Los cambios tecnológicos generan, en el largo plazo, mayor productividad y, por ende, mayor bienestar y progreso. Pero en el corto plazo implican que los métodos tradicionales de producir sufran una irremisible pérdida de mercado hasta su eventual desaparición. Eso parece que está empezando a ocurrir con los taxis, ante la llegada al mercado de Úber.
El jueves pasado se produjo en esta ciudad una
manifestación de cientos de taxistas que, además de protestar ante el clima de
violencia (asaltos y extorsiones), se quejaba de una nueva amenaza a su
negocio: la incursión de Úber, un nuevo competidor no regulado. Este tipo de
protestas se ha repetido en muchas otras ciudades del mundo cada vez que Úber
empieza a operar y a quitarle negocios a una industria (la de taxis) que, sea
por un sistema de permisos u otras regulaciones, suele presentar barreras de
entrada a nuevos competidores.
Úber, con sede en California, existe desde 2009 pero
empezó a operar en Guatemala hace apenas unos meses con una oferta de
transporte más barato y seguro que el de los taxis. Mientras que para tomar un
taxi rotativo hay que esperar a que se
aparezca alguno en la calle, darle direcciones –y hasta orientar- al taxista,
tener efectivo para pagar, y rezar para que el taxista sea honesto, en el caso
de Úber el pasajero contacta y paga el viaje mediante una aplicación en el
teléfono celular que le informa cuándo el vehículo (previamente calificado por
la empresa, al igual que el chofer) llegará a recogerlo al lugar convenido, y alimenta
el software del chofer con la información hasta guiarlo al destino final. El
servicio ofrece mayor conveniencia y seguridad que un taxi, casi siempre a un
menor costo.
Úber es más una empresa de intermediación con
tecnología que una de transporte, pues su rol consiste en poner en contacto a
un demandante de transporte, con un oferente que utiliza su propio vehículo
para satisfacer dicha demanda. Hoy opera en más de 425 ciudades en 72 países, habiendo
generado ingresos en 2016 por más de US$4 millardos, el doble que el año previo.
Su éxito se debe no solo a la innovación y la tecnología, sino también a su actitud
agresiva, tanto frente al mercado, como ante las autoridades y las regulaciones,
a veces inexistentes en países como el nuestro que tardan en adaptarse al
cambio tecnológico.
La innovación, aunque indispensable para el progreso,
inevitablemente ocasiona víctimas en un proceso que el economista Joseph
Schumpeter llamó “destrucción creadora”: el crecimiento económico depende de
los emprendedores que desarrollan ideas de negocio innovadoras (como la de
Úber) que llevan a las industrias antiguas (como la de taxis) a la
obsolescencia. Eso ocurre permanentemente como, por ejemplo, sucedió hace cien
años cuando el teléfono fue dejando sin empleo a los telegrafistas.
Úber sigue innovando agresivamente (ha empezado a
incursionar en logística y en nuevas tecnologías, como la de vehículos sin piloto) con vistas a
hacer del servicio de transporte de personas algo tan barato y conveniente que
sea incluso preferible a tener un carro propio. Pero la empresa también tiene
vulnerabilidades, como la incertidumbre ante nuevas regulaciones, su sistema de
precios variables (sus tarifas varían según la hora y la disponibilidad de
vehículos), o el surgimiento de competidores basados en la tecnología (que ya
operan alrededor del mundo y están empezando a hacerlo en Guatemala) que
podrían obstaculizar su crecimiento.
En todo caso, los taxistas no deben culpar a Úber por
su pérdida de participación en el mercado. Lo mismo está empezando a ocurrirle
a la industria hotelera –que enfrenta la competencia de intermediarios
tecnológicos como Airbnb-, o a las aerolíneas –versus las compañías de bajo
costo-. Siempre que los nuevos emprendimientos ofrezcan a los clientes un producto
más conveniente y barato, las fuerzas de la destrucción creadora seguirán actuando,
aunque ello signifique que quienes no logren adaptarse queden irremediablemente
tendidos en el camino.