viernes, 22 de febrero de 2013

Depurando la Interpelación


Un paso concreto para robustecer la institucionalidad del Legislativo es el rescate y fortalecimiento de la interpelación
La palabra “depuración” se asomó la semana pasada como un fantasma sobre los pasillos del Congreso de la República. Más de algún diputado incluso la mencionó, quizá en tono de amenaza, quizá en tono de esperanza. En todo caso, la aparición del tema no es buena para el país, ni para la democracia o sus instituciones, ya que no es posible “depurar” el Congreso sin violar la ley y romper el orden constitucional.
El solo hecho de que personas inteligentes y con buenas credenciales democráticas lleguen siquiera a considerar semejante solución para resolver los problemas institucionales del Legislativo no solo es indicativo de cierto grado de inconciencia respecto de la importancia de la división de poderes en una República, sino que, más grave aún, es una señal de desesperación, frustración y desencanto con las instituciones democráticas, que en nada contribuye a generar un clima favorable al desarrollo ordenado de la vida política, económica y social del país.
Antes de pensar en soluciones desesperadas convendría recordar en todo momento que el Estado guatemalteco se organiza bajo un régimen republicano en procura de lograr el bien común y la prosperidad para todos. La República se fundamenta en el imperio de la ley y la igualdad ante la ley como la forma de frenar los posibles abusos de los poderosos, de los gobernantes y de las mayorías, a fin de proteger los derechos fundamentales y las libertades ciudadanas. En ese sentido, un pilar fundamental de la República es la división de poderes y su control recíproco, razón por la cual un Organismo Legislativo disfuncional e ineficiente se convierte en un obstáculo a la realización del régimen republicano. Lejos de buscar eliminar el Congreso, el logro del bien común y de la prosperidad de los guatemaltecos como fin supremo de la República, requiere que el Legislativo sea fortalecido como institución clave en el sistema de pesos y contrapesos del Estado.
Una de las razones principales que han exacerbado el desencanto ciudadano con el Congreso es el abuso y desnaturalización que ha sufrido en los últimos años la figura de la interpelación; por lo tanto, un paso urgente para robustecer la institucionalidad del Legislativo debería ser el rescate, depuración y fortalecimiento del proceso de interpelación de los ministros de Estado. La interpelación es, en esencia, una herramienta noble, consagrada en la Constitución, que permite al poder legislativo interrogar a un miembro del Gabinete de gobierno acerca de un tema específico, con el fin de evidenciar la eventual responsabilidad política de dicho funcionario en un tema determinado. En un país con régimen presidencial como el nuestro, la interpelación debería ser un mecanismo excepcional, por lo que debería estar regulada de manera especial, con amplias facultades que permitan a los diputados ejercer un contrapeso contra la autoridad presidencial mediante un juicio político, pero con limitaciones para que no se preste a abusos (como los ocurridos en el Congreso guatemalteco) que llegan a desnaturalizar y debilitar la propia figura de la interpelación.
Por todo lo anterior, y para detener cuanto antes la caída en picada de la imagen del Congreso ante la ciudadanía, es preciso que se aprueben las necesarias reformas a la Ley Orgánica del Legislativo para rescatar, mediante su adecuada regulación, la herramienta de la interpelación. Los ajustes legales que deben realizarse no son para nada complejos, y deben enfocarse en evitar que el sagrado derecho de los diputados a interpelar a un ministro no sea utilizado como un arma política para entorpecer el avance de la agenda y del debate parlamentarios. Se trata, por un lado, de permitir que las etapas de preguntas básicas y adicionales durante las interpelaciones puedan desarrollarse con la figura de quorum reducido (prevista en  el artículo 70 de la ley). Y, por otro lado, de permitir que las interpelaciones se realicen un día específico a la semana, dejando otro día de sesiones reservado a los asuntos ordinarios del debate legislativo (modificando el artículo 142). Si los diputados quieren empezar a revertir las críticas y rumores en contra del Congreso, bien pueden empezar por apartar un espacio en sus ocupadas agendas para hacer estas necesarias reformas a la Ley Orgánica del Legislativo.

