lunes, 26 de febrero de 2018

La Pobreza en las Estadísticas

Las estadísticas que miden la pobreza son esenciales para orientar el diseño de las políticas públicas (y también las acciones de responsabilidad social empresarial) en materia de bienestar social. Es de especial importancia que el INE esté a la altura para producir indicadores confiables y robustos en este campo.

Hace algunas semanas, la CEPAL nos sorprendió cuando en su publicación “Panorama social de América Latina" ubicó a Guatemala como el segundo país más pobre del continente, con una incidencia de pobreza de 70.5%, solo por encima de Nicaragua (74.1%), empatado con Honduras (70.5%) y por debajo de todos los demás, incluyendo Haití. Esta estimación publicada por la CEPAL se basa en el índice de pobreza multidimensional que calcula el PNUD para sus informes de desarrollo humano.

Sin pretender entrar a disquisiciones metodológicas, lo que vale la pena destacar es que dicho indicador no coincide con el índice oficial de pobreza total que calcula el Instituto Nacional de Estadística -INE-, el cual se basa en las encuestas de condiciones de vida -ENCOVI-. El dato más reciente corresponde a 2014 (desgraciadamente no hay una ENCOVI más actualizada), e indica que el 59.3% de la población se encontraba en pobreza ese año; es decir, que más de la mitad de la población tenía un consumo por debajo de Q10,218 al año. La tendencia del indicador es ascendente, según las cuatro ENCOVIs existentes (de los años 2000, 2006, 2011 y 2014), pues aumentó 2.9 puntos porcentuales, pasando de 56.4% en 2000 a 59.3% en 2014.

La diferencia entre un resultado y el otro se explica sencillamente porque las metodologías utilizadas son diferentes y no son comparables entre sí. La cifra oficial del INE, basada en las encuestas de condiciones de vida, es básicamente una medida monetaria (unidimensional) que calcula el costo más un valor de consumo no alimenticio complementario: los que tienen ingresos menores a dicho costo están por debajo de la línea de pobreza. Por su parte, el dato de la CEPAL es, en cambio, un índice multidimensional que, además del nivel de ingresos, incluye estimaciones de necesidades no satisfechas, tales como privación de vivienda, protección social o rezago escolar.

Cada metodología (y existen muchas otras que se utilizan alrededor del mundo) tiene sus ventajas y desventajas, sin que hasta ahora sea posible discernir una que sea superior a las demás, por lo que debe tenerse claro que los diferentes cálculos pueden arrojar resultados disímiles para el mismo país en el mismo periodo de tiempo; por ello, es necesario que las entidades a cargo de estas estimaciones sean muy rigurosas en cuanto a las definiciones metodológicas y, al mismo tiempo, muy humildes respecto de la exactitud de sus resultados numéricos.

También, y asociado a lo anterior, debe existir mucha prudencia para no sobrestimar ni subestimar las cifras de pobreza, pues las políticas públicas de reducción de la pobreza -esenciales para fomentar el bienestar social y generar un clima de gobernabilidad favorable a la actividad económica- deben basarse en cifras confiables. Independientemente de la diferencia de resultados y de si somos el segundo país más pobre de América (según la CEPAL) o el cuarto (según el INE), lo cierto es que los indicadores señalan un incremento de la incidencia en la última década, lo cual señala la importancia de tener estadísticas confiables para guiar las acciones gubernamentales en la materia.
Para lograrlo, es esencial que los entes oficiales encargados de calcular los indicadores de pobreza (el INE, en el caso de Guatemala) sean instituciones altamente profesionales e independientes de cualquier presión política o de grupos de interés. La iniciativa de Ley 5329, que reforma la Ley Orgánica del INE y que ya goza de dictamen favorable en el Congreso de la República, es una buena oportunidad de avanzar cuanto antes en este sentido. Ojalá se apruebe pronto.

lunes, 19 de febrero de 2018

La Corrupción y el Sistema Político

Mientras no haya una reforma profunda del sistema político y de las instituciones clave del Estado (justicia, servicio civil, obras públicas, Contraloría, etcétera), la corrupción continuará siendo el pegamento que mantiene unido al establishment político

El operativo del Ministerio Público y la CICIG de la semana pasada, relacionado con el millonario caso de corrupción en el Transmetro, ha puesto de manifiesto una vez más la naturaleza sistémica de la corrupción y que esta es una parte integral del quehacer político del país. La corrupción parece ser el pegamento que mantuvo unido y operando al establishment político durante décadas.

El problema de corrupción en Guatemala no es producto de la casualidad o de la mala suerte, sino que es un sistema resultante de una simple transacción: una persona ayuda a otra a alcanzar el poder político (en cualquiera de los tres poderes del Estado o a nivel municipal) a cambio de que esta, a su vez, le conceda acceso al erario público o a una parte del poder político, creando en el camino lealtades de conveniencia que –mientras duran- fortalecen el sistema.

