lunes, 25 de marzo de 2019

¿Es Sano que Haya Muchos Candidatos?

La discusión sobre si el número de candidatos presidenciales es excesivo resulta interesante, pero desvía la atención de los verdaderos temas que pervierten nuestro sistema electoral

La reforma a la Ley Electoral de 2016 fue básicamente cosmética; se modificaron muchos aspectos de forma y otros -como el voto nulo- muy interesantes, pero eventualmente intrascendentes. La reforma cambió muchas cosas, pero poco cambió de fondo: los políticos tradicionales siguen teniendo el control del sistema, el Tribunal Supremo está cada vez más desbordado y los ciudadanos se sienten cada vez menos representados.

Eso sí, la obsesión de aquella reforma con querer limitar e hiper-regular el financiamiento hacia los partidos políticos dio como resultado, entre otros efectos, una gran proliferación de candidatos presidenciales: las coaliciones y alianzas se ven desincentivadas pues significan menos recursos del techo de campaña para cada partido y, por ello, cada uno prefiere nominar su propio candidato (aun sabiendo que no tiene posibilidades de ganar) con tal de asegurar un monto de financiamiento que le permita colocar al menos un diputado en el Congreso. Además, la gran cantidad de candidatos (muchos de ellos con propuestas similares) es una muestra de la incapacidad de las élites dirigenciales para identificar liderazgos y para acordar plataformas comunes.

Algunos analistas han afirmado que “no es sano” para el sistema democrático que existan muchos candidatos presidenciales. Tal afirmación es debatible. Es cierto que, administrativamente, la proliferación de candidatos complica el trabajo del TSE y de las juntas electorales, pero esa es su responsabilidad, ya sea que haya pocos o muchos candidatos. También es cierto que para los votantes resulta más difícil elegir cuando hay muchos candidatos y muy escasa información sobre los mismos, máxime en una campaña electoral muy breve.

Pero, desde otra perspectiva, un número grande de candidatos sugiere que existe una sana disposición de muchos ciudadanos a participar en política. Y, a fin de cuentas, la medida de la salud de la democracia no es el número de candidatos, sino el número de votantes que acuda a elegirlos: mientras más personas voten, más legítima la elección. ¿Acaso demasiados candidatos en la boleta podrían abrumar a los votantes? Eso no lo sabremos sino hasta el 16 de junio.

En todo caso, el riesgo de que, al haber demasiados candidatos, quien resulte electo obtenga un porcentaje muy bajo del voto (y, por ende, bajo respaldo popular), se mitiga gracias a nuestro sistema de balotaje en donde los dos candidatos con más votos en la primera vuelta se disputan al electorado en una segunda vuelta electoral, lo que otorga al ganador una legitimidad popular indispensable para gobernar.

El hecho de que haya muchos candidatos en la boleta no es algo necesariamente malo y quizá es más un síntoma que una enfermedad. Lo que está mal en nuestro sistema electoral son las barreras que existen para la organización ciudadana, la falta de representatividad y cercanía de los funcionarios electos respecto de los votantes, y la debilidad e ineficiencia de la autoridad electoral. Esos son los temas que deberían preocuparnos, no el número de candidatos.

lunes, 18 de marzo de 2019

Hay que Invertir en Capital Humano


El Estado gasta poco, y mal, en las que deberían ser las prioridades de sus políticas púbicas: atención primaria en salud, nutrición infantil, educación primaria. Mucho del presupuesto gubernamental de gastos se desperdicia en objetivos secundarios y superfluos. Urge corregir y re-priorizar el presupuesto; y los partidos políticos deberían tener tal cosa como una oferta central de su campaña electoral

A los economistas nos gusta hacer el símil entre el capital físico (equipo, planta, maquinaria e infraestructura) de un país y su capital humano (es decir, la cantidad, calidad, grado de formación y productividad de las personas involucradas en un proceso productivo). Formalmente, el concepto de capital humano fue desarrollado por Theodore Schultz y Gary Becker, quienes lo consideraron como cualquier otro tipo de capital, que si se invierte en él puede traer múltiples beneficios para la sociedad. En efecto, el crecimiento económico de los países se puede explicar considerando el capital humano como un factor clave de la producción, pues invirtiendo en él se puede aumentar la productividad sistémica, impulsar el progreso tecnológico y, además, obtener múltiples beneficios en otras áreas como el progreso cultural y el bienestar y la paz social.

Lo que no ha sido tan fácil es medirlo. Por eso es bienvenida la medición del Índice de Capital Humano -ICH- que el Banco Mundial publicó a finales del año pasado para 157 países y que mide la cantidad de capital humano que un niño nacido hoy puede esperar acumular a los 18 años. El ICH compuesto por cinco indicadores: la probabilidad de supervivencia hasta los cinco años, los años de escolaridad esperados de un niño, los puntajes de las pruebas estandarizadas (calidad del aprendizaje), la tasa de supervivencia de adultos (jóvenes que sobrevivirán hasta los 60 años), y la proporción de niños no atrofiados (por desnutrición).