sábado, 16 de febrero de 2013

La Elusiva Justicia Social


Se plantea la cuestión filosófico-moral de si el Estado tiene el derecho de distribuir el ingreso
La mayoría de personas de buena voluntad coincidirán en que la justicia social es algo bueno para el país y, por lo tanto, algo que los gobiernos deben procurar. Para un país como Guatemala, con indicadores de bienestar tan precarios, el tema es de gran importancia a nivel nacional y externo, tal como lo evidencia la reciente visita del Ministro de Cooperación Internacional de Noruega, que vino a predicarnos el ejemplo nórdico de igualdad social.
El problema es que el concepto de justicia social es demasiado vago y puede convertirse fácilmente en una potente arma retórica. A menos que se especifique con precisión qué significa justicia social, ésta no puede servir de base para hacer políticas públicas. Y tratar de ser específico es este tema no es nada fácil.
Por ejemplo, Rosa y Juana se esfuerzan por igual en su trabajo pero Juana, por ser más inteligente, tiene mayor productividad; ¿sería, entonces, injusto que ella ganara más que Rosa? O si Rosa y Juana fueran igual de inteligentes, ¿debería José ganar menos que ellas porque, en vez de heredar genes superiores, heredó la ferretería de su papá? O el caso de Pepe –ingeniero en sistemas- y Antonio –novelista-, que trabajan ambos con gran pasión diez horas diarias, en un ambiente donde escasean tanto los buenos ingenieros como los buenos novelistas, pero donde la demanda por los primeros es muchísimo mayor, ¿deberían ambos ganara lo mismo?. 
Otra dificultad práctica para lograr la justicia social tiene que ver con el hecho de que si se eliminara totalmente –o se redujera significativamente- cualquier diferencia en los ingresos, se podrían reducir los incentivos para esforzarse en el trabajo cotidiano y generar una mala asignación de recursos (por ejemplo, muy pocos ingenieros y demasiados novelistas), así como una posible reducción del nivel de ahorro y de la disposición a asumir riesgos, por lo que habría que evaluar cuidadosamente cuánta productividad merece sacrificarse en aras de lograr una mayor igualdad.
Incluso si hubiera consenso respecto a sacrificar la eficiencia en aras de la igualdad, habría que decidir si sería justa una política de quitar sus propiedades a los ricos para dárselas a los pobres. Eso plantea la cuestión filosófico-moral de si el Estado tiene el derecho de distribuir el ingreso y la riqueza. En un extremo estarán quienes sostienen que toda la riqueza pertenece a la sociedad, quien puede luego asignarla a los individuos; y, en el otro, estarán quienes defienden que la riqueza pertenece al individuo que la produce, quien puede luego decidir si destina algo de ella al Estado para financiar los servicios públicos necesarios. En medio de estos extremos podrá haber muchos matices de opinión, pues algunos pensarán que el ingreso que cada quien gana pertenece a ese individuo, pero también que la sociedad contribuye a que dicho individuo obtenga ese ingreso, por lo que la sociedad podría legítimamente reclamar para sí una parte, amén de que permitir que los conciudadanos sufran de extrema pobreza es moralmente inadmisible y que –siendo insuficiente la caridad privada- el Estdo está obligado moralmente a redistribuir parte del ingreso.
Es evidente, pues, que las decisiones de política en materia de justicia social son sumamente complejas y que el concepto mismo de justicia social no significa lo mismo para todo el mundo. Pero ello no significa que haya que descartarla como objetivo. La manera más segura de procurar la elusiva justicia social es mediante la igualdad de oportunidades (“nivelar el campo de juego”, como dicen los gringos), para que a partir de un punto de partida común, con el ejercicio de las libertades individuales, puedan haber puntos de llegada diferenciados de acuerdo con los méritos y capacidades de cada quien, adoptando como objetivos la búsqueda de la competencia en el mercado, las reformas institucionales y un sistema basado en la meritocracia.
Estos temas son básicos para un debate serio y constructivo. Así como no sería correcto decir que la desigualdad social no tiene ningún efecto en la gobernabilidad ni en el desempeño de la economía, tampoco lo sería decir que la economía de libre mercado es una condena a la desigualdad social cuando, por el contrario, puede ser una herramienta efectiva para combatir la pobreza.

