Hay motivos para estar satisfechos con la
estabilidad, pero también para estar desencantados con el lento crecimiento de la
economía y con los indicadores de desigualdad que amenazan permanentemente la paz social. Para reducir la desigualdad social sin
perjudicar el crecimiento económico es imprescindible aumentar la productividad, y para lograrlo no hace falta reinventar la política macroeconómica ni desenterrar difuntas políticas industriales.
Hace unas semanas tuvo lugar en un hotel capitalino el
foro “Acelerando el Crecimiento de Guatemala”, organizado por el Banco Mundial,
The Growth Dialogue, la Segeplan y el Ministerio de Finanzas, donde varios
expertos nacionales y extranjeros expusieron diversos diagnósticos y propuestas
relacionadas con el objetivo de aumentar la velocidad a la que crece la
economía guatemalteca. La razón de este tipo de foros es evidente: la
producción nacional ha crecido, durante décadas, a una velocidad que –ya sea en
comparación a otros países de similares características al nuestro, o en
relación con la necesidad urgente de reducir los elevados índices de pobreza-
resulta claramente insatisfactoria.
Dicho esto, sin embargo, no deja de preocupar el tono
con el que algunos de los participantes se expresaron respecto de la
estabilidad económica que el país ha logrado mantener en los últimos lustros.
Sin dejar de reconocer que tal estabilidad existe, parecieron –erróneamente- achacar
a ésta la responsabilidad de que la producción nacional no crezca más
aceleradamente, cuando lo correcto hubiese sido reconocer que, si la economía
del país ha tenido un ritmo de crecimiento muy lento, ello ha ocurrido a pesar
de (y no a causa de) las innegables condiciones de estabilidad existentes.
Si la economía guatemalteca logró capear el temporal
de la crisis financiera mundial de 2008-2009 con muchos menos daños que la
mayoría de países en la región y fuera de ella, se debió en buena medida a la
presencia de políticas e instituciones favorables a la estabilidad: una
política fiscal prudente (con déficits relativamente bajos), un tipo de cambio
relativamente flexible, una política de metas de inflación conducida por un
banco central autónomo, y una fiscalización del sistema bancario en continua
modernización. Lejos de despreciar esos factores, hay que preservarlos y
fortalecerlos. Las razones del mediocre crecimiento económico son otras y
tienen raíces profundas.
El nacimiento del Estado guatemalteco, desde la
Independencia hasta la Reforma Liberal, fue demasiado precario y políticamente
inestable como para generar instituciones funcionales. Desde que existen
registros de la actividad económica en Guatemala, las cifras han escrito una
historia de desencantos regada con esporádicos periodos de optimismo exagerado;
los auges del café, del algodón, del azúcar o de las “industrias de la Integración
Centroamericana” no han sido suficientes –en magnitud o en duración- para poner
al país en una senda de crecimiento sostenido. Lo peor es que, al mismo tiempo
que el PIB guatemalteco ha avanzado a paso lento, otros países, tanto de
Latinoamérica como, especialmente, de Asia, han crecido a ritmos mucho más
acelerados, haciendo cada vez más grande la brecha entre sus niveles de
desarrollo y el nuestro.
Las causas de este magro desempeño pueden ser objeto
de debate en el campo ideológico: que si el legado cultural del colonialismo
español, o que si la explotación despiadada de las transnacionales
estadounidenses. Pero los estudios académicos serios apuntan el dedo acusador
hacia la debilidad de las instituciones, la inestabilidad política, las malas decisiones
de política económica (proteccionismo y cortoplacismo), la ausencia del Estado
de derecho y –se menciona cada vez con más frecuencia- las extremas y
persistentes desigualdades sociales.
Esos factores, además de la debilidad de la economía mundial, continúan
influyendo en las condiciones que actualmente impiden un mejor desempeño
económico del país, entre las que sobresalen tres aspectos. Primero, el crimen
y violencia generalizados que (aunado a la falta de certeza jurídica en materia
civil, mercantil y penal) crean un insoportable clima de inseguridad. Segundo,
los indicadores de persistente pobreza y de insidiosa desigualdad (que se
cuentan entre los más altos del mundo), que frenan el crecimiento y dificultan
la gobernabilidad. Tercero, la baja productividad y su lentísimo crecimiento,
que refleja la ineficiencia relativa de la economía informal donde se ocupa la
mitad de la población, y que no permite cerrar la brecha que nos separa de los
países más avanzados. Lejos de querer “revisar” las políticas de
estabilización, las políticas del Estado deben enfocarse en priorizar estos
tres aspectos.