Una cantidad creciente de funcionarios (electos o nombrados) vieron sus cargos como una oportunidad de hacerse ricos, ya sea mediante el tráfico de influencias o directamente mediante el robo descarado. De esa degeneración sistémica no parece haberse salvado ninguno de los partidos políticos que ejercieron el poder desde que empezó el actual periodo democrático y  parecía –hasta antes de que la CICIG empezara su cruzada anti-corrupción en abril de 2015- que el sistema aseguraba las lealtades necesarias para mantener operando la maquinaria de extracción de recursos públicos.

Esto empezó a cambiar con la revelación del caso La Línea en 2015. Desde entonces, la corrupción se ha convertido en la razón de ser de la comunidad de activistas del país y en el tópico alrededor del cual gira la discusión pública, las campañas electorales, las decisiones de ahorro e inversión y, seguramente, los cálculos de los políticos para sobrevivir. El establishment político ya no goza de la libertad absoluta que antes tuvo para portarse mal impunemente, como lo atestiguan las sobrepobladas instalaciones del Mariscal Zavala.

Pero aún estamos lejos de acabar con el poderoso sistema de corrupción. El establishment cuenta con recursos a su favor, como la ineficiencia del sistema judicial que permite prolongar indefinidamente los juicios, con la esperanza de que los casos eventualmente se desvanezcan por agotamiento. El establishment también le apuesta a que la ciudadanía políticamente activa y crítica de la corrupción es una minoría concentrada en las áreas urbanas y que, por ello, podrán seguir contando con los votos del resto de la población poco involucrada en las intimidades operativas de la vieja política y más preocupada en resolver sus problemas vitales básicos, tales como la seguridad, el empleo y los ingresos.

Por eso, pecan de ingenuos quienes creen que solamente mediante la persecución penal de casos como La Línea y el Transmetro será suficiente para desmantelar el sistema patrimonialista que durante décadas ha depredado el erario público y destruido las instituciones del Estado. Ese sistema perverso, que se ha convertido en el principal obstáculo al desarrollo económico y social del país, es resistente y poderoso.

Lo que se requiere para desmantelar ese sistema es la reforma profunda del régimen electoral y de partidos políticos, así como el fortalecimiento de las instituciones fundamentales del gobierno: el sector justicia, el servicio civil, la contraloría, los sistemas de contrataciones e infraestructura, etcétera. Debemos cobrar conciencia de que el problema básico del país no es tanto la corrupción o el crimen organizado, sino la ausencia patente de un Estado que provea los servicios públicos esenciales en función de las necesidades de los ciudadanos y no de los intereses de los políticos.

La Fiebre del Bitcoin

El Bitcoin -como cualquiera de las llamadas criptomonedas- es un activo financiero que aspira a ser una moneda. Los potenciales inversionistas en estos activos deben estar conscientes de sus características institucionales y del comportamiento de los mercados, o podría aguardarles una sorpresa

Hace un par de meses, un querido amigo mío me contó que quería invertir algunos de sus ahorros en la compra Bitcoins (una de las primeras monedas digitales o criptomonedas surgidas hace pocos años, y la más célebre de ellas) para dárselos como obsequio de Navidad a su hermano, y pidió mi opinión.  Esto se dio en medio de una euforia especulativa en torno al Bitcoin que se produjo en todo el mundo durante la segunda mitad de 2017 y que llevó el precio de cada unidad de esa criptomoneda de unos US$5 mil en junio de ese año, a niveles de más de US$19 mil en diciembre, lo que la convertía en una apuesta de inversión muy atractiva.

Le dije que, como en cualquier inversión financiera, era crucial comprender bien los mecanismos institucionales del activo en el que se quiere invertir (en este caso el Bitcoin), así como los elementos del mercado en el que ese activo se transa. Para lo primero, hay que conceptualizar al Bitcoin como una moneda. Y para lo segundo, hay que tener conciencia de cómo operan las burbujas especulativas en los mercados financieros.

Para que un bien cualquiera (sea tangible o no) pueda ser considerado como "moneda", debe cumplir al menos tres funciones: primero, debe servir de medio de intercambio (es decir, debe servir para compras cosas); segundo, debe servir como depósito de valor (puede ser utilizado para ahorrar); y, tercero, debe servir de patrón de pagos diferidos (o sea, ser utilizable para denominar deudas). Esas tres características solo se pueden dar si existe un factor fundamental: confianza en ese bien; es decir, debe existir un grupo de personas que confía plenamente en que ese bien va a ser aceptado como moneda por los otros miembros de su comunidad (ya sea ésta un país o una comunidad informática).

Las monedas oficiales obtienen esa confianza en la medida en que sus economías y sus gobiernos tengan credibilidad; de manera que cuando una economía o un gobierno es inestable o débil, su moneda tendrá poco valor pues no generará confianza. De manera similar, el Bitcoin (lo mismo que las demás criptomonedas) adquieren esa confianza por medio de la credibilidad de las normas que rigen su emisión y de los algoritmos computacionales en los que esta se basa. Como en el caso de cualquier moneda convencional, el riesgo de las criptomonedas es que las bases de su credibilidad resulten frágiles y, en consecuencia, colapsen. Por eso, antes de invertir en una moneda (digital, lo mismo que convencional) hay que entender (y confiar en) sus bases institucionales (es decir en las normas y costumbres de su funcionamiento).