sábado, 9 de febrero de 2013

Guatemala: Frustración Económica


Hay motivos para estar satisfechos con la estabilidad, pero también para estar desencantados con el lento crecimiento de la economía y con los indicadores de desigualdad que amenazan permanentemente la paz social. Para reducir la desigualdad social sin perjudicar el crecimiento económico es imprescindible aumentar la productividad, y para lograrlo no hace falta reinventar la política macroeconómica ni desenterrar difuntas políticas industriales. 
Hace unas semanas tuvo lugar en un hotel capitalino el foro “Acelerando el Crecimiento de Guatemala”, organizado por el Banco Mundial, The Growth Dialogue, la Segeplan y el Ministerio de Finanzas, donde varios expertos nacionales y extranjeros expusieron diversos diagnósticos y propuestas relacionadas con el objetivo de aumentar la velocidad a la que crece la economía guatemalteca. La razón de este tipo de foros es evidente: la producción nacional ha crecido, durante décadas, a una velocidad que –ya sea en comparación a otros países de similares características al nuestro, o en relación con la necesidad urgente de reducir los elevados índices de pobreza- resulta claramente insatisfactoria.
Dicho esto, sin embargo, no deja de preocupar el tono con el que algunos de los participantes se expresaron respecto de la estabilidad económica que el país ha logrado mantener en los últimos lustros. Sin dejar de reconocer que tal estabilidad existe, parecieron –erróneamente- achacar a ésta la responsabilidad de que la producción nacional no crezca más aceleradamente, cuando lo correcto hubiese sido reconocer que, si la economía del país ha tenido un ritmo de crecimiento muy lento, ello ha ocurrido a pesar de (y no a causa de) las innegables condiciones de estabilidad existentes.
Si la economía guatemalteca logró capear el temporal de la crisis financiera mundial de 2008-2009 con muchos menos daños que la mayoría de países en la región y fuera de ella, se debió en buena medida a la presencia de políticas e instituciones favorables a la estabilidad: una política fiscal prudente (con déficits relativamente bajos), un tipo de cambio relativamente flexible, una política de metas de inflación conducida por un banco central autónomo, y una fiscalización del sistema bancario en continua modernización. Lejos de despreciar esos factores, hay que preservarlos y fortalecerlos. Las razones del mediocre crecimiento económico son otras y tienen raíces profundas.
El nacimiento del Estado guatemalteco, desde la Independencia hasta la Reforma Liberal, fue demasiado precario y políticamente inestable como para generar instituciones funcionales. Desde que existen registros de la actividad económica en Guatemala, las cifras han escrito una historia de desencantos regada con esporádicos periodos de optimismo exagerado; los auges del café, del algodón, del azúcar o de las “industrias de la Integración Centroamericana” no han sido suficientes –en magnitud o en duración- para poner al país en una senda de crecimiento sostenido. Lo peor es que, al mismo tiempo que el PIB guatemalteco ha avanzado a paso lento, otros países, tanto de Latinoamérica como, especialmente, de Asia, han crecido a ritmos mucho más acelerados, haciendo cada vez más grande la brecha entre sus niveles de desarrollo y el nuestro.
Las causas de este magro desempeño pueden ser objeto de debate en el campo ideológico: que si el legado cultural del colonialismo español, o que si la explotación despiadada de las transnacionales estadounidenses. Pero los estudios académicos serios apuntan el dedo acusador hacia la debilidad de las instituciones, la inestabilidad política, las malas decisiones de política económica (proteccionismo y cortoplacismo), la ausencia del Estado de derecho y –se menciona cada vez con más frecuencia- las extremas y persistentes desigualdades sociales.
Esos factores, además de la debilidad de la economía mundial, continúan influyendo en las condiciones que actualmente impiden un mejor desempeño económico del país, entre las que sobresalen tres aspectos. Primero, el crimen y violencia generalizados que (aunado a la falta de certeza jurídica en materia civil, mercantil y penal) crean un insoportable clima de inseguridad. Segundo, los indicadores de persistente pobreza y de insidiosa desigualdad (que se cuentan entre los más altos del mundo), que frenan el crecimiento y dificultan la gobernabilidad. Tercero, la baja productividad y su lentísimo crecimiento, que refleja la ineficiencia relativa de la economía informal donde se ocupa la mitad de la población, y que no permite cerrar la brecha que nos separa de los países más avanzados. Lejos de querer “revisar” las políticas de estabilización, las políticas del Estado deben enfocarse en priorizar estos tres aspectos.

