lunes, 30 de enero de 2017

¿Terminará el Diluvio de Dólares?

La condiciones que provocaron un diluvio de dólares hacia Guatemala pueden estarse revirtiendo rápidamente. Las consecuencias de ello (si no se manejan apropiadamente las políticas macroeconómicas) podrían ser insospechadas.

En los últimos años Guatemala ha experimentado una abundancia de dólares. En términos económicos, la oferta de la divisa estadounidense ha sido superior a la demanda y el indicador más claro de tal fenómeno es el tipo de cambio, que en cinco años se ha apreciado en casi 5% (al pasar de Q7.90 por dólar en 2012 a Q7.52 en 2016), pese a las considerables intervenciones del banco central –Banguat- comprando dólares en el mercado (lo cual, ciertamente, ha impedido que la apreciación del quetzal sea aún mayor).

Tres son las causas esenciales del exceso de oferta de dólares. Primero, las importaciones se volvieron más baratas: sólo en 2016 el precio promedio de los bienes importados se redujo en alrededor de 10% respecto del año previo, reflejo del fenómeno mundial de baja en el precio de los bienes primarios, incluyendo notablemente el petróleo y sus derivados (en el último lustro el barril de petróleo redujo su precio en más de 60%). Esto ha implicado una reducción en las necesidades de divisas del país para pagar su déficit comercial.

Segundo, un gran flujo de recursos financieros ha ingresado al país a causa de que las tasas de interés domésticas son más altas que las extranjeras, lo cual hace atractivo para los inversionistas traer capitales para invertirlos en bonos del gobierno o en créditos privados, aumentando así significativamente la oferta de dólares. Ello ha ocurrido porque los países industrializados mantuvieron tasas de interés extraordinariamente bajas como una medida para incentivar su alicaído crecimiento económico luego de la crisis de 2008, y porque el Banguat decidió ser conservador y no reducir su tasa de interés líder a la misma velocidad que aquellos países.

En tercer lugar, el enorme flujo de remesas familiares que los migrantes guatemaltecos envían al país no solo se han convertido en un soporte clave del consumo de los hogares, sino que implica un constante aumento en la disponibilidad de divisa extranjera: el año pasado las remesas familiares que ingresaron al país superaron los US$7.2 millardos, cifra que casi duplica el nivel de remesas que ingresaban al país un lustro atrás.

La lenta pero continuada apreciación del quetzal ha generado preocupación en algunos ámbitos debido a que ocasiona un desincentivo a la actividad exportadora y se han levantado algunas voces que, incluso, llegan a proponer que el régimen cambiario se modifique para provocar una devaluación de nuestra moneda. Tales propuestas quizá dejen de ser necesarias en breve, ya que las tres causas que han provocado el diluvio de dólares de los últimos años podrían estarse revirtiendo.

Por un lado, el precio internacional de las materias primas ha dejado de reducirse y el del petróleo, en particular, se ha elevado en un 25% en el último año. Por otro lado, la Reserva Federal estadounidense empezó a elevar su tasa de interés y, con ella, se elevará el resto de tasas de interés de los países avanzados, lo cual hará menos atractivas las tasas guatemaltecas y ello, aunado al endurecimiento internacional de las normas contra los flujos ilícitos de capital, implicará menores flujos de inversión financiera hacia Guatemala. Finalmente, la política migratoria del presidente Trump podría provocar que los flujos provenientes de remesas familiares se desplomen.

Si todo esto se produce simultáneamente, y las políticas monetaria y fiscal no reaccionan de manera prudente y ágil, el diluvio de dólares de los años recientes podría llegar a un abrupto final. Y a quienes han clamado por una pronta devaluación del quetzal podría citárseles la frase de Oscar Wild: ten cuidado con lo que deseas, se puede hacer realidad.

lunes, 23 de enero de 2017

El Ascenso del Proteccionismo

La reciente ola de nacionalismos radicales no anuncia cosas buenas. Ni en su faceta política (el populismo), ni en la social (xenofobia), ni en la económica (proteccionismo comercial). La experiencia histórica demuestra que, ya sea que venga de la izquierda o de la derecha del espectro político, el proteccionismo nunca ha mejorado el bienestar de las naciones.

El discurso inaugural de Donald Trump (“América primero”) deja pocas dudas. La cruda estrategia británica para abandonar Europa (“brexit duro”) lo confirma. El nacionalismo (con sus matices aislacionistas, populistas, proteccionistas y xenófobos) se está instalando como tendencia política, y ya no solo en el tercer mundo, como lo demuestra el ascenso en la intención de voto de personajes radicales como Geert Wilders -Holanda-, Marine Le Pen -Francia-, Frauke Petri -Alemania, o Matteo Salvini -Italia-.

La propuesta del nacionalismo se construye sobre la ansiedad, emociones y prejuicios de una ciudadanía insatisfecha. Algo parecido sucedió en los años treinta del siglo pasado, cuando los votantes estaban desesperados por su situación económica. Pero hoy la insatisfacción es de una naturaleza más compleja, pues la economía estadounidense está recuperándose y cercana al pleno empleo; la economía británica ha generado dos millones de plazas de trabajo en cinco años; las ganancias corporativas son elevadas; y, los niveles de vida en Europa siguen siendo de los más altos del mundo.

