La sociedad guatemalteca está fragmentada en tribus -ideológicas, gremiales, económicas, intelectuales- que no se comunican entre sí. Quizá la única esperanza sean los jóvenes que (con menos taras del pasado) puedan estar en mejor disposición de dialogar y llegar a acuerdos mínimos sobre el país que anhelan
Existe la sensación de que Guatemala está polarizada;
y, quizá en los ambientes de las élites urbanas, esa sea hoy la situación. Pero
también parece que lo que mejor describe la actualidad política, económica y
social del país es la fragmentación: un país dividido en grupos aislados unos
de otros, en clanes que desconfían unos de los otros, en facciones
verticalistas en las que los jefes prohíben a sus miembros comunicarse con los que
piensan diferente y son considerados, por ello, rivales. Y cada grupo es
reticente a colaborar con el rival en pro del bien común.
Están presentes muchos síntomas de una atomización
tribal como lo atestiguan, por ejemplo, la proliferación en las ciudades de
colonias cerradas, cuidadas por guardias fuertemente armados, incomunicadas del
resto de la ciudad. O la búsqueda de atajos -aislados de lo que debería ser la
dinámica social normal- para lograr la realización personal o la movilidad
social (jóvenes que sólo ven su futuro viviendo en el exterior, o integrados en
maras y grupos del crimen organizado).
La enorme debilidad institucional hace que existan muy
pocas entidades que puedan considerarse legitimadas para tender puentes entre
las distintas tribus. Tal debilidad y falta de legitimidad se ve en las
organizaciones sindicales, cooperativas, indígenas, estudiantiles, que están
atomizadas y débiles, sin mencionar el triste caso de los partidos políticos
que deberían ser no solo el principal vínculo entre la ciudadanía y los poderes
del Estado, sino también la principal vía para canalizar el diálogo y las
aspiraciones de los distintos colectivos sociales que, cada día, se atomizan
más en procura de sus reivindicaciones particulares, al tiempo que se vacían
(de personas, de ideas y de liderazgo) los partidos políticos.
La consecuencia de lo anterior es una enorme escasez
de capital social que resulta altamente perjudicial para el desarrollo del
país, ya que la confianza mutua entre los miembros de la sociedad (confianza que
genera redes y valores compartidos que, a su vez, incentivan la cooperación
social) es un elemento esencial para la productividad, el crecimiento económico
y el bienestar social. Y esa ausencia de objetivos comunes deja un vacío que se
convierte en campo fértil para que florezcan el crimen organizado y la
ingobernabilidad.
Para revertir esta situación es menester devolverle a
la política su rol ético de obrar en la sociedad, mediante el ejercicio del
poder, en procura del bien común. Ello requiere de una participación activa y
comprometida de los ciudadanos (no hay democracia viable sin demócratas que la
sostengan). Esa participación ciudadana hay que construirla desde las entrañas
de la sociedad, lo cual implica recuperar la confianza mutua entre los diversos
grupos que hoy la fragmentan.