lunes, 29 de mayo de 2017

Un País Fragmentado

La sociedad guatemalteca está fragmentada en tribus -ideológicas, gremiales, económicas, intelectuales- que no se comunican entre sí. Quizá la única esperanza sean los jóvenes que (con menos taras del pasado) puedan estar en mejor disposición de dialogar y llegar a acuerdos mínimos sobre el país que anhelan

Existe la sensación de que Guatemala está polarizada; y, quizá en los ambientes de las élites urbanas, esa sea hoy la situación. Pero también parece que lo que mejor describe la actualidad política, económica y social del país es la fragmentación: un país dividido en grupos aislados unos de otros, en clanes que desconfían unos de los otros, en facciones verticalistas en las que los jefes prohíben a sus miembros comunicarse con los que piensan diferente y son considerados, por ello, rivales. Y cada grupo es reticente a colaborar con el rival en pro del bien común.

Están presentes muchos síntomas de una atomización tribal como lo atestiguan, por ejemplo, la proliferación en las ciudades de colonias cerradas, cuidadas por guardias fuertemente armados, incomunicadas del resto de la ciudad. O la búsqueda de atajos -aislados de lo que debería ser la dinámica social normal- para lograr la realización personal o la movilidad social (jóvenes que sólo ven su futuro viviendo en el exterior, o integrados en maras y grupos del crimen organizado).

La enorme debilidad institucional hace que existan muy pocas entidades que puedan considerarse legitimadas para tender puentes entre las distintas tribus. Tal debilidad y falta de legitimidad se ve en las organizaciones sindicales, cooperativas, indígenas, estudiantiles, que están atomizadas y débiles, sin mencionar el triste caso de los partidos políticos que deberían ser no solo el principal vínculo entre la ciudadanía y los poderes del Estado, sino también la principal vía para canalizar el diálogo y las aspiraciones de los distintos colectivos sociales que, cada día, se atomizan más en procura de sus reivindicaciones particulares, al tiempo que se vacían (de personas, de ideas y de liderazgo) los partidos políticos.

La consecuencia de lo anterior es una enorme escasez de capital social que resulta altamente perjudicial para el desarrollo del país, ya que la confianza mutua entre los miembros de la sociedad (confianza que genera redes y valores compartidos que, a su vez, incentivan la cooperación social) es un elemento esencial para la productividad, el crecimiento económico y el bienestar social. Y esa ausencia de objetivos comunes deja un vacío que se convierte en campo fértil para que florezcan el crimen organizado y la ingobernabilidad.

Para revertir esta situación es menester devolverle a la política su rol ético de obrar en la sociedad, mediante el ejercicio del poder, en procura del bien común. Ello requiere de una participación activa y comprometida de los ciudadanos (no hay democracia viable sin demócratas que la sostengan). Esa participación ciudadana hay que construirla desde las entrañas de la sociedad, lo cual implica recuperar la confianza mutua entre los diversos grupos que hoy la fragmentan.

Mediante una pedagogía de la ciudadanía -que debería ser liderada por el Ministerio de Educación- podrían formarse, desde niños, ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes, y conocedores de los pesos y contrapesos que definen a nuestra república. Y mediante una pedagogía del encuentro -que debería ser liderada por las universidades del país- podrían construirse puentes entre los distintos grupos que hoy fragmentan nuestro país. Esto último implica un relevo generacional que se percibe indispensable: la generación que diseñó nuestro último gran pacto social (la Constitución de 1985) y la generación que no pudo a partir de éste construir una institucionalidad sólida, deben dar paso a los jóvenes. El necesario diálogo entre grupos -hoy fragmentados-, así como la construcción de puentes y el diseño del país que queremos para el futuro deben estar, principalmente, en manos de las nuevas generaciones.

lunes, 22 de mayo de 2017

La Fragilidad del Estado

Instituciones, instituciones, instituciones. Posiblemente más que la educación y más que la infraestructura, las instituciones (fuertes y eficientes) son el factor clave para que un país sea viable y logre desarrollarse.

El Estado guatemalteco tiene síntomas de fragilidad: el crimen organizado reina impune en varios territorios, las carreteras están colapsando, los prisioneros escapan de las cárceles, los ciudadanos no tienen acceso a sus documentos de identificación (DPI o pasaportes), se producen continuas invasiones a la propiedad inmueble, etcétera. Guatemala ocupa el puesto 57 (de 178 países) en el ranking del Índice de Estados Frágiles 2017 que calcula el Fund for Peace y que recientemente fue publicado. El primer lugar (es decir, el Estado más frágil) es Sudán del Sur, mientras que en el otro extremo se encuentra Finlandia.

