que han logrado niveles de inversión y crecimiento suficientes para reducir significativamente la pobreza, en comparación con países como Guatemala que muestran escasos avances en materia de productividad y combate a la pobreza.

Es sabido que existe un muy reciente análisis elaborado en el Ministerio de Finanzas Públicas en el que se mapea la provisión de servicios públicos esenciales (de salud educación, seguridad, etcétera, que valen como indicadores de la presencia o ausencia del Estado) en el territorio nacional y se compara con los indicadores de pobreza en las distintas regiones. El resultado (que no tiene que sorprender a nadie) es que los indicadores de pobreza son más agudos en aquellas áreas donde el Estado está más ausente.

Tales hallazgos solo refuerzan la evidente necesidad de que el gobierno, con carácter de urgencia, impulse y adopte un marco muy preciso de políticas públicas básicas que guíen su accionar para propiciar un aumento sensible en la productividad, el crecimiento económico y el bienestar, a sabiendas de que muchas políticas de carácter estructural enfrentarán la oposición de las fuerzas ocultas que no quieren que cambie nada, de los populistas que se inclinan por soluciones baratas pero insostenibles y de quienes desean mantener viva la confrontación ideológica que tanto daño ha causado a Guatemala.

Resulta imprescindible identificar áreas clave de acción –como la nutrición, la educación, la salud, la infraestructura y el sistema de justicia- que impacten positivamente en la capacidad productiva del país y propicien un aumento en el nivel de ingresos de la población. Este tipo de políticas públicas, por supuesto, no genera resultados instantáneos: no se puede cosechar el mismo día que se siembra. Por ello se requiere de liderazgo político que sepa comunicar a la ciudadanía (y a los contribuyentes) los sacrificios que deben hacerse en el corto plazo para lograr los beneficios de largo plazo.

La búsqueda e impulso de una agenda básica de país debería ser la que ocupara los espacios de opinión pública y los esfuerzos del liderazgo nacional, en vez de hacerlo las historias chuscas y los escándalos cotidianos de diputados, funcionarios y exfuncionarios públicos. Por fortuna, la reforma del sector justicia parece, ¡por fin!, ser uno de los temas de Estado que tanto hacen falta debatir e impulsar.

Pero para que una agenda de Estado avance, es necesario que la población recupere (si es que alguna vez la tuvo) la fe en las instituciones públicas, en su transparencia y en su rendición de cuentas. Para empezar, sin duda, el primer paso es reformar el sistema político imperante pues, como me dijo un amigo politólogo, “así como estamos el sistema no puede combatir la corrupción, porque la corrupción es el sistema”.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...