El problema estriba en los crecientes bolsones de población que no sienten incluidos en los beneficios de una desigual bonanza, esos que votaron por Trump. Los nacionalistas del Siglo Veintiuno se han aprovechado astutamente de las insatisfacciones económicas, sociales y culturales de aquellos a quienes la globalización y el cambio tecnológico han dejado atrás.

En el ámbito económico, el nacionalismo se manifiesta en forma de proteccionismo; es decir, de políticas económicas que, a través de las barreras al libre comercio (como la elevación de los aranceles a la importación) o a la libre circulación de personas (barreras a la inmigración), pretenden supuestamente proteger los puestos de trabajo y fomentar la producción de la industrias nacionales versus las extranjeras. La receta se ha probado una y otra vez en el último siglo, sin resultados positivos.

El ascenso del proteccionismo en el mundo desarrollado es una pésima noticia para países como el nuestro. Ya durante la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado la situación fue agravada cuando los Estados Unidos adoptaron políticas comerciales altamente proteccionistas que, bajo la creencia errónea de que con ellas se crearían puestos de trabajo, desencadenaron medidas proteccionistas alrededor del mundo que profundizaron y expandieron la depresión económica. En contraste, después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el liderazgo de los Estados Unidos, se promovió la liberalización del comercio internacional y ello generó una era de gran prosperidad y crecimiento para la economía mundial.

A lo largo de la historia, la experiencia (y la teoría) económica es contundente: el proteccionismo comercial (y migratorio) es incapaz de aumentar el número de plazas de trabajo o, ni siquiera, de alterar sustancialmente la balanza comercial entre países. Por desgracia, tanto los políticos –sean de derechas o de izquierdas, de países pobres o de ricos- como sus votantes (acostumbrados aquellos a ofrecer, y estos a desear, soluciones mágicas a sus problemas nacionales) no entienden, ni quieren entender esta lección.

En este mundo paradójico, en el que la globalización es defendida (en Davos) por el Secretario General del Partido Comunista chino, mientras se ve amenazada por el líder electo a nombre del Partido Republicano estadounidense, solo nos queda insistir en lo que la teoría y la historia económica sostienen sólidamente: el proteccionismo –sea de izquierdas o de derechas- es, en general, nocivo al crecimiento económico y al bienestar de las naciones.

lunes, 16 de enero de 2017

La Corrupción y el Debilitamiento de las Instituciones

Es mentira que el combate frontal a la corrupción debilita la eficiencia en la administración pública. Sería un craso error admitir que puede tolerarse un poco de corrupción a cambio de que la administración pública no se vea paralizada. La actitud correcta debe ser la de tolerancia cero a la corrupción.

Hace algunas semanas leí y escuché, no sin asombro, a algunos analistas políticos que se preguntaban si la lucha contra la corrupción que el país está librando desde abril de 2015 estaba ocasionando -como un daño colateral imprevisto- un debilitamiento de la institucionalidad pública. Nada más alejado de la verdad. Creo -al contrario de lo que dicha duda sugiere- que la lucha contra la corrupción y las instituciones se fortalecen mutuamente.

Por un lado, cualquier esfuerzo organizado para luchar contra la corrupción sólo puede ser exitoso si las instituciones que lo impulsan son efectivas; esto implica que la Contraloría de Cuentas, el Ministerio Público, la policía y los juzgados involucrados deben estar coordinados y ser eficientes. Por otro lado, mientras más efectivo sea el combate a la corrupción, más eficientes serán no solo estas instituciones directamente encargadas de llevar a cabo tal combate, sino el aparato estatal entero.

Quizá sea cierto que, en algunos casos, las batallas que se han librado en meses reciente contra el cáncer de la corrupción hayan podido ocasionar una ralentización en el -ya de por sí lento- desempeño de la burocracia pues, hasta antes de las acciones emprendidas por la CICIG y el Ministerio Público en contra del robo al erario público, no era habitual que en los actos de la administración se velara por el cumplimiento estricto de ciertos estándares de transparencia y se respetaran estrictamente las normas y regulaciones vigentes. Al tenerse más cuidado ahora en estos aspectos, algunos procesos estatales pudieron haberse entorpecido. Pero seguramente, a mediano y largo plazo, si la lucha contra la corrupción tiene éxito, las instituciones se verán fortalecidas y el funcionamiento del aparato estatal será, a la larga, más efectivo.

Sería un craso error admitir que puede tolerarse un poco de corrupción a cambio de que la administración pública no se vea paralizada. La actitud correcta debe ser la de tolerancia cero a la corrupción. Pero, paralelamente a una profundización de la estrategia anti-corrupción, deben ampliarse los esfuerzos de fortalecimiento de las instituciones del Estado. Tales esfuerzos implican, en primer lugar, la revisión y puesta al día de los marcos que rigen el quehacer de dichas instituciones.

