La lógica de asignar porcentajes fijos de ingresos a determinados destinos de gasto no solo es matemáticamente imposible, sino que es financieramente irresponsable y fiscalmente insostenible
Hay que repetirlo: de buenas intenciones está
empedrado el camino al infierno. Los asambleístas constituyentes de 1985
pensaron que sería bueno asignar distintos porcentajes de los ingresos fiscales
a ciertos destinos que, en su momento, se consideraron prioritarios (como los
asignados a la Universidad de San Carlos -USAC- o al deporte federado). Siguiendo
esa bienintencionada lógica, resulta interesante hacer un ejercicio de asignar ingresos
estatales hacia algunos gastos prioritarios.
Puestos a repartir porcentajes, dado que la
Constitución dispone que el cinco por ciento de los ingresos tributarios debe
dársele a la USAC, sería válido asignar otro tanto a la educación primaria y otro
a la secundaria (ambas tanto o más importantes que la educación superior). Y,
bueno, tampoco hay que descuidar la educación preprimaria, a la que habría que
asignarle, digamos, un dos por ciento. La nutrición (crucial para el desarrollo
intelectual de los niños) debería también recibir otros cinco, mientras que al
deporte -complemento necesario de la educación- habría que dejarle su tres por
ciento actual.
La atención primaria en salud también merece recibir,
como mínimo, un cuatro por ciento y los hospitales (y centros de salud) otro
tanto. Y, hablando de infraestructura, las carreteras están en plena crisis y
deberían recibir al menos un cinco por ciento; los puertos, aeropuertos,
escuelas y edificios públicos, un tres; y, a la vivienda -que tanto empleo
genera y cuyo financiamiento se pretende ahora subsidiar- podría asignársele un
cuatro. Al dos por ciento que ya recibe el Organismo Judicial habría que agregarle
un uno por ciento para la CC y el TSE. La seguridad ciudadana (policía, resguardo
de fronteras e inteligencia del Estado) debería tener al menos un cinco por
ciento.
La protección del patrimonio cultural y arqueológico
bien merece un tres por ciento, lo mismo que el medio ambiente y la Pachamama.
La Escuela Nacional de Agricultura ya tiene una asignación que podría ampliarse
a un tres por ciento para apoyar la agricultura familiar. Si las
municipalidades ya reciben un diez, a los Consejos de Desarrollo habría que
darles un cinco. La duda pública hay que seguirla pagando, lo que significa
apartar un veinte por ciento de los ingresos; y el pago a las clases pasivas
del Estado seguiría ocupando otro seis por ciento. La atención a los programas
sociales (adulto mayor, bolsas familiares, comedores populares, subsidios al
transporte y a la energía, bomberos, etcétera) ocuparía quizá otro seis por
ciento. El funcionamiento de los ministerios y secretarías complementarios
(Economía, Relaciones Exteriores, Energía y Minas, Finanzas, Procuraduría
General, PDH, etcétera) demanda otro ocho por ciento de los ingresos.
Quizá faltan prioridades, pero ya no quedan recursos
para repartir: con estas asignaciones ya sumamos más del ciento quince por
ciento de los ingresos fiscales. Resulta evidente que la lógica de asignar
porcentajes fijos de ingresos a determinados destinos de gasto no solo es
matemáticamente imposible, sino que es financieramente irresponsable y
fiscalmente insostenible. Los destinos que hoy son prioridad (como la USAC o la
desnutrición) quizá ya no lo sean en el futuro; las finanzas públicas deberían
tener la flexibilidad de modificar sus prioridades de gasto conforme cambian
las realidades sociales y las políticas públicas.