Poco a poco -y a pesar de las absurdas limitaciones impuestas por la Ley Electoral- los candidatos presidenciales están teniendo más exposición ante los medios de comunicación y ante los votantes, y han comenzado -a cuenta gotas- a presentar sus propuestas de gobierno, sus personalidades, sus pretendidas virtudes que los diferencian de sus competidores. Lo que más llama la atención es que todos ellos, con contadísimas excepciones, lo que proponen es “administrar mejor” la cosa pública, “mejorar” las políticas existentes, o “rescatar” las que ya se han ensayado en algún momento del pasado reciente (sean las de descentralización, combate a la corrupción, o las transferencias de efectivo, por ejemplo).
Ese tono de
normalidad de las propuestas de campaña contrasta con una realidad que se está
desvelando como devastadora: la reciente captura y enjuiciamiento de varios
candidatos ya inscritos en este proceso electoral, por parte de las autoridades
antinarcóticas de los Estados Unidos, pone de manifiesto hasta qué grado el
crimen organizado ha permeado un sistema de partidos políticos ya de por sí
atrofiado por su diseño patrimonialista, que ha logrado destruir el rol de los
partidos políticos como intermediarios entre la sociedad y el gobierno, hasta
convertirlos en franquicias para acceder a negocios –lícitos e ilícitos- con
los recursos del Estado.
Sobre este
sistema político perverso se escenifica un persistente y cada vez más grave
proceso de deterioro de las instituciones estatales, en las que la mediocridad
y la improvisación han echado raíces. La administración de justicia –esencial
para la convivencia social y el funcionamiento de los mercados- es tardía e
impredecible. La burocracia –que debería estar profesionalmente al servicio del
contribuyente- se ha convertido en moneda de pago para correligionarios y
amiguetes. Este deterioro generalizado está corroyendo vorazmente la confianza
ciudadana (el “capital social”) indispensable para que la sociedad y la economía
progresen y generen bienestar.
Parece que los líderes
políticos y sus asesores no se han percatado de que la situación dista mucho de
ser normal y que la solución a la grave crisis institucional, que impide el
desarrollo del país, no pasa por “administrar mejor” la precaria realidad, ni
por ofrecer pequeños programas de alivio a la profunda incapacidad
institucional del Estado. Las grandes reformas que el país necesita (en su
sistema electoral y de partidos políticos, en su sistema de justicia, en su
servicio civil o en la gestión y control del gasto público) parecen estar
ausentes de las propuestas electorales.