lunes, 24 de abril de 2017

¿Un Nuevo Consenso de Política Económica?

La Declaración de Estocolmo no llega a significar un cambio de paradigma en la manera de formular la política económica, ya que los fundamentos y leyes de la Economía siguen siendo los mismos. Sin embargo, plantea algún enfoque novedoso que puede aportar las políticas públicas contemporáneas

La Agencia Sueca de Cooperación Internacional para el Desarrollo –ASDI- reunió a finales del año pasado a un selecto grupo de 13 economistas del todo el mundo para que revisaran si las premisas convencionales que han regido la política económica en los últimos años continúan siendo válidas. La conclusión más importante del cónclave fue que las políticas de estabilización no son suficientes para generar un crecimiento económico incluyente (aunque tampoco han sido, per se, perjudiciales). Con esa obviedad en mente, identificaron ocho principios generales que deben guiar la política económica para el desarrollo y los publicaron bajo el nombre de Declaración de Estocolmo. Veamos.

Primero, “el crecimiento del PIB no es un fin en sí mismo”. Esto es videntemente cierto (no conozco ningún estudio serio que sostenga lo contrario). Sin embargo, la Declaración de Estocolmo reconoce que, aunque no sea un fin en sí mismo, el crecimiento económico es indispensable para proveer los recursos que requiere el bienestar humano: empleo, consumo sostenible de bienes y servicios, techo, salud, educación y seguridad.

Segundo, “la política económica debe promover el desarrollo incluyente”. Esto implica que debe velar porque ningún grupo se quede excluido de los frutos del progreso; ello implica prestar atención a los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad. De no hacerlo se pondría en riesgo la continuidad del crecimiento económico, pues se generarían tensiones sociales y turbulencias políticas.

Tercero, “la sostenibilidad ambiental es un requisito, no una opción”. Este principio sí es novedoso, pues exige integrar a la política económica convencional medidas de mitigación y adaptación al cambio climático. Cuarto, “necesidad de equilibrar el mercado, el Estado y la comunidad”. Esto implica que, siendo los mercados fundamentalmente instituciones sociales, requieren a veces de regulaciones que les permitan cumplir con su función esencial de asignar los recursos eficientemente y, aunque la Declaración no lo explicita, cae de su peso que lo anterior requiere que existan instituciones (gubernamentales y sociales) eficientes.

Quinto, “propiciar la estabilidad macroeconómica, pero con flexibilidad”. La Declaración reconoce que la estabilidad económica es indispensable para lograr el crecimiento y el bienestar pero, razonablemente, sugiere que las políticas económicas que la propicien deben tener una visión de mediano plazo y no solo perseguir metas de corto plazo. Sexto, “atender el impacto del cambio tecnológico sobre la desigualdad”. Este principio, parecido en intención al segundo principio, reconoce que es inevitable (como lo ha sido a lo largo de la historia) que el cambio tecnológico cause desempleo, aunque sea temporalmente, por lo que deben implementarse políticas que mitiguen tal efecto.

Siete, “las normas sociales, los valores y las actitudes son importantes”, lo cual parece sugerir, por ejemplo, que una sociedad tolerante a la corrupción será menos capaz de lograr el desarrollo sostenible que una sociedad con instituciones fuertes que garanticen la probidad. Y octavo, “la comunidad internacional tiene un rol importante”, especialmente en cuanto a evitar que los países recurran unilateralmente a políticas que restrinjan el comercio, las migraciones o el correcto cumplimiento de las obligaciones tributarias.

En síntesis, la Declaración de Estocolmo no entraña un nuevo paradigma en materia de políticas públicas, sino que simplemente plantea ciertos principios que matizan y actualizan las bases que siempre han regido la correcta formulación de las políticas de desarrollo económico para adaptarlas al mundo contemporáneo.

lunes, 17 de abril de 2017

Prestigiar la Política

Un sistema político funcional es necesario para que exista democracia y gobernabilidad. Sin gobernabilidad es imposible el desarrollo económico. Por ello es tan importante reformar y prestigiar el sistema político, que no es otra cosa que llenarlo de personas decentes.

Las prácticas de corrupción que se desvelaron en toda su crudeza hace dos años (y que aún carcomen inclementes las entrañas del Estado) son el efecto más visible del destrozo del sistema político guatemalteco. Los sobornos, el tráfico de influencias, las plazas fantasmas, así como los sobreprecios en las contrataciones y adquisiciones del gobierno han sido los esquemas más utilizados (tanto en el gobierno central como en los gobiernos locales) para saquear el erario público con el fin de enriquecer a funcionarios y a políticos corruptos. Y todas las pistas del delito conducen a un lugar: el sistema de partidos políticos.

La numerosas investigaciones y enjuiciamientos contra dirigentes políticos que, merced a las acciones de la CICIG y el Ministerio Público, se han producido en los últimos meses, ha revelado el deterioro del sistema. De todas las profesiones que se practican en el país, la de político es una de las más desprestigiadas. Pero, ¿cómo llegamos aquí? ¿Y qué debemos hacer para cambiar la situación a fin de que la ciudadanía pueda elegir mejores representantes?