Por otra parte, el extraordinario aumento en el precio del Bitcoin el año pasado, daba razones para pensar que podía tratarse de una burbuja financiera. Este tipo de fenómenos, recurrentes a lo largo de la historia, se producen cuando un aumento rápido del precio del activo induce a nuevos compradores (como mi amigo) a invertir con la esperanza de que en el futuro cercano podrán vender el activo a un precio mayor que el que compraron, lo cual ocasiona una espiral de alzas en el precio. Cuando tal precio llega a niveles irracionalmente altos puede generarse una sensación de temor que da lugar a ventas masivas del activo, lo cual puede ocasionar un pánico y el colapso de la burbuja.

El Bitcoin, en efecto, bajó su cotización de más US$19 mil en diciembre pasado, a US$6 mil hace pocos días. Las preocupaciones sobre la seguridad de las criptomonedas, la reciente sobreabundancia de las mismas (ya no son un bien limitado) y las dificultades para ser universalmente aceptadas como medio de cambio y depósito de valor confiable, han afectado la cotización del Bitcoin. Ojalá mi amigo le haya dado otro regalo de Navidad a su hermano.

lunes, 5 de febrero de 2018

Estamos Bien... Pero Vamos Mal

Hemos progresado como país, pero otros países que antes estaban detrás de Guatemala (como Tailandia, China o Indonesia) nos han dejado atrás. Sin ir tan lejos, Costa Rica y Panamá están ya mismo en otra liga muy superior a la nuestra. La diferencia entre ellos y nosotros: la debilidad y disfuncionalidad de nuestras instituciones estatales.

Durante la preparación de un informe sobre la situación económica de Guatemala y sus perspectivas para 2018 (que presentaré esta semana en la reunión mensual de Consultores Para el Desarrollo –COPADES-) me fue surgiendo la imagen de un país con una serie de indicadores (macroeconómicos, sociales e, incluso, políticos) que permiten compararlo razonablemente bien con otros países de la región o con otros de similar nivel de ingreso en otras partes del mundo pero que, al mismo tiempo, avanza con pasmosa lentitud en comparación con sus semejantes.

Por ejemplo, hemos mantenido un crecimiento del PIB sostenido, estable, moderado y muy resiliente ante los vaivenes de la economía mundial; además, a diferencia de la mayoría de países vecinos, Guatemala ha mostrado desde hace tiempo un déficit fiscal bastante bajo y, desde hace un par de años, un superávit en su cuenta corriente de la balanza de pagos con el exterior, aspectos que se traducen en un bajísimo nivel de endeudamiento y que son indicativos de una firme y remarcable estabilidad macroeconómica.

En las pasadas tres décadas también se han producido importantes avances en importantes indicadores sociales –como los de escolaridad, mortalidad infantil, o cobertura de servicios públicos de agua, saneamiento, electricidad y telecomunicaciones-, así como evidentes progresos en materia de libertades civiles –libertad de expresión y prensa, participación política- e instituciones democráticas –Ministerio Público independiente, procesos electorales ininterrumpidos, defensoría de los derechos humanos activa-.

Ciertamente ha habido avances y tenemos buenos indicadores de estabilidad económica. Podríamos decir que estamos bien. Pero al mismo tiempo podemos decir que vamos mal, muy mal, porque avanzamos a un paso exageradamente lento y estamos, con claridad, quedándonos rezagados respecto de nuestros pares. Hace 30 años Costa Rica y Panamá ya nos superaban en la mayoría de indicadores de productividad y bienestar social, pero esas diferencias se han multiplicado rápidamente. Mientras que esos dos países progresan rápidamente, Guatemala se ha quedado estancada y firmemente adherida al pelotón de la mediocridad junto con Honduras, El Salvador y Nicaragua, tal como irrefutablemente lo atestiguan los diversos índices disponibles de desarrollo humano, de competitividad, o de progreso social.

En el mismo periodo hemos visto como nuestro país, que en los años ochenta exhibía un nivel de ingreso per cápita similar al de Tailandia o Corea, y muy superior al de China o Indonesia, ha sido rápida y ampliamente rebasado por estos países asiáticos, que han logrado sacar de la pobreza a millones de sus habitantes a través de procesos de rápido crecimiento económico basado en la inversión y en la productividad. Nuestra economía, mientras tanto, languidece adocenada sin poder generar suficientes empleos y mejoras en las condiciones de vida para los guatemaltecos que se ven obligados a migrar al exterior, muchas veces a riesgo de su propia vida, en busca de las oportunidades que su patria les niega.

Una diferencia fundamental entre esos países y Guatemala es la ostensible debilidad de nuestras instituciones estatales que paraliza la productividad sistémica. Para revertir lo anterior, es preciso adoptar medidas de fortalecimiento institucional y de aumento de la productividad que, ordenadas y priorizadas, conformen una agenda coherente de desarrollo. Quizá, aunque a primera vista no lo parezca, el clima de confrontación política e incertidumbre económica que se vive en la actual etapa de transición política sea propicio para obligar a las élites dirigenciales a reflexionar y dialogar a fin de identificar, definir e impulsar tal agenda.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...