El drama de nuestros connacionales en la frontera México-estadounidense no debe llamarnos solamente a exigir a los Estados Unidos un trato digno a los migrantes, sino que debe ser, sobre todo, un llamado a nosotros mismos, como Estado, para atender las causas (principalmente económicas) de esa migración
Soy hijo de un refugiado. Mi padre emigró a la edad de
nueve años, huyendo de una atroz guerra civil en su país natal que le costó la
vida de más de un millón de personas. A esa corta edad, mientras cruzaba la
frontera en medio de la una multitudinaria columna de desterrados, él y su
hermano se apartaron del lado de mi abuela y se extraviaron; estuvieron
deambulando desamparados durante semanas, padeciendo hambre y enfermedades, y
sufriendo el angustiante trauma de no saber si algún día volverían a reunirse
con su familia. A través de los relatos de mi padre quedó impresa en mi alma la
imagen del terrible dolor que un niño migrante puede sufrir cuando es separado
de su familia en un país extraño.
Esa imagen reaparece con las noticias de las crisis
migratorias que hoy se viven en el Congo, Sudán del Sur, Siria o Europa. Pero
se convirtió en dolor al escuchar los gritos y el llanto de los niños
guatemaltecos, mexicanos y salvadoreños separados cruelmente de sus padres en
aplicación de las estrictas medidas de “cero tolerancia” contra los inmigrantes
ilegales por parte de las autoridades estadounidenses. Las principales razones
detrás de esa política es que los migrantes y refugiados representan una carga
financiera para los Estados Unidos y una amenaza a su seguridad nacional.
Ambas razones, según la prestigiosa revista The
Economist, no se sustentan para el caso de los refugiados que los Estados
Unidos han acogido en años recientes. Las estadísticas demuestran que diez años
después de su llegada, el ingreso monetario promedio de una familia de
refugiados, así como el monto de impuestos que le pagan al fisco, es similar al
de la familia estadounidense promedio, lo cual implica un costo cero para el
Estado. Además, ninguno de los 3 millones de refugiados que Estados Unidos ha acogido
desde 1980 ha estado involucrado en un ataque terrorista fatal, lo que implica
que no representan una amenaza adicional a su seguridad nacional.
Claro que no todos los emigrantes son refugiados, pero
los emigrantes centroamericanos, que arriesgan sus vidas (y las de sus hijos)
cruzando todo el territorio mexicano bajo condiciones extremas, huyendo de
condiciones de vida (económicas y sociales) en sus países que amenazan
gravemente la viabilidad de sus familias, tienen muchas características que los
asemejan con el perfil de los refugiados. Por ello, su tratamiento en el país
de acogida se trata tanto de un asunto jurídico como de uno humanitario. Como
dijo el Papa Francisco: “La dignidad de una persona no depende de que sea
ciudadano, migrante o refugiado. Salvar la vida de quien escapa de la guerra y
de la miseria es un acto de humanidad”
Ahora bien, el drama de nuestros connacionales en la
frontera México-estadounidense no debe llamarnos solamente a exigir a aquellos
países un trato digno a los migrantes, sino que debe ser, sobre todo, un
llamado a nosotros mismos, como Estado, a emprender con urgencia las acciones
necesarias para evitar que los compatriotas se vean forzados a emprender el
peligroso rumbo de la migración ilegal. Las principales causas de esa migración
(según lo certifican diversas encuestas de opinión) son la falta de empleo y de
ingresos económicos que agobian a los guatemaltecos.