lunes, 29 de enero de 2018

Tres Dimensiones de la Corrupción

En la lucha contra la corrupción, la persecución penal es importante; pero de poco o nada servirá si no se avanza simultáneamente en la reforma institucional del Estado y en la instauración de una cultura ciudadana de la integridad.

La corrupción acarrea nefastas consecuencias políticas, económicas y sociales que ponen en grave riesgo la viabilidad futura del país. Su grado de peligrosidad depende de la forma en que evolucionen la tres dimensiones que la determinan: la dimensión punitiva (es decir, la manera en que se persigue y se castiga la corrupción), la dimensión cultural (la manera en la que la sociedad percibe y tolera la corrupción) y la dimensión operacional (la manera en que las instituciones se ordenan para que opere –o no- la corrupción).

Durante muchos años, la dimensión punitiva estuvo tan desdeñada y menospreciada que Guatemala llegó a ser uno de los países más corruptos del Hemisferio. Afortunadamente en abril de 2015 la CICIG y el Ministerio Público salieron de su letargo y emprendieron una meritoria lucha contra el cáncer de la corrupción, que podría haber sido más efectiva si la Contraloría de Cuentas se hubiese sumado para detectar oportunamente las irregularidades, para aportar elementos y pruebas en los diversos casos e, idealmente, para contener muchos de esos casos en el campo administrativo y minimizar el desgastante proceso judicial. De cualquier modo, por meritorios que sean los avances en la dimensión punitiva, de nada van a servir si no se producen al mismo tiempo avances significativos en las otras dos dimensiones.

Transformar la dimensión cultural es mucho más complicado cuando, como en el caso de Guatemala, la sociedad involucionó progresivamente hasta llegar a tolerar la  corrupción como algo normal. El Premio Nobel de Economía de 2017, Richard Thaler, indica que la corrupción es “contagiosa”: un acto de corrupción que parece normal o que no es sancionado provoca un efecto de imitación o de repetición por parte de otros miembros de la sociedad, lo cual genera una cadena de comportamientos repetitivos. Para romper ese círculo vicioso se requiere que en el discurso público y en el imaginario colectivo deje de considerarse la corrupción como algo esperado, habitual y normal. Esta transformación cultural es lenta per se y porque requiere de acciones y programas de cultura ciudadana impulsados desde el gobierno (nacional o municipal), lo cual implica una previa renovación de la clase política.

Por su parte, la transformación de la dimensión operacional quizá pueda ser más rápida si se enfoca en una indispensable reforma institucional que altere el nefasto andamiaje de entidades estatales que hoy se ordenan para favorecer la corrupción e impedir su oportuna detección y prevención. Tales reformas incluyen la del sistema de servicio civil, a fin de que las plazas en la administración gubernamental dejen de ser un botín político o una fuente de coimas y tráfico de influencias. El sistema estatal de infraestructura vial también debe reformarse, junto con el de compras de insumos, para hacerlos competitivos, transparentes y bien supervisados.

El sistema de contraloría y fiscalización del gasto público debe reformarse para hacerlo no solo más objetivo, eficaz y oportuno, sino para hacerlo parte de una perdurable cultura de probidad. Asimismo, el sistema judicial debe reformarse para asegurar que los jueces de todas las instancias sean independientes y capaces. Y, lo más importante, el sistema electoral y de partidos políticos debe reformarse profundamente para facilitar la participación ciudadana, mejorar la representación de los electores y fortalecer la autoridad electoral. Estas reformas institucionales son imprescindibles para darle sentido y sostenibilidad a la lucha contra la corrupción. Y requieren de perseverancia, adecuada propuesta técnica, participación ciudadana y voluntad política. La tarea no es fácil, nadie dijo que lo sería; pero es impostergable.

lunes, 22 de enero de 2018

Tiempos Conflictivos

La sociedad guatemalteca está peligrosamente dividida. En el umbral del enfrentamiento, es necesario recapacitar y enfocarse en los temas de fondo, lo cual implica un acuerdo nacional sobre la reforma institucional: sistemas de partidos políticos, de justicia, de servicio civil, de compras gubernamentales y de infraestructura pública. Sin esa reforma, no habrá desarrollo.

La semana pasada fui invitado por la Asociación de Gerentes de Guatemala a impartir una conferencia sobre la situación del país, en el marco de su programa Líderes en Contacto. El ambiente prevaleciente entre el público participante -que, sin duda, es un reflejo del sentir de las élites dirigenciales del país- era de una patente incertidumbre respecto de la situación económica, así como de un cierto temor respecto del clima de conflicto que parece haberse instalado en quehacer político nacional.

En cuanto a la situación política, es evidente que la problemática que estamos viviendo, aunque compleja, puede entenderse -y atenderse- mejor si reconocemos que  Guatemala está viviendo (desde abril de 2015) un típico periodo de transición política desde un antiguo régimen (donde las leyes y normas no eran obligatorias, donde el patrimonialismo definía el juego político-partidista y donde la corrupción y la impunidad eran una cotidianeidad socialmente tolerada) hacia un nuevo régimen (donde se aspira a contar con instituciones fuertes que hagan prevalecer el Estado de Derecho).