En dicho índice nuestro país obtuvo una calificación de 83 puntos (sobre 120), mejor que la de 114 que obtuvo Sudán del Sur. Si bien Guatemala ha mejorado su calificación en el último lustro (en 2012 ocupaba el puesto 70 del ranking, con un puntaje 79/120), continúa siendo en 2017 el país más frágil de Centroamérica: Honduras ocupa el puesto 68 (con 79 puntos); Nicaragua el 74 (77 puntos); El Salvador el 92 (73 puntos); y, Costa Rica es el mejor calificado en el puesto 145 (44 puntos).

Este índice combina tres tipos de información. Utiliza datos de más de mil publicaciones distintas donde detecta palabras clave ligadas a crisis y fragilidad. Luego, utiliza estadísticas duras de fuentes como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Y, por último, emplea el juicio de expertos para validar los distintos sub-índices, los cuales se agrupan en 12 indicadores de fragilidad que incluyen temas como legitimidad del Estado, fraccionamiento de las élites o reducción del crecimiento económico. Las categorías en que peor puntea Guatemala son las de descontento de grupos sociales, desigualdad económica, aparatos de seguridad, y servicios públicos.

Claro que Guatemala no está tan mal como los países peor calificados (Sudán de Sur o Somalia), que son verdaderos estados fallidos donde el gobierno ni siquiera controla la ciudad capital. Estamos más cerca de otros, como Madagascar (puesto 55), en los que el Estado no está colapsado, pero es altamente disfuncional e incapaz de controlar todo su territorio. Curiosamente, también estamos cercanos a Venezuela (puesto 58), donde el gobierno controla todo su territorio pero a costa de un malestar ciudadano generalizado y creciente.

El grado de fragilidad de los países influye claramente en sus niveles de pobreza. Los economistas Daron Acemoglu y James Robinson, en su libro “Porqué Fracasan las Naciones”, explican que los países no fracasan por su geografía (como lo demuestra el caso de Nueva Zelanda) ni por su cultura (como lo demuestran los contrastes entre Corea del Sur y Corea del Norte). Lo que ocurre es que algunas naciones cuentan con instituciones incluyentes y efectivas que promueven el crecimiento, mientras que otras tienen instituciones “extrayentes” que minan el crecimiento. Como lo afirman dichos autores, la clave para entender el fracaso de los estados es “instituciones, instituciones, instituciones”.

El por eso tan importante para Guatemala emprender una profunda reforma de su seguridad y justicia (policía, presidios, Organismo Judicial), de su servicio civil, de sus sistemas de control (calidad y probidad) del gasto público y, crucialmente, de su sistema electoral y de partidos políticos. La reforma institucional debería ser una prioridad aún mayor que (y no estar supeditada a) la lucha anti corrupción que exitosamente han liderado la CICIG y el Ministerio Público. Si queremos dejar de ser un Estado frágil y sin futuro, esa agenda nacional de reforma institucional debe ser la prioridad de los distintos liderazgos de la sociedad guatemalteca.

lunes, 15 de mayo de 2017

Reformar la Justicia... Electoral

La independencia de los jueces es un requisito indispensable para que exista justicia. En procura de dicha independencia es crucial reformar no solo la CSJ y la CC, sino también el TSE

Toda la lógica detrás de los esfuerzos de reforma al sector justicia se centra en dos objetivos esenciales. Por un lado, lograr una efectiva independencia de los jueces y magistrados; y, por otro, modernizar la estructura institucional del sistema judicial para mejorar su eficiencia. De ahí que los componentes clave de dicha reforma sean la integración de las cortes (Suprema y de Constitucionalidad) y la disgregación-especialización de funciones (administrativas y jurisdiccionales) dentro de su gobernanza interna.

Ese mismo espíritu de reforma que se busca para la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad debería replicarse también, con firmeza, para la tercera corte superior del país, encargada de impartir justicia electoral, el Tribunal Supremo Electoral –TSE- que, como las dos primeras, requiere urgentemente de mejoras profundas en su gobernanza, en su eficiencia y, especialmente, en su autoridad e independencia.

Idealmente, cualquier juez debe ser independiente con respecto a tres tipos de injerencia: la de políticos o funcionarios, la de otros jueces y, principalmente, la de los sujetos a quienes debe impartir justicia. Esto es tan cierto para el caso de jueces constitucionales y jueces ordinarios, como lo es para el caso de magistrados del TSE. En este caso, el tema de independencia es particularmente importante porque dos de los tipos de injerencia mencionados (la de los funcionarios o la de los sujetos a quienes se imparte justicia) provienen del mismo estamento: la clase política que, además, en el actual sistema está íntimamente involucrada en el nombramiento de los magistrados del TSE, lo cual compromete seriamente su independencia.

