lunes, 27 de febrero de 2017

Taxis, Úber y la Destrucción Creadora

Los cambios tecnológicos generan, en el largo plazo, mayor productividad y, por ende, mayor bienestar y progreso. Pero en el corto plazo implican que los métodos tradicionales de producir sufran una irremisible pérdida de mercado hasta su eventual desaparición. Eso parece que está empezando a ocurrir con los taxis, ante la llegada al mercado de Úber.

El jueves pasado se produjo en esta ciudad una manifestación de cientos de taxistas que, además de protestar ante el clima de violencia (asaltos y extorsiones), se quejaba de una nueva amenaza a su negocio: la incursión de Úber, un nuevo competidor no regulado. Este tipo de protestas se ha repetido en muchas otras ciudades del mundo cada vez que Úber empieza a operar y a quitarle negocios a una industria (la de taxis) que, sea por un sistema de permisos u otras regulaciones, suele presentar barreras de entrada a nuevos competidores.

Úber, con sede en California, existe desde 2009 pero empezó a operar en Guatemala hace apenas unos meses con una oferta de transporte más barato y seguro que el de los taxis. Mientras que para tomar un taxi rotativo hay que esperar a que  se aparezca alguno en la calle, darle direcciones –y hasta orientar- al taxista, tener efectivo para pagar, y rezar para que el taxista sea honesto, en el caso de Úber el pasajero contacta y paga el viaje mediante una aplicación en el teléfono celular que le informa cuándo el vehículo (previamente calificado por la empresa, al igual que el chofer) llegará a recogerlo al lugar convenido, y alimenta el software del chofer con la información hasta guiarlo al destino final. El servicio ofrece mayor conveniencia y seguridad que un taxi, casi siempre a un menor costo.

Úber es más una empresa de intermediación con tecnología que una de transporte, pues su rol consiste en poner en contacto a un demandante de transporte, con un oferente que utiliza su propio vehículo para satisfacer dicha demanda. Hoy opera en más de 425 ciudades en 72 países, habiendo generado ingresos en 2016 por más de US$4 millardos, el doble que el año previo. Su éxito se debe no solo a la innovación y la tecnología, sino también a su actitud agresiva, tanto frente al mercado, como ante las autoridades y las regulaciones, a veces inexistentes en países como el nuestro que tardan en adaptarse al cambio tecnológico.

La innovación, aunque indispensable para el progreso, inevitablemente ocasiona víctimas en un proceso que el economista Joseph Schumpeter llamó “destrucción creadora”: el crecimiento económico depende de los emprendedores que desarrollan ideas de negocio innovadoras (como la de Úber) que llevan a las industrias antiguas (como la de taxis) a la obsolescencia. Eso ocurre permanentemente como, por ejemplo, sucedió hace cien años cuando el teléfono fue dejando sin empleo a los telegrafistas.

Úber sigue innovando agresivamente (ha empezado a incursionar en logística y en nuevas tecnologías, como  la de vehículos sin piloto) con vistas a hacer del servicio de transporte de personas algo tan barato y conveniente que sea incluso preferible a tener un carro propio. Pero la empresa también tiene vulnerabilidades, como la incertidumbre ante nuevas regulaciones, su sistema de precios variables (sus tarifas varían según la hora y la disponibilidad de vehículos), o el surgimiento de competidores basados en la tecnología (que ya operan alrededor del mundo y están empezando a hacerlo en Guatemala) que podrían obstaculizar su crecimiento.