Las transiciones, a lo largo de la historia y alrededor del mundo, son procesos más o menos prolongados que generan una serie de tensiones sociales y de reacomodos políticos que en el largo plazo, si son bien conducidos, generan beneficios al país, pero que en el corto plazo ocasionan conflictos y enfrentamientos entre tres bandos: el que se resiste al cambio, el que anhela un cambio gradual y ordenado, y el que aspira a un cambio radical e inmediato.

En cuanto a la situación económica, a pesar de contar con un ambiente externo propicio (la economía mundial está en un periodo de auge) y de condiciones macroeconómicas estables (merced a nuestras políticas fiscal y monetaria ortodoxas), la muy baja -y malamente atendida- productividad del aparato económico, aunada a la conflictividad política, nos conduce a una permanente mediocridad del crecimiento económico y a muy escasos avances en materia de bienestar material.

Para superar la difícil coyuntura en los dos ámbitos (político y económico) se requiere de una agenda priorizada y de un liderazgo definido que den un aliento de esperanza ante la incertidumbre prevaleciente. Dicha agenda y dicho liderazgo deben enfocarse fundamentalmente en la reforma institucional: solo con instituciones más fuertes será posible darle sustento a la transición política (hasta ahora circunscrita al combate a la corrupción) y, simultáneamente, elevar la productividad del aparato económico (condición indispensable para lograr el desarrollo del país).

La buena noticia es que la agenda de reforma institucional está bastante bien identificada: sistema de justicia, sistema de servicio civil, sistemas de contratación e infraestructura pública, y sistema electoral y de partidos políticos. Si bien el contenido en detalle de las reformas puede y debe ser objeto de debate y discusión, la esencia y necesidad de las mismas debiese ser, más bien, motivo de unidad y consensos entre los distintos sectores organizados de la ciudadanía.

El reciente llamado al optimismo y al diálogo por parte del sector privado organizado en torno a una agenda mínima de país, o la apelación a la sensatez política por parte de las autoridades del banco central para minimizar la incertidumbre económica, o la exhortativa del a Conferencia Episcopal a procurar la cohesión y articulación de los sectores sociales empresariales, académicos y religiosos, son llamados que  ponen una luz de esperanza en la penumbra de conflictividad que se cierne sobre Guatemala. Sensatez política, madurez ciudadana y amor a la patria son los elementos esenciales para lograr acuerdos respecto de las reformas que el país reclama.

lunes, 15 de enero de 2018

Falta Hacer los Deberes

Las condiciones económica y políticas internacionales exigen a Guatemala tomar acciones precisas y decididas que abonen a la certeza jurídica y a que prevalezca el Estado de Derecho. La próxima elección de Fiscal General y la imprescindible reforma del sistema electoral son, para empezar, los principales desafíos que al respecto se presentan en 2018

El ambiente internacional en 2018, en cuanto a lo económico, luce favorable: la economía de los Estados Unidos–nuestro principal socio comercial- apunta a una consolidación de sus niveles de crecimiento y de empleo, fuente principal de las remesas familiares que sustentan el consumo de los hogares guatemaltecos, principal motor de nuestra economía. En contraste, en el ámbito político las cosas no pintan tan positivas, en la medida en que, por un lado, el establishment político guatemalteco no se acople a las exigencias estadounidenses en materia de lucha contra la corrupción y, por otro, las políticas proteccionistas y anti-migración de Donald Trump afecten los flujos comerciales y financieros entre ambos países.

El desempeño económico y político de Guatemala está inextricablemente vinculado al de los Estados Unidos, por lo que conviene cobrar conciencia de lo que el país necesita hacer para aprovechar de mejor manera el periodo de bonanza económica del gran vecino del Norte, y para minimizar los efectos de un eventual empeoramiento de las relaciones políticas con esa nación.

Ciertamente, ningún país democrático aliado de los Estados Unidos merece que el presidente de ese país lo llame “país pocilga” –según pueden traducirse las desafortunadas expresiones de la semana pasada de Trump, que ofendieron directamente a El Salvador y Haití pero también, indirectamente, a países exportadores de migrantes como Guatemala y México-.  Pero, denunciada la ofensa, debemos reconocer que muchos de los riesgos y falencias de nuestra relación con el gran vecino del Norte son atribuibles a nuestra propia culpa.

Para empezar, no nos haría ningún daño dar señales más firmes de un compromiso del país con el combate a la corrupción y al tráfico de drogas, así como con la reducción de la migración ilegal, todas estas prioridades de la agenda exterior estadounidense. Por otro lado, deberíamos esforzarnos en preservar lo bueno que tenemos, por mucho que lo malo sea más abundante y conspicuo. Así, la estabilidad macroeconómica, los bajos déficits fiscal y de balanza de pagos, la continua reducción de los indicadores de homicidios o la resiliencia del sistema financiero nacional son factores que deben mantenerse y resguardarse.