Hoy en día el 54% de los guatemaltecos son pobres. Si la economía sigue creciendo al mediocre ritmo actual (3% anual), tardaremos más de 50 años en reducir el porcentaje de pobres al 33%. Si quisiéramos hacerlo en 40 años, la producción nacional debería crecer un 6% en cada año de la próxima década. Para lograr ese ritmo de crecimiento hace falta mucho más que buenas intenciones. Entre las condiciones que dificultan alcanzar crecimientos más acelerados hemos mencionado tres fundamentales: seguridad, pobreza-desigualdad, y productividad.
La inseguridad (todas las encuestas lo confirman) es el problema más sentido de la población en la actualidad: los robos de celular, las extorsiones a pequeños negocios y los secuestros express. El crimen organizado se aprovecha de la ausencia de estado de derecho, convirtiendo un problema policiaco en uno de seguridad nacional que impide el desarrollo y ahuyenta la inversión.
Para mejorar la seguridad pública sería esencial lograr avances concretos en materia de reestructuración de la Policía Nacional Civil y de las cortes de justicia. Asimismo, como en otros países, intervenciones específicas para atender las áreas marginales (con alumbrado público, acceso a las escuelas, actividades culturales y capacitación técnica a los jóvenes). Pero también un aumento en el crecimiento económico y en igualdad social contribuirían grandemente a mejorar la seguridad.
Aunque la sociedad guatemalteca está cambiando –merced a la urbanización, la globalización y las aún débiles instituciones democráticas -, aún continúa siendo una de las sociedades más desiguales del mundo. La desigualdad extrema es causa de muchos problemas, más allá de los morales, pues favorece  la criminalidad, ingobernabilidad, ineficiencia económica y rencor social que perjudican el sano desempeño de la economía.
Algunos en la cúspide de la pirámide social pueden no creer que la desigualdad sea un problema en sí misma; pero incluso a ellos les interesa reducirla porque, si sigue aumentando, las fuerzas sociales radicales pueden precipitar un resultado político que no es bueno para nadie: el populismo chavista está siempre a la orden del día.
Un gasto público más eficiente y mejor focalizado es clave para reducir la desigualdad: los programas sociales bien diseñados (como las transferencias condicionadas de efectivo) pueden hacer una gran diferencia auxiliando a los más pobres y propiciando una mayor asistencia a la escuela (y una fuerza laboral más educada puede obtener mejores ingresos). Otra prioridad debe ser un ataque frontal a los privilegios y los intereses creados que se manifiestan en las prácticas corruptas de los negocios con el Estado. También extender el acceso a la seguridad social (servicios de salud y de pensiones) contribuye a mitigar la desigualdad, así como el mantenimiento de la estabilidad macroeconómica (pues la inflación erosiona principalmente el ingreso de los más pobres).
Para mitigar la desigualdad sin perjudicar el crecimiento económico es menester revertir la históricamente baja productividad de la economía guatemalteca, enfrentando sus causas estructurales: informalidad económica (más de la mitad de los trabajadores está sub-empleado), escasa infraestructura (la inversión en infraestructura es menor al 3% del PIB), regulaciones inadecuadas, insuficiente competencia (y, por ende, poca innovación) y poco acceso al crédito (el crédito bancario equivale al 25% del PIB, la mitad que en Costa Rica). Además, la atención al capital humano necesario para la productividad es extremadamente precaria. El Estado debe, pues, propiciar la inversión que se requiere para mejorar el capital humano (salud, nutrición y educación), físico (infraestructura) y social (imperio de la ley e instituciones eficientes), aumentando el gasto público y favoreciendo las condiciones para promover inversiones privadas.
Pero para ello hay que reconocer que los ingresos fiscales en Guatemala son claramente insuficientes (e ineficiente y corruptamente utilizados) para financiar un estado moderno que sea capaz de proveer a sus ciudadanos de los servicios básicos. Para lograr todo lo anterior no hace falta reinventar la política macroeconómica ni desenterrar difuntas políticas industriales, sino priorizar los aspectos esenciales (arriba esbozados) en los que deben enfocarse las políticas públicas.