En todo caso, los taxistas no deben culpar a Úber por su pérdida de participación en el mercado. Lo mismo está empezando a ocurrirle a la industria hotelera –que enfrenta la competencia de intermediarios tecnológicos como Airbnb-, o a las aerolíneas –versus las compañías de bajo costo-. Siempre que los nuevos emprendimientos ofrezcan a los clientes un producto más conveniente y barato, las fuerzas de la destrucción creadora seguirán actuando, aunque ello signifique que quienes no logren adaptarse queden irremediablemente tendidos en el camino.

lunes, 20 de febrero de 2017

Al Oído de los Diputados

Las mafias y la corrupción han copado, desde hace años, los tres poderes del Estado. El Poder Judicial requiere de una profunda reforma que garantice la independencia de los jueces, lo cual implica cambiar su estructura de gobierno, tal como se plantea en la propuesta de reforma constitucional que se discute en el Congreso. Es una lástima que esa reforma tan necesaria se vea oscurecida y obstaculizada por la introducción (quizá bien intencionada, pero tan ingenua como innecesaria) del tema de la jurisdicción indígena, que solo le ha servido de excusa a las mafias para minar y descarrilar el imprescindible proceso de depuración judicial que el país reclama

Es sabido que en días recientes varios diputados se han quejado de las presiones que sufren para aprobar (o improbar) la reforma al artículo 203 de la Constitución que explicita el reconocimiento a la jurisdicción indígena, y hasta han llegado a admitir (incluso en público) que la rapidez con la que se ha precipitado la discusión, y el que la misma se haya restringido a un grupo muy selecto de legisladores, les ha impedido profundizar el análisis y formar criterios objetivos para ejercer responsablemente su voto en este tema. Si de algo sirve, comparto a continuación algunos puntos clave que podrían ayudarles a tal propósito.

Primero. El tema es delicado, complejo y exige ser tratado con mucho respeto hacia los pueblos indígenas, procurando en todo momento el bien común, por lo que es conveniente dejarse asesorar por juristas expertos en la materia, no por ideólogos. Resulta muy ilustrativa, por ejemplo, la entrevista con el abogado Edgar Pacay Yalibat publicada en Prensa Libre la semana anterior.

Segundo. El derecho indígena existe en Guatemala desde hace siglos; ha funcionado y funciona bien; y, ante la incapacidad del Estado de proveer justicia pronta y cumplida en todo el territorio nacional, llena oportunamente un vacío que, de lo contrario, haría aún más ingobernable el país. La resolución de conflictos en las comunidades indígenas mediante sus prácticas ancestrales le ahorra al sistema judicial significativas cantidades de recursos.

Tercero. La jurisdicción indígena ya está reconocida en el ordenamiento jurídico guatemalteco, no solo porque la propia Constitución reconoce y promueve las costumbres y formas de organización de los pueblos mayas, sino porque -más explícitamente aún- el Convenio 169 de la OIT, que es una ley de la República con la más alta de las jerarquías, se refiere a la obligada aplicación de dicha jurisdicción cuando se trata de temas y personas pertenecientes a dichas comunidades. Esto, además, está respaldado por múltiples veredictos de la Corte Suprema de Justicia y de la Corte de Constitucionalidad.

Cuarto. Se desprende de lo anterior que resulta innecesario modificar la Constitución para reconocer algo que ya está cristalinamente reconocido en el ordenamiento jurídico guatemalteco. Para aplicar lo que ya establecen la Constitución y el referido Convenio 169 bastaría, como lo afirma el abogado Pacay, con regular (quizá reformar) lo que establece el artículo 58 de la Ley Orgánica del Organismo Judicial y emitir disposiciones puntuales que garanticen la coordinación entre ambos sistemas.

Quinto. En todo caso, si por razones puramente políticas y de satisfacción de demandas populares los diputados se vieran apremiados a reformar el referido artículo 203 constitucional, podrían hacerlo explicitando que la jurisdicción indígena está sujeta al orden constitucional (incluyendo la autoridad de la Corte Suprema de Justicia) y acotada a dirimir conflictos en materias propias de la comunidad y entre personas que voluntariamente se acojan al juicio de las autoridades comunitarias legítimamente establecidas.
Sexto. Debe evitarse que este tema siga distrayendo la atención de los diputados y desviándola del verdadero propósito de las reformas planteadas al sector justicia: lograr la independencia de los jueces y del Organismo Judicial y mejorar la eficacia en la aplicación de la justicia. En esto último existe un amplio consenso nacional (y respaldo internacional). Sería una pena que, por insistir en una innecesaria reforma que distrae y divide, se pierda la oportunidad de reorganizar a fondo la ineficiente estructura del obsoleto y corrupto sistema de justicia imperante.