Lo anterior demanda un esfuerzo tanto del Organismo Ejecutivo (a nivel de reglamentos) como del Legislativo (a nivel de leyes) para dotar a las instituciones de marcos regulatorios adecuados para ser efectivas. Los elementos clave de un buen marco regulatorio institucional incluyen: claridad respecto del mandato de cada institución (sus fines y funciones, y las herramientas para lograrlos); su estructura de gobernanza interna, incluyendo sus pesos-contrapesos internos y sus sistemas de rendición de cuentas; su grado de autonomía operativa y financiera (para blindarlas de influencias de grupos de poder o de interferencias políticas); y, los criterios de elegibilidad, así como las normas y procedimientos para el nombramiento y remoción de sus autoridades.

Además del marco regulatorio, las instituciones estatales requieren de un cuerpo de tecnócratas técnicamente capaces y debidamente remunerados lo cual, evidentemente, implica una profunda reforma del sistema del servicio civil nacional. Esto, al igual que el esfuerzo completo de fortalecimiento institucional, reclama de un liderazgo político firme y decidido. El primer paso debería ser, con carácter de urgente, el censo de empleados públicos anunciado por el Presidente en los primeros meses de su mandato. Lamentablemente, de dicho censo aún no se ha sabido nada.

lunes, 9 de enero de 2017

De Bob Dylan y el Premio Nobel

Hoy, como divertimento de Año Nuevo, escribo sobre literatura. ¿Por qué no, si tantos literatos escriben sobre economía y políticas públicas?

Durante las fiestas de fin de año, cuando podemos dedicar un poco más de tiempo al ocio, la familia y la lectura, es natural desvincularse de los asuntos cotidianos y reflexionar sobre diversos temas de interés, tales como, por ejemplo, la polémica que en ciertos círculos intelectuales desató a finales del año pasado el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan.

Nunca he sido gran admirador del cantautor estadounidense, pero el discurso que remitió a la Academia Sueca para agradecer el Nobel, en velada y genial respuesta a quienes han puesto en duda sus méritos literarios, constituye una pequeña lección respecto del arte, en general, y de la literatura, en particular. Entre otras cosas, Dylan dijo que, por ser él un escritor de canciones, nunca pasó por su mente ser siquiera candidato a semejante premio. Pero, en tal sentido, también se pronunció respecto a que, muy probablemente, el propio William Shakespeare al escribir sus obras nunca pensó que estaba haciendo literatura: sus preocupaciones estribaban en la puesta en escena de su trabajo, en los actores a contratar, o en el financiamiento de la escenografía.

Con ello, Dylan nos hace ver, por un lado, que su trabajo tiene tanto mérito como el de cualquier otro artista destacado y, por otro, que durante ya mucho tiempo la narrativa ha desplazado a la dramaturgia y a la poesía en el gusto de las masas lectoras, hasta hacernos creer que la única literatura valiosa es la de la novela de ficción. Hemos olvidado que, desde que Aristóteles clasificó los géneros literarios en Épico, Lírico y Dramático, lo hizo con la intención de otorgarles igual jerarquía y nivel de virtud. Pero desde hace muchos años la novelística ha estado sobrevaluada. De ahí tantos poetas inspirados que se han desperdiciado intentando escribir cuentos; o tantos dramaturgos que pasan desapercibidos hasta en los créditos de las películas que han enriquecido con sus diálogos brillantes. Y tantos jóvenes que se estiman cultos por haber leído las sagas de Crepúsculo o Los Juegos del Hambre.

La paradoja es que el mismísimo Miguel de Cervantes, en su afán de poner en su sitio a las novelas de caballería –epítome de la narrativa de ficción popular-, escribió una eminente parodia, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, con el afán de poner a aquellas novelas en evidencia, pero logró exactamente el efecto contrario. La narrativa de ficción alcanzó con el Manco de Lepanto sus más altas cumbres y, desde entonces, el género empezó a desplazar a los demás.

Es de lamentar que varias generaciones recientes –novelocéntricas ellas- se han privado de disfrutar la poesía y el teatro; de valorar más a escritores –como nuestro Asturias- que además de buenos novelistas también fueron dramaturgos y excelentes poetas (“me salí de tus ojos para estar en tu llanto”); o, de apreciar con nueva perspectiva artística los diálogos fantásticos que abundan en el cine y en el teatro.

Esta, claro está, es la opinión de un economista pero, habiendo leído en la prensa nacional e internacional las frecuentes opiniones que emiten los literatos sobre economía y política pública ¿por qué no –aunque sea como divertimento de Año Nuevo- hacerlo al revés? Además, como economista, la concesión del Nobel a Bob Dylan me confirma que los bienes que más escasean (como la calidad y el ingenio) son precisamente los que más valor tienen. Y que, con eso en mente, algún día a los cantautores eméritos de Latinoamérica (como Álvaro Carrillo, José Antonio Méndez, Vicente Garrido, José Alfredo Jiménez o César Portillo de la Luz) habremos de reconocerlos como auténticos literatos.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...