viernes, 1 de febrero de 2013

Institucionalidad del Sector Público


El injustificable y burdo ataque que en estos días está sufriendo la autonomía del IGSS debe hacernos reflexionar sobre la importancia del fortalecimiento institucional. Dicho fortalecimiento no es tarea para líderes populistas, sino para estadistas que lo ven como un proceso esencial para el desarrollo del país, que demanda perseverancia y visión de largo plazo
Para que un país se desarrolle se necesitan tanto políticas públicas duraderas y eficaces, como un aumento sostenido de la inversión en infraestructura, equipo y capital humano. Pero, además, también se necesitan instituciones capaces de llevar a cabo tales políticas e inversiones. Douglas North (historiador económico y Premio Nobel) es una de las muchas mentes ilustres que han subrayado que, a lo largo de la historia, las instituciones eficientes han sido un elemento fundamental en el desarrollo de las naciones y que, por ende, cualquier agenda de desarrollo debe contener acciones para construir y preservar la calidad de instituciones.
Éstas son la manifestación de una serie de reglas –leyes y normas-, así como de tradiciones y convenios sociales informales, de manera que las instituciones de un país son el producto de una compleja interacción de factores culturales, históricos, políticos y económicos que se van consolidando en el tiempo. En la práctica, estas manifestaciones pueden ser, por ejemplo, las normas mediante las cuales la sociedad vela por los derechos básicos (incluyendo el derecho a la propiedad); la calidad del servicio civil; el combate a la corrupción; la rendición de cuentas por parte de las entidades y funcionarios públicos; la sucesión democrática de las autoridades civiles; el imperio de la ley y el orden; la justicia independiente, pronta y cumplida; y la regulación objetiva de las relaciones económicas y sociales.
Diversos estudios científicos han puesto de manifiesto la importancia de ciertas instituciones primordiales para que las políticas y la inversión en capital físico y humano sean exitosas. Incluso existen investigaciones que indican que el crecimiento económico puede mejorarse significativamente a través del fortalecimiento institucional (que, a su vez, se traduce en mayor productividad) en áreas tales como la efectividad administrativa gubernamental, el control de la corrupción, la seguridad pública, la disminución de los costos regulatorios, la democracia, la rendición de cuentas de las entidades públicas, y la implantación del imperio de la ley.
Hace un par de años se publicó un estudio según el cual, si un país como Guatemala lograra elevar el funcionamiento de tales instituciones a niveles similares a los de Chile, ello representaría para el país un aumento en el ritmo de crecimiento económico de alrededor de 3 puntos porcentuales cada año.
Por lo tanto, el gobierno debe dar prioridad al fortalecimiento de aquellas instituciones que contribuyen crucialmente a la eficiencia del sistema económico y social, las cuales podemos clasificar en cuatro grupos: (i) las instituciones que contribuyen a crear y desarrollar los mercados, tales como las (leyes y entidades) que regulan los derechos de propiedad y el cumplimiento de contratos; (ii) las instituciones que se encargan de regular los mercados, tales como las agencias reguladoras gubernamentales (tipo las superintendencias o la Contraloría de Cuentas); (iii) las instituciones que buscan estabilizar los mercados, entre las que destacan las entidades de estabilización macroeconómica (como el banco central y las normas fiscales o del presupuesto); y, (iv) las instituciones que dan legitimidad a los mercados, haciéndolos útiles y aceptables para todos los grupos de población (como el Seguro Social, o las estructuras para el manejo de conflictos).
En Guatemala, muchas de estas instituciones no son funcionales, sea porque se han construido de forma inadecuada o porque se han desnaturalizado con el transcurso del tiempo, por lo que resulta imprescindible y urgente reformarlas y fortalecerlas. Pero ello no puede hacerse de la noche a la mañana. Y como el fortalecimiento institucional es un proceso que demanda perseverancia y visión de largo plazo, hay acciones de corto plazo que deben estarse tomando permanentemente: por un lado, actualizar y mejorar el marco normativo para mejorar su efectividad (por ejemplo, mediante reformas a la ley de la Contraloría o la del Presupuesto) y, por otro, cumplir con el marco regulatorio de las entidades clave (respetando el marco legal para el nombramiento de los funcionarios y autoridades del IGSS o del Banguat, por ejemplo). Todo lo que se haga en contrario será en detrimento del desarrollo de largo plazo del país.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...