lunes, 13 de febrero de 2017

Reforma Integral del Estado

La reforma del Estado debe ser integral, lo que implica al menos cuatro áreas prioritarias: (1) eficiencia del gasto y combate a la corrupción; (2) sector justicia; (3) servicio civil; y, (4) sistema electoral y de partidos políticos

Los guatemaltecos solemos desgastarnos buscando alguna solución rápida, cuasi mágica, para superar los graves problemas que impiden el desarrollo integral del país. Solemos apostarle todo a una idea, a una política, a una reforma que, cual piedra filosofal, troque la situación de pobreza, falta de productividad e incapacidad institucional del Estado en una de prosperidad y eficiencia generalizada. Y solemos atrincherarnos ideológicamente en la defensa de tales posiciones sin abrirnos al diálogo.

Por desgracia, no hay atajos para alcanzar el desarrollo, ni alquimias sobrenaturales para diseñar políticas públicas exitosas. Ni la devaluación del quetzal, ni los incentivos fiscales, ni las ciudades intermedias, ni las alianzas para la prosperidad podrán, por sí solas, impulsar el desarrollo nacional. El esfuerzo debe ser integral y sistemático, además de arduo, continuo e, inevitablemente, prolongado.

Puestos priorizar, es evidente que un punto de partida debe ser la reforma institucional del Estado que ya está (desordenadamente) en marcha. El desarrollo económico del país requiere, ante todo, de un aumento en la productividad que, a su vez, depende del fortalecimiento institucional en áreas tales como la efectividad administrativa (gubernamental), el control de la corrupción, la reducción de la inestabilidad política y de la violencia, la disminución de los costos regulatorios, la mayor participación ciudadana, la rendición de cuentas de las entidades públicas, y la implantación del imperio de la ley.

Hay cuatro áreas que deben enfatizarse. La primera es la de la mejora en la eficiencia y calidad del gasto público, que incluye la profundización y sistematización del combate a la corrupción, así como la mejora continua de los sistemas de compras gubernamentales. No se trata solamente de perseguir penalmente a los corruptos; limitarse a ello sería, de nuevo, apostarle a una solución parcial. Se trata más bien de establecer sistemas y controles eficientes. Y que la Contraloría de Cuentas cumpla su mandato.

Una segunda área es la de la reforma al sector justicia cuyo objetivo central sea lograr la independencia de los jueces y del Organismo Judicial. La pieza inicial (pero no única) de este esfuerzo sería la reforma constitucional actualmente en proceso de aprobación en el Congreso que, desafortunadamente, se plasmó en una iniciativa que incluyó errores de forma y de fondo que ahora deben enmendarse para rescatar dicho objetivo central. Es preocupante que tales enmiendas se hagan a la carrera y en medio de un ambiente políticamente cargado e ideológicamente polarizado.

Una tercera área de reforma institucional es la del servicio civil que ponga fin al caos e ineficiencia que imperan en el aparato público e impiden al Estado cumplir sus funciones. Para ello se requiere no solo de una reforma al marco legal del funcionariado público, sino de la voluntad política y el liderazgo necesarios para acabar con prácticas tan nocivas como las plazas fantasmas o los pactos colectivos onerosos. Por eso preocupa que el gobierno aún no haya cumplido con el elemental primer paso de hacer un censo de empleados públicos.

