lunes, 19 de diciembre de 2016

A 20 Años de los Acuerdos de Paz

Las metas y compromisos planteados en el Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria, aunque excesivamente ambiciosos, eran loables. La debilidad institucional y la corrupción generalizada los hicieron imposibles de lograr.

Este mes se cumplen 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz en Guatemala, ocasión propicia para evaluar no solo su cumplimiento, sino su validez actual y si deberían replantearse a la luz de los cambios ocurridos en el entorno durante cuatro lustros. En particular es oportuno referirse al Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria –ASSA- del que, entre otras implicaciones, se desprendió el Pacto Fiscal de 2003.

El ASSA planteaba, esencialmente, adoptar políticas económicas para alcanzar un crecimiento del 6% anual; también aplicar una política social con prioridad en salud, nutrición, educación y capacitación, vivienda, saneamiento ambiental y acceso al empleo productivo; y, proponía como prioridad el fortalecimiento del papel rector del Estado en las políticas económicas y sociales. Puede afirmarse que estos planteamientos han sido ampliamente incumplidos.

Las razones de tal incumplimiento tienen que ver, en primer lugar, con el hecho de que ni uno solo de los sucesivos gobiernos que ha tenido el país desde que se firmaron los Acuerdos de Paz ha planteado una agenda de Estado que le ponga Norte a las políticas públicas que debieron emprenderse para cumplir con los compromisos adquiridos. Ello ha implicado una patética ausencia de prioridades que contribuye al desorden de la gestión pública y a una lamentable dispersión e ineficiencia del gasto gubernamental.

A esto se suma, por un lado, la progresiva degeneración del sistema político que ha mutado hasta convertirse en un sistema de saqueo del erario público y, por otro lado, el progresivo debilitamiento del Estado que se ha centrado en ser un mero gestor de la coyuntura, en vez de convertirse en el rector estratégico de las políticas de desarrollo nacional. De tal suerte que ni el sistema político, ni las élites nacionales, ni la ciudadanía en general se apropiaron nunca de los Acuerdos de Paz, que quedaron huérfanos casi desde su nacimiento.

La corrupción, por su parte, dañó la mayoría de medidas planteadas en el ASSA y comprometió el pacto fiscal: la exigua moral tributaria fue destruida paulatinamente, lo cual derivó en una dramática insuficiencia de recursos para las prioridades planteadas en el ASSA (educación/capactación, salud, nutrición, etcétera); instituciones como el Fondo de Tierras y Registro de Información Catastral, ideadas para lidiar desde una lógica de mercado con la problemática agraria, fueron desnaturalizadas y cooptadas por grupos de interés, al igual que el sistema de Consejos de Desarrollo Urbano y Rural; y, en general, la administración pública se tornó cada vez más disfuncional.

De manera que los principales obstáculos al cumplimiento de los Acuerdos de Paz han sido el propio sistema político disfuncional y la corrupción generalizada. Ambos aspectos requieren de un reforma profunda que debe acompañar a cualquier replanteamiento del ASSA o del propio pacto fiscal. Ahora que el gobierno parece que volverá a lanzarse a proponer una nueva reforma fiscal en los primeros meses de 2017, bien vale la pena aprovechar el aniversario de los Acuerdos de Paz para proponer un diálogo fiscal integral, en el que se discutan aspectos tan esenciales como cuáles van a ser las prioridades del gasto público dentro de una agenda de Estado de largo plazo, cómo se van a optimizar los recursos con que ya cuenta el gobierno (mejorando la recaudación y combatiendo la corrupción) y qué límites van a respetarse para asegurar la sostenibilidad de las finanzas públicas. Las lecciones que puedan extraerse del incumplimiento de los principales compromisos del ASSA pueden ser de utilidad en este proceso.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Lucha Contra la Corrupción: Lo que Aún Falta

Aunque luchar contra la corrupción puede tener costos en el corto plazo, puede significar grandes réditos económicos a mediano plazo. Pero para lograrlo hay que perseverar y, sobre todo, fortalecer las instituciones.

El viernes pasado se celebró el Día Internacional Contra la Corrupción, que se conmemoró en Guatemala con muestras de satisfacción –desde enhorabuenas del Secretario General de las Naciones Unidas a la Fiscal Thelma Aldana, hasta auto-felicitaciones de la sociedad civil por sus inspiradoras protestas del año pasado-, en celebración por lo que se ha avanzado en los últimos meses.

Debemos reconocer el despertar ciudadano en contra de la corrupción que se vivió el año pasado, así como los esfuerzos del MP y el empuje de la CICIG. Pero el monstruo de la corrupción es demasiado grande y poderoso como para darnos por satisfechos. Aún falta mucho por hacer: la lucha contra la corrupción debe ser algo sistémico e integral, no solamente un conjunto de esfuerzos aislados.

La situación aún es muy grave. La corrupción está tan arraigada en el quehacer público en Guatemala que muchas decisiones (en el Ejecutivo, en el Legislativo y en el Judicial) se toman solamente por el interés de enriquecerse (a costa de sobornos, sobreprecios o tráfico de influencias), y no motivadas por el interés colectivo. No se trata de transacciones aisladas, sino de una auténtica captura del Estado por redes y costumbres corruptas tan arraigadas que ya no son la excepción, sino que se han convertido en el patrón de comportamiento y en la norma de funcionamiento.