En el sistema actual los diputados se eligen en listados (nacional y departamentales) cerrados, en vez de representar distritos más pequeños y cercanos al ciudadano, lo cual no solo hace que las campañas electorales resulten caras y proclives a la corrupción, sino que impide la cercanía entre el votante y sus representantes. A la inexistente representatividad se une, por un lado, la falta de transparencia y democracia interna en los partidos y, por otro, la debilidad y politización del Tribunal Supremo Electoral –TSE-. Ello configura el actual sistema político clientelar y patrimonialista que dificulta la gobernabilidad e impide el buen desempeño de la economía nacional.

Hoy el Congreso está más fragmentado que nunca. Los partidos políticos carecen de ideología o de un programa de gobierno para ofrecer a los votantes quienes, además, en su gran mayoría ignoran quién es el diputado que los representa o por quien votaron en las pasadas elecciones. El Ejecutivo impulsa sus iniciativas de ley mediante coaliciones legislativas frágiles y efímeras. Eso permitió en el pasado (y esperemos que sólo en el pasado) la práctica de compra de votos a cambio de favores, obras o sobornos, para viabilizar proyectos del gobierno tal como, según se dice, ocurrió en el escandaloso caso Odebrecht, aún pendiente de resolver.

Hasta ahora, la necesaria depuración de este sistema, evidentemente agotado, se ha estado dando principalmente por la vía judicial, tanto en el caso de la persecución penal de políticos corruptos, como de la cancelación de partidos políticos que han violado la ley. Quienes impulsan esta vía esperan que tal terapia de choque pueda lograr quizá, y solo quizá, una mejora en la calidad de los diputados y dirigentes políticos en las próximas elecciones. Pero los tribunales no pueden hacerlo todo: son los políticos quienes deben reformarse a sí mismos y al sistema.

La timorata reforma a la Ley Electoral de finales de 2015, que se concentró en el tema del financiamiento electoral (un síntoma, no la causa, de la enfermedad) y terminó dándoles más recursos estatales a los partidos, debe ser mejorada y profundizada. La democracia interna de los partidos, el fortalecimiento de la autonomía del TSE y, sobre todo, la mejora en la representatividad de los funcionarios electos (idealmente mediante la creación de distritos electorales más pequeños) deben ser las guías de una nueva reforma que rescate, dignifique y prestigie la política.  Si no se hace, en las próximas elecciones tendremos nuevamente una oferta electoral de poca calidad y proclive a la corrupción.

lunes, 10 de abril de 2017

Dignificar el Congreso de la República

El Congreso es hoy la institución que menos confianza inspira en la ciudadanía. Urge rescatarlo, limpiarlo, prestigiarlo y dignificarlo, pero siempre dentro del orden legal, constitucional democrático en el que se basa nuestra república

El principio de separación de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) es la columna vertebral de cualquier república democrática. Para ser efectivo, dicho principio precisa que el Legislativo cumpla a cabalidad su rol dentro de un sistema de pesos y balances que permita la limitación, el equilibrio y el control mutuo del poder parlamentario con los otros dos poderes del Estado. Para ello, es necesario que cada uno de los tres organismos goce de capacidad técnica, de autoridad política y de credibilidad. Lamentablemente, el Congreso de la República es hoy la institución que menos confianza inspira en la ciudadanía.

En la opinión pública están proliferarando términos tan peligrosos como “refundación del Estado”, “depuración violenta” y hasta “desaparición” del parlamento. Estas visiones extremas, aunque fueran bien intencionadas, no solo atentan contra la institucionalidad republicana, sino que son contrarias al espíritu ciudadano surgido en abril de 2015 que se manifestó y logró una depuración del Estado, pero respetando el marco constitucional vigente, es decir, siguiendo un rumbo ordenado de reformas graduales, la mayoría de las cuales aún están pendientes. Forzar una refundación radical del Estado mediante la desaparición de sus instituciones equivale a incendiar la casa con el pretexto de exterminar una invasión de termitas.

Lo que la delicada coyuntura política actual demanda no es la destrucción del Congreso, sino su dignificación y fortalecimiento. Una forma en que puede empezar a lograrse es mediante la identificación e impulso –con una discusión seria y su eventual aprobación- de una agenda focalizada, constructiva e ideológicamente neutra que evite la polarización y, a la vez, contribuya a la reconstrucción de las instituciones gubernamentales que la corrupción destruyó a lo largo de las últimas décadas.

