La profunda desconfianza, el "sospechosismo" sobre la "agenda oculta" del otro, el recelo respecto de la ideología contraria, nos están llevando a una situación de polarización y maniqueísmo que no solo impide el avance de las reformas que el país necesita, sino que impone costos enormes sobre la vida económica, política y social del país
Uno de los más pesados lastres que impiden que en
Guatemala avancen las acciones, políticas y actividades cotidianas necesarias
para el progreso del país es la profunda desconfianza que impera tanto en las
relaciones entre unos y otros, como en las actitudes frente a las autoridades y
a las instituciones.
La más reciente
encuesta de Latinobarómetro revela que la sociedad guatemalteca manifiesta una
severa falta de confianza: somos el país con porcentaje más bajo (31% de los
encuestados, en comparación con el 54% regional) que confían en la democracia
como sistema de gobierno; sólo el 20% de guatemaltecos cree que se puede
confiar en la mayoría de las personas; muy pocos (34%) le confieren alguna
credibilidad a la política y a los políticos; sólo el 15% (versus el 24% de los
latinoamericanos) cree que el país está progresando. No sorprende, entonces,
que seamos el país donde el mayor porcentaje de ciudadanos encuentra
justificada la evasión de impuestos. La desconfianza generalizada en las
autoridades se confirma en otras encuestas de opinión ciudadana que ubican a
los partidos políticos, los sindicatos, el Congreso, el Gobierno Central y el
Organismo Judicial como las instituciones menos confiables del país.
La extrema
ineficiencia de los tres poderes del Estado, manifestada en la omnipresencia de
la corrupción, y provocada fundamentalmente por un sistema político conformado
ex profeso para esquilmar el erario público, explica y justifica las actitudes prevalecientes
de desconfianza. Esta se manifiesta, por un lado, en un sospechosismo -como dicen los mexicanos- y un recelo
automático respecto de las intenciones que pueda haber detrás de cualquier
propuesta que se plantee y, por otro, en una tendencia automática a encasillar
(y generalizar) ideológicamente a quien se atreva a hacer propuestas.
Lo anterior está
derivando en una peligrosa polarización de opiniones y posiciones en la
dinámica pública del país. Ello se ha visto claramente, por ejemplo, en la
reciente discusión de las reformas constitucionales al sector justicia: o se
está en el bando que las apoya ciegamente, o en el que las adversa férreamente.
Cualquier posición intermedia que reconozca que dicha propuesta de reformas
tiene virtudes que deben preservarse, pero también defectos que deben
corregirse, es vista, por un bando, como una actitud de obstaculización al
progreso de país y, por el otro, como una traición a la sagrada soberanía
nacional.