El 28 de agosto de 1963 se pronunció una de las alocuciones más célebres de la historia contemporánea. Me aventuro a elucubrar qué habría dicho Martin Lugher King si, en vez de ser el líder espiritual de la minoría afroamericana de Estados Unidos ese año, fuese el líder de un grupo víctima de la exclusión en la Guatemala actual. A sus 50 años, el discurso del reverendo King aún puede inspirar sentimientos de esperanza y de conciliación social... incluso entre nosotros
En 1985, inspirados por el clamor ciudadano de vivir
en una democracia y de poner fin al enfrentamiento fratricida, los
representantes electos por el pueblo plasmaron en la Constitución de la
República que todos los seres humanos son libres e iguales en dignidad y
derechos; que deben tener iguales oportunidades y responsabilidades; que el
estado, cuyo fin supremo es la realización del bien común, debe proteger a la
persona y a la familia; y, que los guatemaltecos deben guardar una conducta
fraternal entre sí.
Pero casi un cuarto de siglo después, debemos
enfrentar el hecho trágico de que la igualdad de oportunidades es un espejismo
lejano, que el estado no brinda protección a sus ciudadanos ni procura el bien
común, y que la desconfianza y el recelo mutuos –contrarios a la conducta
fraternal- definen las relaciones entre los guatemaltecos. Las promesas de la
Constitución son el pagaré de una deuda que el pueblo ansía cobrar sin más
demoras.
Los injustificables niveles de desnutrición infantil,
la falta de oportunidades de empleo, la debilidad de nuestras instituciones
políticas, de seguridad y de justicia, y la escandalosa corrupción en el manejo
de la cosa pública, son todos factores que deprimen las posibilidades de un
futuro mejor y que amenazan con perpetuar la sensación de frustración y
desesperanza que invade hoy a los guatemaltecos.
No, no podemos estar satisfechos hasta que estas
realidades dolorosas cambien. Pero tampoco podemos dejarnos vencer por el
pesimismo: los guatemaltecos somos veteranos de la angustia creativa y nos
hemos sobrepuesto muchas veces (sobre crisis, terremotos, dictadores y
desastres), trabajando con la fe puesta en el poder redentor del sufrimiento
inmerecido. Y con base en esa experiencia debemos ser capaces de creer que la
situación actual puede cambiar y, sin dejar de ser realistas, soñar
esperanzados en una Guatemala mejor.
Podemos soñar que un día el estado cumplirá su misión
constitucional de “garantizarle a los
habitantes de la república la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la
paz y el desarrollo integral de la persona”. Soñar que un día en los verdes
llanos de Urbina, cerca de Xelajú, los hijos de los guerreros quichés y los
hijos de los soldados castellanos y de sus aliados nahuas serán capaces de
sentarse juntos en la mesa de la fraternidad.
Podemos soñar que un día todos los territorios del
país, incluyendo rincones como Camotán y Jocotán, hundidos hoy en un oprobioso
abandono y en una hambruna inexcusable, se transformarán en oasis de justicia, abundancia
y bienestar. Soñar que nuestros hijos vivirán un día en una nación donde no
serán juzgados por el color de su piel ni por el dinero que posean, sino por el
contenido de su carácter, por su honradez, su intelecto y su bondad. Soñar que
un día el ser corrupto, ladrón o ventajista no será una aspiración política ni
una causa de vanagloria, sino un motivo de vergüenza familiar, de escarnio
público y de proceso penal.
Podemos soñar. Debemos soñar. Soñar como el profeta (Isaías
40, 4-5) para “que se eleven todos los valles, y las montañas y colinas se
abajen; que los barrancos se transformen en llanuras y los cerros en planicies.
Entonces se manifestará la gloria de Dios y la verán juntos todos los hombres”.
Esa es nuestra esperanza, que refleja el profundo anhelo de los guatemaltecos
de vivir en libertad, igualdad y fraternidad; anhelo que surge de esta tierra
anegada en una sangre que no cesa de
manar, dividida aún por la desconfianza, la descalificación, la exclusión y la
discriminación mutuas. El día que ese anhelo se cumpla, ese día podremos
cantar, sin sentir vergüenza, el hermoso himno de Alcántara: “Es mi bella
Guatemala un gran país que en la América del Centro puso Dios; es su suelo
paraíso do anida la paz, ¡la libertad!”.
Cuando permitamos que aniden –y prevalezcan- entre nosotros- esa paz y
esa libertad; cuando erradiquemos el rencor y la desconfianza; cuando luchemos
juntos por generar prosperidad, igualdad de derechos y de oportunidades; ese
día, todos los hijos de Dios y de esta tierra; mayas, ladinos, garífunas y
xincas; protestantes, católicos o irreligiosos; acoplados en nuestra diversidad,
podremos caminar hacia un destino común y exclamar: ¡Unidos, por fin!
¡Hermanos, por fin! ¡Guatemaltecos, por fin!