El proceso
electoral de 2019 está dejando en muchos sectores una sensación de resignación,
de desánimo, de falta de ilusión. Toda la energía y toda la esperanza que se
generó en 2015 en busca de limpiar el sistema político corrupto y caduco, se
diluyó en una confrontación ideologizada en torno a las acciones de la Cicig y
en unas reformas gatopardistas que no afectaron la esencia del fracasado
sistema electoral.
Con un
establishment político muy reacio a hacer cambios que podrían perjudicar su
modus vivendi, el país perdió valioso tiempo sin que avanzaran las reformas al
sistema judicial, al servicio civil, al sistema electoral, a las instituciones
de control del gasto público, a la forma de construir infraestructura vial,
etcétera, todas ellas necesarias para el buen funcionamiento de la economía y
para el logro de la paz social. Las viejas formas de gobernar y de hacer
política están tan enquistadas que continúan depredando los recursos estatales,
impertérritas, pese a los casos de persecución penal que proliferaron hace
cuatro años.
La malograda
reforma a la ley electoral de 2016 puso en evidencia las debilidades de origen
del Tribunal Supremo Electoral y sobre reguló hasta el confusionismo el proceso
electoral, pero apenas le hizo cosquillas al régimen de la vieja política que
compra y vende votos, voluntades e influencias. El Congreso que resultó electo
para 2020-2024 va a estar poblado de viejas caras luciendo nuevas máscaras.
Incluso se coló un conjunto de personajes de quienes se sospecha que tienen
vínculos con el crimen organizado.
Pero no todas
son malas noticias. También ganaron curules varios futuros diputados que, aun
perteneciendo a ideologías y generaciones distintas, han manifestado su compromiso
con reformar el Estado y fortalecer sus instituciones. Quizá no sean la
mayoría, pero su postura en favor de legislar para el largo plazo y en función
de los intereses del país puede calar si logran actuar con una coherente agenda
mínima de reformas (institucionales y económicas) y con una prudente firmeza
basada en la fuerza de la razón.
Seguramente estos
congresistas van a enfrentar enormes obstáculos pues, tarde o temprano, las
intenciones de reforma entrarán en conflicto con los intereses creados que
suelen dominar la agenda legislativa. Pero deben ser perseverantes, sabidos que
sin las necesarias reformas que fortalezcan las institucionales y mejoren el
clima de negocios, el panorama de largo plazo del país se tornará cada vez más
lúgubre, con más corrupción, más emigración, más confrontación y menos
gobernabilidad. Eso no solo sería una tragedia para Guatemala, sino una amenaza
geopolítica para toda la Región.