Tal agenda debe incluir temas cruciales como la reforma al sector justicia (que, pese a gozar de amplios consensos respecto de su parte orgánica, avanza a paso de tortuga en el hemiciclo), la reforma al sistema electoral (que complemente la timorata reforma aprobada a finales de 2015), la reforma del servicio civil (que procure la eficiencia del aparato estatal mediante la profesionalización de los funcionarios) y otras reformas fundamentales que, como la de las instituciones a cargo de planificar, contratar y ejecutar las obras de infraestructura pública, permitan mejorar la productividad económica para generar más empleos y bienestar para la ciudadanía.

El rescate del Congreso pasa también por evitar lo que lamentablemente está ocurriendo en las últimas semanas, cuando se han propuesto leyes polémicas que más parecen buscar que la opinión pública se desvíe de los temas de reforma institucional y, a la vez, generar polarización y enfrentamiento entre distintos grupos sociales. Empujar apresuradamente leyes como la de desarrollo rural, la de la tarifa del alumbrado público y del IVA para las municipalidades, la del régimen tributario especial para los ganaderos, o la de prerrogativas para los discapacitados, parece ser más bien una estratagema para que, atrayendo temporalmente la atención y el apoyo de conglomerados muy específicos (campesinos, alcaldes, ganaderos o personas con discapacidad), se distraiga la atención ciudadana de los temas cruciales relacionados con el combate a la corrupción y el fortalecimiento institucional. Ojalá que en el Congreso prevalezca la cordura y una visión estratégica que abandone la agenda polarizante y adopte, cuanto antes, una agenda sensata que prestigie ese importante organismo del Estado.

lunes, 3 de abril de 2017

Amenazas Contra la Libertad de Expresión

No sólo los dictadores atentan contra la libertad de emisión del pensamiento. A veces, también los adalides de lo políticamente correcto, en su afán de evitar "ofensas" contra las minorías y los desprotegidos, avalan que se aplique la censura. 

"Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y de recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión". Eso dice el Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos e implica, en la práctica, que cualquier persona es libre de externar sus opiniones sin temor a sufrir represalias o censura del gobierno, ni sanciones sociales. Nuestra Constitución, en los artículos 5 (Libertad de Acción) y 35 (Libertad de Emisión del Pensamiento) lo refrenda ampliamente.

Sin embargo, con la proliferación de medios de comunicación electrónicos (cualquiera con acceso a internet puede hoy ser un emisor masivo de opiniones) se abre un debate respecto a la forma, condiciones y límites en que debe enmarcarse el ejercicio de ese derecho. Alrededor del mundo los gobiernos autoritarios buscan cómo restringir la emisión del pensamiento de sus ciudadanos y medios. Ya sea Putin mediante la oligopolización de la televisión, Correa mediante leyes restrictivas, o Xi Jinping mediante el uso directo de la censura informática son ejemplos de esta tendencia.

Pero no solo los gobiernos atentan contra la libre expresión del pensamiento. También ciertos intelectuales progres, bienintencionados promotores de lo políticamente correcto, convencidos de que las personas tienen el derecho a no ser ofendidas, claman porque alguna autoridad (¿la Fiscalía Contra el Insulto, el Procurador del Derecho a No Ser Agraviado, o la Policía de lo Políticamente Correcto?) supervise y limite las opiniones que sean potencialmente ofensivas hacia una persona o grupo (religioso, étnico, político o de cualquier otra categoría). El peligro es que interpretar si algo es o no ofensivo resulta muy subjetivo, y conferirle dicha interpretación a una autoridad gubernamental puede resultar escabroso y arbitrario.

Es cierto que debe haber ciertos límites a la libertad de expresión como, por ejemplo, la emisión de ideas o imágenes pedófilas, o las que provoquen un linchamiento, o las que violen la privacidad de las personas, o las que generen un ataque terrorista. Pero la regla general debe ser la de una libertad amplia para que todos los ciudadanos emitan su pensamiento; y las excepciones deben ser muy pocas.

Cuando algún intelectual posmoderno propugna porque se censure y castigue una expresión ofensiva hacia una persona o minoría, lejos de ayudar a quien pretende defender, termina validando los argumentos autoritarios y antidemocráticos que buscan limitar la libertad de expresión. Es cierto que todos debemos preocuparnos por defender a las víctimas de la discriminación; y, también, que en cualquier debate las buenas maneras son preferibles a las groserías. Pero ello no justifica que debamos coartar la libertad de expresión de quien no piensa como nosotros, aunque se exprese de manera grosera, impertinente o descortés.

La libertad de expresión es uno de los derechos más fundamentales del ser humano y es crucial para que una democracia funcione: la libre expresión del pensamiento es una herramienta eficaz para castigar a los malos gobernantes. Además, desde un punto de vista económico, la libre emisión del pensamiento es esencial para lograr una buena asignación de los recursos en el mercado (el Nobel en Economía, Amartya Sen, ha resaltado el hecho de que donde ha habido libertad de expresión nunca han existido hambrunas). La mejor defensa contra los argumentos ofensivos y discriminatorios no es la censura, sino el debate de ideas, el razonamiento y, en último caso, la protesta pacífica.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...