Hoy en día el 54% de los guatemaltecos son pobres. Si
la economía sigue creciendo al mediocre ritmo actual (3% anual), tardaremos más
de 50 años en reducir el porcentaje de pobres al 33%. Si quisiéramos hacerlo en
40 años, la producción nacional debería crecer un 6% en cada año de la próxima
década. Para lograr ese ritmo de crecimiento hace falta mucho más que buenas
intenciones. Entre las condiciones que dificultan alcanzar crecimientos más
acelerados hemos mencionado tres fundamentales: seguridad, pobreza-desigualdad,
y productividad.
La inseguridad (todas las encuestas lo confirman) es
el problema más sentido de la población en la actualidad: los robos de celular,
las extorsiones a pequeños negocios y los secuestros express. El crimen organizado se aprovecha de la ausencia de estado
de derecho, convirtiendo un problema policiaco en uno de seguridad nacional que
impide el desarrollo y ahuyenta la inversión.
Para mejorar la seguridad pública sería esencial
lograr avances concretos en materia de reestructuración de la Policía Nacional
Civil y de las cortes de justicia. Asimismo, como en otros países, intervenciones
específicas para atender las áreas marginales (con alumbrado público, acceso a
las escuelas, actividades culturales y capacitación técnica a los jóvenes).
Pero también un aumento en el crecimiento económico y en igualdad social
contribuirían grandemente a mejorar la seguridad.
Aunque la sociedad guatemalteca está cambiando –merced
a la urbanización, la globalización y las aún débiles instituciones
democráticas -, aún continúa siendo una de las sociedades más desiguales del
mundo. La desigualdad extrema es causa de muchos problemas, más allá de los morales,
pues favorece la criminalidad,
ingobernabilidad, ineficiencia económica y rencor social que perjudican el sano
desempeño de la economía.
Algunos en la cúspide de la pirámide social pueden no
creer que la desigualdad sea un problema en sí misma; pero incluso a ellos les
interesa reducirla porque, si sigue aumentando, las fuerzas sociales radicales pueden
precipitar un resultado político que no es bueno para nadie: el populismo
chavista está siempre a la orden del día.
Un gasto público más eficiente y mejor focalizado es
clave para reducir la desigualdad: los programas sociales bien diseñados (como
las transferencias condicionadas de efectivo) pueden hacer una gran diferencia
auxiliando a los más pobres y propiciando una mayor asistencia a la escuela (y
una fuerza laboral más educada puede obtener mejores ingresos). Otra prioridad
debe ser un ataque frontal a los privilegios y los intereses creados que se
manifiestan en las prácticas corruptas de los negocios con el Estado. También extender
el acceso a la seguridad social (servicios de salud y de pensiones) contribuye
a mitigar la desigualdad, así como el mantenimiento de la estabilidad
macroeconómica (pues la inflación erosiona principalmente el ingreso de los más
pobres).
Para mitigar la desigualdad sin perjudicar el
crecimiento económico es menester revertir la históricamente baja productividad
de la economía guatemalteca, enfrentando sus causas estructurales: informalidad
económica (más de la mitad de los trabajadores está sub-empleado), escasa
infraestructura (la inversión en infraestructura es menor al 3% del PIB),
regulaciones inadecuadas, insuficiente competencia (y, por ende, poca
innovación) y poco acceso al crédito (el crédito bancario equivale al 25% del
PIB, la mitad que en Costa Rica). Además, la atención al capital humano necesario
para la productividad es extremadamente precaria. El Estado debe, pues,
propiciar la inversión que se requiere para mejorar el capital humano (salud,
nutrición y educación), físico (infraestructura) y social (imperio de la ley e
instituciones eficientes), aumentando el gasto público y favoreciendo las
condiciones para promover inversiones privadas.
Pero para ello hay que reconocer que los ingresos fiscales en Guatemala
son claramente insuficientes (e ineficiente y corruptamente utilizados) para
financiar un estado moderno que sea capaz de proveer a sus ciudadanos de los
servicios básicos. Para lograr todo lo anterior no hace falta reinventar la
política macroeconómica ni desenterrar difuntas políticas industriales, sino priorizar los aspectos esenciales (arriba
esbozados) en los que deben enfocarse las políticas públicas.