Y la cuarta reforma clave, quizá la más importante, es la de transformar el actual sistema político clientelar, patrimonialista y corrupto, a fin de que los partidos políticos sean realmente democráticos, los funcionarios electos sean realmente representantes del pueblo, y el tribunal electoral sea realmente supremo. Estas cuatro reformas deben emprenderse de forma simultánea y coordinada. No debemos conformarnos con reformas improvisadas, mediocres e incompletas.

lunes, 6 de febrero de 2017

En Defensa de las Migraciones

Aunque no suelen ser populares (en el país que los recibe) los inmigrantes siempre han sido, a lo largo de la historia, una fuerza positiva para el progreso cultural y material de las naciones

Soy hijo de un inmigrante; más precisamente, de un refugiado de guerra. Guatemala recibió a mi padre de buen agrado, y aquí encontró acogida, empleo, esperanza, amor y prosperidad. Aquí maduró y formó una familia. Y aquí murió. Sé muy bien, por propia experiencia, que desde un punto de vista personal y familiar, la migración es un fenómeno que, sin estar exento de dolor y exigencias, puede dar frutos abundantes que benefician tanto al migrante como a la nación anfitriona.

De mi padre aprendí los elementos básicos del liberalismo (decimonónico, el de mi abuelo), y supe desde pequeño que cuanto más abierta esté una sociedad al libre tránsito de bienes y de personas, más próspera y civilizada será. El liberalismo --en oposición al populismo hoy tan de moda- generalmente favorece no sólo el libre comercio y la libre movilidad de capitales, sino también el libre movimiento de trabajadores, como factores que propulsan el desarrollo de las naciones.

Soy, además, economista, y en las aulas y en los libros aprendí que los flujos de migrantes (especialmente si son legales) resultan muy beneficiosos para la economía de los países recipiendarios. Los migrantes calificados llevan consigo conocimientos y pericias que generan empleo y riqueza. Los migrantes no calificados también contribuyen a la economía del país receptor al desempeñar labores que los locales no pueden o no quieren realizar. Sin migrantes, las economías de los países industrializados (aquejadas por el decrecimiento o el envejecimiento poblacional) habrían dejado de crecer.

Por todo ello, me llena de desconsuelo la ola de sentimientos anti-inmigración que se expande por el mundo. Me preocupa más aún que esos sentimientos incluyan el rechazo a los refugiados de guerra que solo buscan un lugar de amparo para sobrevivir y reconstruir su existencia. Y es triste que esto esté ocurriendo en países compuestos principalmente por inmigrantes (como Australia, Nueva Zelandia o los Estados Unidos de América) que parecen sufrir ahora de una “fatiga de compasión” hacia los migrantes.

Es cierto que las migraciones masivas y crecientemente ilegales requieren de ciertas regulaciones y de un tratamiento cuidadoso. Pero los temores respecto de que los migrantes roban los puestos de empleo a los trabajadores nativos, o que solo llegan a aprovecharse de los beneficios sociales del país anfitrión, o que son el germen de los movimientos terroristas, son todos temores infundados o, al menos, evidentemente exagerados.

La realidad histórica es que las migraciones han sido beneficiosas, aunque hay que reconocer que rara vez han sido populares. Por eso corresponde contrarrestar las preocupaciones y recelos que las migraciones despiertan con argumentos científicos y, sobre todo, con políticas públicas adecuadas para demostrar y potenciar los efectos positivos de las migraciones. Ello debe hacerse tanto a nivel multilateral (como el Pacto Mundial para una Migración Segura que se discute en la ONU), como a nivel de políticas domésticas bien diseñadas (como la ejemplar política migratoria de Canadá).

Guatemala también debe tener una política migratoria bien estructurada y de doble vía, que no solo defienda internacionalmente el derecho de los guatemaltecos de emigrar, sino que acoja sistemática y ordenadamente a quienes buscan nuestro país como destino. Los movimientos migratorios son inevitables y, si son ordenados y bien administrados, siempre son beneficiosos. No debemos cansarnos de afirmarlo en medio de esta ola de nacionalismos y aislacionismos que amenazan el progreso de las naciones y la paz mundial.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...