Los costos económicos y sociales son altísimos. La corrupción generalizada impide al Estado cumplir con sus funciones básicas: por un lado implica desperdiciar millones de quetzales de gasto público (que se deja de hacer o, en el mejor de los casos, que se hace mal) y, por otro, daña profundamente la voluntad de los contribuyentes de pagar impuestos, lo cual compromete la sostenibilidad de las finanzas públicas y la estabilidad económica del país. La corrupción debilita igualmente el cumplimiento de los contratos, el cobro de adeudos y, en general, la confianza en los mercados, con el consiguiente costo en pérdida de productividad económica.

La corrupción daña también la infraestructura: la inversión pública está corroída por sistemas opacos de contratación, deudas flotantes espurias, y sobrecostos recurrentes; la inversión privada, por su parte, se ve obstaculizada por la corrupción asociada a los trámites, licencias y normas desordenadas y arbitrarias que plagan la operatoria gubernamental. La corrupción también impide la inversión pública en educación y en salud, lo que imposibilita mejorar el capital humano del país. Y, por si esto fuera poco, la corrupción también daña la calificación de riesgo-país y, con ello, encarece el financiamiento público y privado para el desarrollo.

Combatir la corrupción requiere de un esfuerzo integral, sistemático y multifacético que incluya acciones en materia de transparencia, adoptando las mejores prácticas internacionales de gobierno abierto; en materia de aplicación estricta de la ley, para castigar a los funcionarios corruptos y confiscarles su botín; en materia de facilitación de trámites y regulaciones, para minimizar el riesgo de que las decisiones burocráticas discrecionales degeneren en sobornos; y, en materia de construcción de instituciones que, como la Contraloría y el servicio civil, son esenciales para combatir la corrupción.


Los resultados de tal esfuerzo tomarán tiempo y serán efectivos solo cuando en la mentalidad de los actores clave (tanto en el sector público como en el privado) se asuma que las reglas del juego de verdad han cambiado. Lograrlo requiere de visión de Estado, perseverancia, decisión política y liderazgo, virtudes estas que, por desgracia, no suelen abundar por estos lares.

lunes, 5 de diciembre de 2016

La Madre de las Reformas

La reforma del sistema electoral y de partidos políticos es tan importante que, si ocurriera, podría lograr varios de los fines que se persiguen hoy con la reforma constitucional al sector Justicia, particularmente en lo referente a la independencia de jueces, magistrados, fiscales y contralores respecto del poder político.

Este año se han producido algunas reformas institucionales importantes que, meritoriamente, el Congreso ha logrado aprobar (por ejemplo, a la Ley Orgánica del Congreso, a la Ley de la SAT o a la Ley de Contrataciones). Y actualmente está en discusión una trascendental reforma constitucional al sector Justicia. Pero aún están pendientes muchas reformas institucionales imprescindibles; la madre de todas ellas debe ser la reforma del sistema electoral y de partidos políticos.

Porque resulta que la “vieja política” está vivita y coleando. Esa que, a lo largo de muchos años, se ha configurado para buscar el poder con políticos que –como dijo un analista- “roban para llegar, y llegan para robar”. Esa vieja forma de hacer política está golpeada por los acontecimientos desencadenados por la CICIG y el Ministerio Público en abril del año pasado. Pero aún está activa y reponiéndose rápidamente de sus dolencias.

Para constatarlo basta ver la forma en que, con toda desfachatez, proliferaron las propuestas de enmiendas al Presupuesto del Estado 2017 que buscaban, por ejemplo, quitar controles al manejo de la planilla de empleados, o incrementar el aporte fiscal a oscuras ONGs, o aumentar el presupuesto del ineficiente y sospechoso Registro de Información Catastral o de la oscura unidad de edificios estatales. Algunas de estas enmiendas, lamentablemente, se aprobaron y costarán al fisco cerca de Q100 millones.

Basta ver también cómo, en el marco de la reforma constitucional, el artículo que endurecía el recurso del antejuicio fue rápidamente desaprobado, sin debate y sin explicaciones en medio de una sesión desordenada y pésimamente conducida en la que emergieron muchas de las prácticas sucias de la vieja política que habían estado adormecidas durante meses. De hecho, ahora toda la reforma al sector justicia corre peligro de fracasar al haber quedado en manos de una clase política carente de credibilidad, visión de estado y elegancia.

Algunas de las más importantes reformas propuestas para el sector justicia tienen que ver con la relación entre ésta y el estamento político. Se quiere reformar el método de elección de las principales autoridades de justicia (los magistrados de la Corte Suprema y de la de Constitucionalidad, o el jefe del Ministerio Público) y de otros entes de control (el Contralor de Cuentas), tratando de aislar dicha elección de cualquier injerencia político-partidista, debido a la desconfianza y el rechazo que la política y los políticos generan en nuestra sociedad. Esto es una anomalía: en los países avanzados precisamente son los parlamentos y los jefes de Estado –es decir, los políticos democráticamente electos- quienes (mediante mecanismos con controles y balances) eligen a tales autoridades.

Lo que esto nos dice es que lo que en el fondo está mal en el Estado de Guatemala es, precisamente, el sistema electoral y de partidos políticos, que clama por cambios profundos que mejoren la representatividad de los funcionarios electos, la democracia interna de los partidos políticos, y la autoridad del tribunal electoral. Urge una reforma de verdad, no como la muy timorata reforma aprobada a las carreras el año pasado por un Congreso plagado de representantes de la vieja política que, con aparente reticencia, accedieron a introducirle tímidos cambios a la ley electoral sabiendo que, en el fondo, nada cambiaría realmente. La reforma pendiente, la más difícil, para cambiar el país quizá no sea la del sistema de justicia, sino la del sistema electoral y de partidos políticos. Quizá la CICIG debería enfocar esfuerzos en este frente.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...