Las estadísticas que miden la pobreza son esenciales para orientar el diseño de las políticas públicas (y también las acciones de responsabilidad social empresarial) en materia de bienestar social. Es de especial importancia que el INE esté a la altura para producir indicadores confiables y robustos en este campo.
Hace algunas semanas, la CEPAL nos sorprendió cuando
en su publicación “Panorama social de América Latina" ubicó a Guatemala como
el segundo país más pobre del continente, con una incidencia de pobreza de
70.5%, solo por encima de Nicaragua (74.1%), empatado con Honduras (70.5%) y
por debajo de todos los demás, incluyendo Haití. Esta estimación publicada por
la CEPAL se basa en el índice de pobreza multidimensional que calcula el PNUD
para sus informes de desarrollo humano.
Sin pretender entrar a disquisiciones metodológicas,
lo que vale la pena destacar es que dicho indicador no coincide con el índice
oficial de pobreza total que calcula el Instituto Nacional de Estadística
-INE-, el cual se basa en las encuestas de condiciones de vida -ENCOVI-. El
dato más reciente corresponde a 2014 (desgraciadamente no hay una ENCOVI más actualizada),
e indica que el 59.3% de la población se encontraba en pobreza ese año; es
decir, que más de la mitad de la población tenía un consumo por debajo de
Q10,218 al año. La tendencia del indicador es ascendente, según las cuatro
ENCOVIs existentes (de los años 2000, 2006, 2011 y 2014), pues aumentó 2.9
puntos porcentuales, pasando de 56.4% en 2000 a 59.3% en 2014.
La diferencia entre un resultado y el otro se explica
sencillamente porque las metodologías utilizadas son diferentes y no son
comparables entre sí. La cifra oficial del INE, basada en las encuestas de
condiciones de vida, es básicamente una medida monetaria (unidimensional) que
calcula el costo más un valor de consumo no alimenticio complementario: los que
tienen ingresos menores a dicho costo están por debajo de la línea de pobreza.
Por su parte, el dato de la CEPAL es, en cambio, un índice multidimensional
que, además del nivel de ingresos, incluye estimaciones de necesidades no
satisfechas, tales como privación de vivienda, protección social o rezago
escolar.
Cada metodología (y existen muchas otras que se
utilizan alrededor del mundo) tiene sus ventajas y desventajas, sin que hasta
ahora sea posible discernir una que sea superior a las demás, por lo que debe
tenerse claro que los diferentes cálculos pueden arrojar resultados disímiles
para el mismo país en el mismo periodo de tiempo; por ello, es necesario que
las entidades a cargo de estas estimaciones sean muy rigurosas en cuanto a las
definiciones metodológicas y, al mismo tiempo, muy humildes respecto de la
exactitud de sus resultados numéricos.
También, y asociado a lo anterior, debe existir mucha
prudencia para no sobrestimar ni subestimar las cifras de pobreza, pues las
políticas públicas de reducción de la pobreza -esenciales para fomentar el
bienestar social y generar un clima de gobernabilidad favorable a la actividad
económica- deben basarse en cifras confiables. Independientemente de la
diferencia de resultados y de si somos el segundo país más pobre de América
(según la CEPAL) o el cuarto (según el INE), lo cierto es que los indicadores
señalan un incremento de la incidencia en la última década, lo cual señala la
importancia de tener estadísticas confiables para guiar las acciones
gubernamentales en la materia.
Para lograrlo, es esencial que los entes oficiales encargados de
calcular los indicadores de pobreza (el INE, en el caso de Guatemala) sean
instituciones altamente profesionales e independientes de cualquier presión
política o de grupos de interés. La iniciativa de Ley 5329, que reforma la Ley
Orgánica del INE y que ya goza de dictamen favorable en el Congreso de la
República, es una buena oportunidad de avanzar cuanto antes en este sentido.
Ojalá se apruebe pronto.