Por encima de eso, el problema central de Guatemala –que hemos evadido por demasiado tiempo- es la creciente debilidad institucional del Estado, que se manifiesta en una muy precaria gobernanza y en una creciente falta de certeza jurídica. Estas carencias se manifiestan en unas entidades gubernamentales extremadamente débiles y disfuncionales que derivan en taras tan patéticamente tercermundistas como la falta de pasaportes, la inexistencia de un sistema nacional de correos, la ignorancia de cuántos empleados públicos existen, la inoperancia del sistema de compras del Estado, el deterioro de la red vial, o la falta de pupitres (y de maestros) en las escuelas.

Para que tal disfuncionalidad no siga perjudicando el desarrollo del país, es menester reformar las instituciones necesarias para que prevalezca el Estado de Derecho. Dos acciones de política pública se tornan indispensables este año que recién empieza. Primero, el proceso de nombramiento de Fiscal General debe asegurar que el elegido sea un profesional genuinamente independiente y comprometido con la lucha contra la impunidad; este es el primer paso para la necesaria reforma del sector justicia. Y, segundo, debe recuperarse la casi extinta legitimidad de las instituciones republicanas (incluyendo el Congreso de la República), lo cual conlleva una profunda renovación del sistema político. Entre todos los deberes que nos quedan por hacer, estos son los que debiésemos priorizar en 2018.

lunes, 8 de enero de 2018

¿Ricos o Pobres?

Quizá no seamos tan pobres como creemos... ni tan ricos

Ser pobre o ser rico es, objetivamente hablando, una situación relativa. Cualquier guatemalteco cuyas posesiones materiales valgan unos Q16,500 (sumando sus depósitos bancarios, inversiones financieras y otras propiedades muebles e inmuebles, menos el monto de sus deudas) podría creerse poco afortunado; pero, en realidad, sería más rico que la mitad de la población mundial. Esto de acuerdo con un estudio reciente, el Global Wealth Report –GWR-, publicado por el Credit Suisse Research Institute a finales del año pasado.

Un guatemalteco que, por ejemplo, posea un apartamento en la zona 21 de la capital, un sedán coreano de diez años de antigüedad y una cuenta monetaria de Q3 mil, estará ubicado entre el 25% de las personas más ricas del mundo. Y el dueño de una riqueza neta superior a Q750 mil (dueño de, digamos, una casa en la zona 7, un rancho en la playa, cuentas bancarias por Q15 mil y un carro alemán modelo 2014) será un privilegiado más rico que el 92% de los humanos.

El GWR, a diferencia de otros estudios sobre prosperidad y desigualdad, calcula los activos netos de los hogares, en vez de centrarse en los ingresos. El estudio revela que existen diferencias de riqueza entre individuos y entre países que se explican por muchas razones. Aquellos individuos con poca riqueza se encuentran desproporcionadamente entre los más jóvenes (que han tenido pocas posibilidades de acumular activos) o entre quienes han sufrido pérdidas, o viven en regiones donde las perspectivas de creación de riqueza son limitadas, o pertenecen a alguna minoría. En el otro extremo del espectro, hay muchas personas con enormes fortunas adquiridas mediante una combinación de talento, trabajo duro o buena suerte.

La pirámide de riqueza presentada en el GWR tiene una gran base ocupada por unos 3,500 millones de personas (el 70% de todos los adultos del mundo) con una riqueza individual inferior a Q75 mil en 2017. Otros 1,100 millones de adultos (21% del total) caen en el rango de Q75 mil a Q750 mil. Estos dos conjuntos (el 91% del total de adultos), aunque tengan una modesta riqueza, en conjunto acumulan activos netos por casi Q300 millardos, lo que subraya el potencial económico de este grupo cuya importancia a menudo se pasa por alto.

En el tope de la pirámide están los millonarios (literalmente, los individuos cuya riqueza supera el millón de dólares). Son unos 36 millones de personas en el mundo (menos del 1% del total), cuya riqueza supera los US$128 billones (46% de la riqueza mundial). Esos millonarios residen principalmente en los Estados Unidos (43% del total de millonarios), aunque también habitan en países capitalistas como Japón (7% del total) y Gran Bretaña (6%), en países más igualitarios como Alemania (5%) o Francia (5%), y hasta en países socialistas como China (5%). En contraste, Latinoamérica –una de las regiones reputadamente más desiguales - no llega a cobijar ni el 1% de los millonarios del planeta.

Aunque las estimaciones del GWR tienen sus debilidades, resultan útiles para hacer comparaciones; por ejemplo, la riqueza promedio de un guatemalteco (de unos Q55 mil) resulta superior a la del ciudadano promedio de India (aproximadamente Q43 mil), pero muy inferior a la del estadounidense promedio (unos Q2.8 millones). Las cifras también ayudan a reflexionar que muchos de quienes se consideran adalides de la igualdad, y no pocos de quienes critican a los ricos, a la globalización y al libre mercado, pueden ser ellos mismos parte de la élite que tanto denostan. Y que, en contraposición, muchos de quienes en nuestro medio se consideran ricos, están muy lejos de formar parte del club de magnates del mundo.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...