El sistema vigente, por medio del cual se elige, organiza y gobierna el TSE, está claramente diseñado para que la clase política interfiera y coopte dicha institución, lo cual ha implicado a lo largo de los años un gradual deterioro de su autoridad, de su calidad, de su independencia y de su eficiencia. No fue sino hasta que, a raíz de los escándalos de corrupción revelados desde abril de 2015, el TSE pareció recobrar cierta autoridad sobre los partidos políticos (aunque, lamentablemente, no siempre con base en argumentos jurídicamente bien sustentados). Sin embargo, su estructura sigue siendo vulnerable y su futuro, incierto.

Por ello es imprescindible reformar la Ley Electoral y de Partidos Políticos –LEPP- no solo en lo que atañe a las elecciones y los partidos, sino también (y fundamentalmente) en lo que corresponde a la conformación y gobernanza del TSE. Para restaurar la independencia de sus magistrados es necesario ampliar el periodo de sus funciones y hacer que la renovación del pleno sea escalonada, a fin de que ningún partido político pueda nunca nombrar a una mayoría de magistrados. Además, es imprescindible disgregar claramente las funciones administrativas de las jurisdiccionales, para que los magistrados puedan liberarse de las tareas cotidianas de gestión (agobiantes durante le época electoral) y se dediquen plenamente a sus labores jurisdiccionales (cruciales en el período electoral).

Estas reformas ineludibles a la LEPP están ahora en manos del Congreso de la República, que debe subsanar las deficiencias de la timorata reforma aprobada a las carreras hace año y medio. La gran duda es si los políticos tendrán la capacidad, la madurez y la voluntad de modificar estos temas pues, para ellos, implicaría una pérdida de poder de influencia sobre la autoridad electoral y, a fin de cuentas, requeriría que estén dispuestos a sacrificar su actual poder en aras de rescatar nuestro sistema republicano y democrático.

lunes, 8 de mayo de 2017

No Caigamos en la Trampa

No caigamos en la trampa de ideologizar las reformas institucionales que el país necesita. El verdadero enemigo del desarrollo del país es el crimen organizado que ha corrompido nuestro sistema político y las instituciones del Estado.

Para mejorar las condiciones de vida de los guatemaltecos es necesario que haya crecimiento económico; para que este se produzca es imprescindible que aumente la inversión y, con ella, el empleo. A su vez, la inversión requiere, como pre condición, un ambiente donde prevalezca la certeza jurídica y la estabilidad, las cuales solo pueden tener lugar si el país cuenta con instituciones fuertes y eficientes, empezando por aquellas que conforman el sector justicia.

A todo esto, vivimos en un país donde, por falta de institucionalidad, los ciudadanos no tenemos ni tan siquiera la certeza de contar oportunamente con un documento de identificación (DPI o pasaporte, ambos inmersos en una profunda crisis). Donde la propiedad inmueble está constantemente amenazada por despojos o invasiones. Donde las poderosas pandillas exterminan a los policías pobremente armados. Donde los menores bajo custodia del Estado son quemados vivos. Donde la biósfera “protegida” es incendiada por grupos mafiosos.

Todos esos elementos son síntomas de que se configura un escenario ideal para que florezca el crimen organizado, sea este el de los cárteles mexicanos del narcotráfico (que operan libremente en muchas áreas rurales del territorio nacional) o el de las maras 18 y Salvatrucha (que operan libremente en muchas áreas urbanas del país). Ese crimen organizado es, en gran medida, el que “cooptó” no solo nuestro sistema político y los organismos del Estado (incluyendo un número importante de jueces y magistrados), sino incluso gremios enteros -como el otrora prestigioso de los abogados- a fin de asegurarse la impunidad en sus operaciones ilícitas.

Así, resulta indefendible la posición de quienes sostienen que el sistema de justicia en Guatemala no necesita un cambio sustancial. El Índice de Estado de Derecho (del World Justice Project) de 2016, ubica a Guatemala en los últimos lugares del mundo (puesto 97 de 113 países calificados). En el Índice de Percepción de la Corrupción 2016 (de Transparencia Internacional) el país ocupó el puesto 136 (de 170). Y en el último índice de Estados fallidos (de The Fund for Peace y Foreign Policy) Guatemala ocupaba el puesto 64 (de 178). Está claro: la impunidad imperante impide que exista certeza jurídica, ahuyenta la inversión y detiene el desarrollo nacional.

