La igualdad de oportunidades, no los
privilegios forzados, debe ser el norte para revertir las injusticias y
discriminaciones
{Aunque el tema de las cuotas electorales puede considerarse entre los más importantes para solucionar la disfuncionalidad de nuestro sistema político, preocupa mucho que los avezados políticos han insistido durante los últimos días en levantarle el perfil al tema, sabedores (como buenos conocedores de la idiosincrasia chapina) que generarían con él una gran polémica y, con ello, lograrían (como lo están logrando) que nadie ponga atención en el resto de reformas que están impulsando en la ley electoral (como el aumento casi ad-infinitum del financiamiento con recursos fiscales a los partidos políticos) y que tampoco se ponga atención a los temas que están omitiendo incluir en la reforma (como el devolverle la autoridad al TSE o el obligar a los partidos a ser más democráticos en su gobierno interno: no dicen nada respecto a la necesidad de que el voto en las asambleas partidarias sea secreto). Así, mientras los conglomerados de mujeres celebran prematuramente la inclusión de cuotas (sin haber reflexionado sobre la forma en que está redactada la propuesta que, no por accidente, va a hacer que la norma sea engorrosamente inaplicable en la práctica), y mientras los columnistas intercambiamos opiniones, el sistema político continúa corrompiéndose y corrompiendo a la sociedad para que al final cada grupo (mayas, ladinos, garífunas, xincas, criollos, descendientes de alemanes, mujeres, hombres, homosexuales, bisexuales, transgéneros, minusválidos, ciegos, sordomudos, médicos, abogados, empresarios, sindicalistas, maestros y sexoservidoras) tengamos nuestra respectiva cuota de nada.}
Ahora que la actividad en el Congreso de la República
empieza a desentramparse, ha cobrado fuerza la idea de retomar la reforma a la
Ley Electoral y de Partidos Políticos. Resulta curioso que, tratándose de una
reforma tan importante, mucha de la discusión se esté centrando en el tema
(complejo, sí, pero francamente secundario) de las cuotas por género para los
puestos de elección popular.
Es muy posible que el querer obligar a que la mitad de
todos los candidatos a elección popular sean mujeres tenga la mejor de las
intenciones: es innegable que históricamente Guatemala ha vivido una situación
de injusticia y discriminación hacia las mujeres (y hacia otros conglomerados
sociales), por lo que la introducción de medidas que favorezcan a este grupo
parece ser una forma rápida y efectiva de construir una sociedad más justa.
Sin embargo, este tipo de medidas ya ha sido aplicado
en otros lares sin que sus supuestos resultados positivos superen a los
negativos. Las cuotas violan el principio elemental de que las decisiones de
política pública deben ser ciegas ante la raza, sexo o religión de los
ciudadanos implicados. Su aplicación implica que el propio estado estaría
discriminando a miembros de un conglomerado al otorgarles un tratamiento
preferencial. Cuando las plazas de trabajo (incluyendo los puestos de elección
popular) son repartidas con base en criterios distintos a la capacidad y el
mérito, las instituciones (y el Estado) se vuelven más incompetentes.
Aunque la política de cuotas empiece con la intención
de favorecer a un colectivo específico, inevitablemente tiende a expandirse a
una gran diversidad de conglomerados que empiezan a clamar por un trato
similar. Pronto estarán otros “colectivos” que agrupan a personas con diferente
orientación sexual o identidad de género pidiendo sus respectivas cuotas
electorales, como también lo harán los grupos étnicos, los gremios, las
personas con capacidades diferentes, y un largo etcétera.
Además, una vez puestas en práctica, las políticas de
cuotas son muy difíciles de desmantelar y pueden resultar contrarias a sus
objetivos iniciales. Por ejemplo, ¿qué pasaría si se adopta la cuota propuesta
por nuestros políticos (50% de los candidatos deben ser hombres) y un partido
político feminista quisiera postular solo mujeres?
Aunque cualquier Congreso se beneficia de la diversidad
de ideas y opiniones, no es correcto utilizar el género como un parámetro de la
diversidad. Cualquiera que piense que por el hecho de ser mujer se va a pensar
distinto que los hombres en materia de corrupción, educación o economía, es
porque tiene una chata visión de las capacidades intelectuales del ser humano. Las
cuotas remplazan las injusticias viejas por nuevas; tienden a dividir a la
sociedad en vez de unirla; contravienen la meritocracia; y, minan gravemente el principio de la igualdad de
oportunidades.
Es cierto que el machismo (y el racismo) son lastres
pesados que impiden el progreso de nuestra sociedad. Pero la búsqueda de la igualdad
de oportunidades debe ser el norte para revertir las injusticias y
discriminaciones actuales. Para desgracia de quienes siempre buscan atajos y
soluciones mágicas, ello implica políticas de largo plazo y un arduo trabajo
que, para empezar, debe enfocarse en la educación de niños y niñas para
erradicar el machismo. Debe orientarse también a medidas de apoyo a las mujeres
jóvenes de familiar pobres y marginadas. Y debe incluir acciones de las
instituciones políticas (incluyendo los partidos) para atraer a sus filas a los
mejores talentos ofreciéndoles los incentivos adecuados y, en el caso de personas
de escasos recursos económicos, brindándoles ayuda financiara. Si se ha de
otorgar preferencias, que sea con base en el nivel de ingresos, y no con base al
género, raza o religión de las personas.
Hay otras muchas reformas más importantes y urgentes qué hacer en el
sistema electoral, empezando por devolverle la autoridad al alicaído Tribunal
Supremo Electoral. El tema de las cuotas más parece un conveniente distractor que
busca desviar la atención de los temas de fondo (como el combate a la
corrupción en los partidos políticos) o, al menos, un atajo cómodo para aliviar
el sentimiento de culpa de políticos machistas que buscan congraciarse con los
“colectivos” de mujeres.