El esfuerzo de reforma debería articularse en torno a la solución de las tres debilidades estructurales de nuestro sistema.
El Tribunal Supremo Electoral –TSE-, pese a la enorme
pérdida de credibilidad sufrida durante el recién concluido proceso electoral,
está obligado por ley a emprender un proceso de reforma del sistema electoral y
de partidos políticos y, para el efecto, ha convocado a un diálogo a la
sociedad civil y los propios partidos. Debemos aspirar a que esta vez la
reforma electoral no sea un esfuerzo fútil y frustrado como el de 2016. Aquella
reforma fue una desordenada colección de ocurrencias, parches y cambios
aislados que careció de un hilo conductor que la estructurara.
El resultado fue una ley reformada plagada de lagunas,
de ambigüedades y de disposiciones arbitrarias o inaplicables sobre temas tan
cruciales como en qué consiste la campaña electoral, cómo se define y limita la
propaganda, cómo se efectúan y registra los aportes ciudadanos (financieros y
en especie) a los partidos políticos, cómo y quién regula la inscripción de
candidatos, y un largo etcétera. El accidentado proceso electoral –que solo por
una gran dosis de fortuna concluyó sin mayores contratiempos- puso en evidencia
la enorme debilidad funcional del TSE y la necesidad no solo de corregir las
evidentes falencias de la reforma de 2016, sino de aprovechar esta nueva
oportunidad para reformar integralmente el sistema.
Para no repetir los errores del proceso anterior, el
esfuerzo de reforma debería articularse en torno a la solución de las tres
debilidades estructurales de nuestro sistema. La primera, su falta de
legitimidad y excesivos obstáculos para participar (según diversas encuestas, el
Congreso de la República y los partidos políticos son las instituciones que
menos confianza generan en la población). La segunda, su falta de
representatividad, con un electorado que abiertamente manifiesta no sentirse
identificado con (y hasta ignorar quiénes son) sus representantes. Y la
tercera, la debilidad institucional, con un TSE cada día menos supremo y con
complejas responsabilidades a enfrentar con escasos recursos e inadecuados
procedimientos (incluso para elegir a los magistrados).
Los méritos de cualquier propuesta de cambio a la Ley
Electoral deberían evaluarse en función de cuánto contribuyan a solucionar esas
tres debilidades. Esto es válido tanto para las propuestas que surjan con el
fin de corregir los múltiples desatinos de la reforma de 2016, como para aquellas
propuestas orientadas a reformar más integralmente el sistema electoral y de
partidos políticos, incluyendo aquellas que favorezcan la participación de
nuevos y diversos movimientos políticos (lo cual acrecentaría la legitimidad
del sistema), que permitan elegir directamente y por nombre –no por listado- a
los diputados (lo que mejoraría la representatividad) y que modernicen los
procesos de elección y de gobernanza de los magistrados del TSE (lo que
fortalecería la institucionalidad).
Lo ideal sería que el proceso de reformas no lo
coordinara un TSE tan débil y deslegitimado como el actual pero, por mandato
legal, no queda más remedio que empezar el proceso de discusión bajo su guía.
Ojalá que los nuevos magistrados que han de ser electos el próximo año puedan
culminar el proceso ejerciendo un liderazgo más estratégico, visionario y
efectivo que evite que esta nueva oportunidad de hacer una reforma integral sea,
otra vez, una oportunidad desperdiciada.