Es, pues, imprescindible una reforma profunda del sector justicia que garantice una efectiva independencia de jueces y magistrados y, a la vez, una estructura institucional del sistema judicial que mejore su eficiencia. Ello requiere de modificaciones a leyes ordinarias e inevitablemente, para ciertos temas puntuales, a la propia Constitución de la República. Por ello es lamentable que los impulsores de la reforma constitucional hayan actuado el año pasado tan precipitadamente, hayan incluido temas que (aunque importantes, como el de la jurisdicción indígena o el antejuicio) no se relacionaban directamente con el fortalecimiento institucional, y hayan redactado tan pobremente la propuesta que llegó al Congreso en octubre pasado que la misma ha requerido de muchas y prolijas enmiendas.

Tal impericia ha facilitado que las fuerzas oscuras (que no quieren que nada cambie para seguir medrando del ambiente de impunidad y corrupción) hayan envenenado la discusión de las reformas llevándola al campo de la lucha ideológica o, peor aún, de la étnica. No caigamos en esa trampa perversa. El verdadero enemigo del desarrollo del país es el crimen organizado que ha corrompido nuestro sistema político y las instituciones del Estado. Las reformas del sector justicia ameritan una discusión responsable, reflexiva y seria. El futuro de Guatemala está en juego.

lunes, 1 de mayo de 2017

Trabajo y Producción

Para que hayan más y mejores puestos de trabajo es necesario que haya más y mejor producción, lo cual sólo es posible mediante un incremento sostenido de la productividad. En efecto, la clave de nuestro dilema económico es la productividad.

El Día del Trabajo resulta propicio para aquilatar el aporte del trabajo a la producción pues, junto con el capital y la productividad (que es la forma en que se combinan trabajo y capital) constituyen los factores esenciales de la ecuación que define las posibilidades de producción de cualquier economía; es decir que las posibilidades de que la economía crezca -y que, así, mejoren las condiciones de vida de la población- dependen crucialmente de esos tres factores, cuyo desempeño se refuerza mutuamente.

La economía guatemalteca ha crecido en este siglo a una tasa anual promedio de 3.5%; este ritmo, aunque positivo, es mucho menor que el que han mostrado muchísimos otros países en vías de desarrollo. Casi las tres cuartas partes de ese magro crecimiento provienen del aumento (vegetativo, debido al crecimiento poblacional) del factor trabajo, mientras que menos del cinco por ciento del crecimiento se debe a la mejora en la productividad, lo cual es trágico pues, sin una mayor productividad, el crecimiento económico está condenado a continuar por debajo que el de los países que están logrando exitosamente sacar de la pobreza a sus ciudadanos.

El ya magro crecimiento de nuestra economía -debido a su baja productividad- se ve, además, amenazado por una serie de tendencias que, de confirmarse, podrían dañar nuestra capacidad productiva. Por ejemplo, el proteccionismo que parece caracterizar la visión económica de Donald Trump, que está rompiendo con décadas de apertura económica en el mundo industrializado y que para Guatemala es de particular preocupación pues más de una tercera parte de nuestras exportaciones se destina hacia los Estados Unidos.

Otra tendencia, inevitable, que va a afectar el desempeño de nuestra economía es la reducción en la tasa de crecimiento poblacional (que, según estimaciones oficiales, caería de 2% anual actualmente, a 1.6% en los próximos cinco años). Esto implica un menor crecimiento de la fuerza de trabajo, que es nuestro principal motor de crecimiento, lo que significa que, si no mejora la productividad, el crecimiento económico de Guatemala será aún más débil en los años venideros.

Para contrarrestar estas amenazas resulta indispensable que se adopte cuanto antes una serie de políticas públicas que procuren mejorar la productividad de nuestro aparato productivo y, al mismo tiempo, propicien un aumento en la oferta de empleos de buena calidad (y, por ende, de digna remuneración). Ello implica la necesidad de aumentar las destrezas laborales a través de mejoras en la educación y la capacitación laboral, así como lograr que dichas destrezas respondan a lo que demandan las empresas (que suelen quejarse de la escasez de mano de obra calificada).

También es necesario subirse a la ola de digitalización y automatización, que acelera dramáticamente la productividad, favoreciendo la investigación y el desarrollo tecnológico pero, a la vez, ayudando a los trabajadores a adquirir los conocimientos necesarios para adaptarse a esos cambios y a acceder a nuevos tipos de empleos más productivos. Y, por supuesto, también se requiere del fortalecimiento de los fundamentos macroeconómicos y, crucialmente, de incrementar la inversión en capital físico e infraestructura que favorezcan la productividad y la competitividad.

El desafío que enfrentamos demanda acciones no solo del gobierno, sino también de las empresas y de los individuos; sólo un liderazgo concertado, focalizado en ciertas prioridades, hará posible configurar una agenda que atienda las amenazas que enfrenta nuestra economía y lograr, mediante una mejora de la productividad, asegurar el crecimiento del país en el largo plazo.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...