Si bien la debilidad del Estado guatemalteco es un impedimento abrumador para el desarrollo nacional, es necesario que antes de obligar al contribuyente a tributar más el gobierno logre avances significativos en la lucha contra la corrupción y en la eficiencia del gasto público
Tanto los organismos financieros internacionales como
las calificadoras de riesgo-país involucradas en el análisis de la economía
guatemalteca, coinciden en que el tamaño de nuestro gobierno es muy pequeño, lo
cual se manifiesta en la imposibilidad de invertir en la salud, la educación y
la infraestructura que son indispensables para mejorar la productividad y, con ella, las posibilidades de crecimiento
económico y bienestar para la población.
En efecto, la debilidad del Estado guatemalteco es un
impedimento abrumador para el desarrollo nacional, y la misma tiene bastante
que ver –como insisten las calificadoras y los organismos internacionales- con
el bajo nivel de recursos tributarios que el gobierno recauda. Y es cierto,
para incidir positivamente sobre las posibilidades de desarrollo del país, el
Estado necesita contar con más recursos financieros.
Pero también necesita –urgentemente- gastar mejor. El
poder del gobierno para recaudar más impuestos, y particularmente su autoridad
moral para hacerlo, se verán impedidos hasta que no se logre avanzar
significativa y simultáneamente en dos áreas clave: la corrupción y la
ineficiencia del gasto. El círculo vicioso de la baja moral tributaria (“no pago
impuestos porque el gobierno no me da ningún servicio” y “no doy servicios
porque la ciudadanía no paga impuestos”) solo podrá romperse si existen avances
concretos y significativos en el combate a la corrupción y en la mejora de la
calidad del gasto público.
Afortunadamente, en el campo del combate a la
corrupción se están produciendo avances significativos a partir de la caída del
gobierno de Pérez-Baldetti. Pero la magnitud de los niveles de corrupción, que
se ha venido develando día a día como algo gigantesco, indica que aún queda
mucho por hacer. Empezando por el muy esperado (pero nunca producido) rescate
de la Contraloría General de Cuentas, institución llamada a ser actor central
en la lucha anti-corrupción pero que hasta ahora brilla por su ausencia.
El otro campo, el de mejorar la eficiencia del gasto
público –que es un desafío tan imponente como el de la lucha anti-corrupción-
muestra muchos menos avances. Casi ninguno. Una de las razones de ello es la falta
de prioridades en materia de políticas públicas. Gobierno tras gobierno fracasa
en definir un número acotado de áreas de acción en las cuales focalizar el
gasto y, en consecuencia, se produce una enorme dispersión e ineficiencia en la
elaboración y ejecución del presupuesto estatal. Pareciera que las prioridades que
están claras (salud, educación, infraestructura, seguridad y justicia), no se
reflejan en el gasto público.
Basta ver el presupuesto vigente del presente año para
percatarse de la falta de priorización y del ineficiente uso de los escasos
recursos financieros del gobierno. Existe una serie de rubros dudosos y hasta
superfluos que evidencian lo anterior; entre ellos pueden mencionarse los descontrolados
gastos derivados de las clases pasivas del Estado, el aceleradísimo crecimiento
del renglón de salarios (que aumentó 80% entre 2009 y 2013), los programas clientelares
de escasa efectividad (como el programa de fertilizantes o el programa de
Atención al Adulto Mayor).