La calificación de Guatemala, como en tantos otros índices, es desalentadora. Con cifras para 2017, nuestro país se ubica -con un puntaje de 0.46 sobre 1- en el puesto 104 (de 157 países) y ocupa el penúltimo lugar del continente americano (solo detrás, claro está, de Haití). Todos nuestros vecinos ocupan mejores posiciones: Honduras en el puesto 103, El Salvador en el 97 y México en el 64. El ICH de Guatemala no solo es inferior al promedio de Latinoamérica, sino también al del grupo de países de similar nivel de ingresos. Lo que es peor, entre 2012 y 2017 el valor de nuestro ICH apenas aumentó de 0.44 a 0.46.

Si el país lograra duplicar su calificación en el ICH podría, en el largo plazo, duplicar su PIB per cápita. Por ende, la mejora del capital humano debería ser una prioridad en las políticas del gobierno y ocupar un lugar central en los planes de gobierno que los partidos políticos presentarán en la campaña electoral. Por desgracia, es poco probable que tal cosa ocurra debido a que la inversión en capital humano (con todo y lo esencial que es para el desarrollo del país) es una política que tarda mucho tiempo en producir frutos, lo que la hace políticamente poco atractiva a corto plazo.

Quizá la vergüenza de vernos tan mal calificados en el ICH pueda, aunque sea por orgullo nacional, ayudar a crear conciencia y aumentar la presión para que se adopten políticas públicas de mejora del capital humano, lo cual implica un esfuerzo de priorizar el gasto público hacia los rubros que aumenten las inversiones en las personas (educación de calidad, atención primaria en salud, combate a la desnutrición) en vez de desperdiciarlo en gastos superfluos e ineficientes.

lunes, 11 de marzo de 2019

Incertidumbre, Desconfianza e Inversión

Sin certeza y confianza no hay inversión posible. 

La inversión (definida como aquella parte del ingreso nacional que se destina a la construcción de infraestructura física o a la adquisición de maquinaria y equipo) es un factor esencial para el crecimiento económico y para mejorar los niveles de vida de la población. En Guatemala, la inversión es dramáticamente baja: el año pasado, la formación de capital (inversión) representó menos del 15 por ciento del PIB, muy inferior a lo que en promedio se invierte, por ejemplo, en Latinoamérica (22 por ciento) o en las economías emergentes (33 por ciento).

Lo que es peor, la inversión en nuestro país muestra una tendencia claramente descendente: hace veinte años representaba más del 20 por ciento del PIB. En ese periodo, la inversión pública (carreteras, hospitales, escuelas) se ha desplomado, aunque también lo ha hecho la inversión privada; la proporción de la inversión extranjera directa dentro del PIB es a penas de un 4 por ciento y con tendencia a disminuir. Así, las posibilidades de crecimiento y generación de empleos se reducen enormemente.

Los expertos vienen señalando desde hace tiempo que el bajo nivel de confianza de los inversionistas en el país, junto con los cuellos de botella institucionales y la incertidumbre, explican los bajos niveles de inversión en el país. Y los indicadores de confianza continúan deteriorándose: el Índice de Confianza de la Actividad Económica que calcula el Banco de Guatemala mostró en febrero una nueva caída y sigue estando por debajo del 50 por ciento desde hace casi dos años. Y los índices de gobernanza y de clima de negocios continúan siendo muy bajos comparados con los de otros países.

Es extensa la literatura que subraya cuán importantes son las expectativas para determinar las decisiones de inversión. El año pasado, un estudio del Fondo Monetario Internacional para Guatemala indicaba que la falta de confianza de los inversionistas y la incertidumbre eran, junto con las condiciones económicas internacionales, las principales razones de la baja inversión. Curiosamente, esos factores resultan en nuestro país mucho más decisivos para las decisiones de inversión que el nivel de las tasas de interés o el costo de la mano de obra.

De ahí la importancia que tiene la existencia de un estado de derecho, con instituciones eficientes y creíbles que brinden la certeza jurídica indispensable para un adecuado clima de negocios. En el largo plazo, esto implica ineludiblemente una reforma institucional profunda del Estado, con todo lo que ello implica. En el corto plazo, el proceso electoral de 2019 plantea un escenario en el que no se vislumbra una reducción en la desconfianza ni en la incertidumbre; no al menos durante la campaña electoral que se adivina turbulenta y polarizada. Ojalá los partidos en contienda y, especialmente, el Tribunal Supremo Electoral se den cuenta de la enorme responsabilidad que tienen en sus manos y que, finalizada la campaña electoral, logren llevar el barco de la democracia a buen puerto. De ello dependerán las decisiones económicas que determinarán el bienestar futuro de los guatemaltecos.

lunes, 4 de marzo de 2019

La Trampa del Crecimiento Mediocre


La economía guatemalteca va ahí, creciendo siempre, pero despacio. Demasiado despacio...

Si algo caracteriza a la economía guatemalteca es su resiliencia (o sea, su capacidad de absorber y sobreponerse a las perturbaciones sin alterar significativamente su estructura y funcionalidad): la crisis mundial de 2008 (que ocasionó severas recesiones en la mayoría de países) solo provocó una rápida desaceleración de la producción nacional que pronto se revirtió, para luego registrar en los nueve años posteriores tasas de crecimiento que han alcanzado, en promedio, un 3.5% anual, todo ello en un ambiente de notable estabilidad de las variables macroeconómicas (inflación, tipo de cambio, tasas de interés, etcétera), que contrasta con la inestabilidad de la mayoría de las economías latinoamericanas.

Esta positiva realidad puede resultar peligrosamente engañosa y conducirnos a la complacencia, creyendo que esa resiliencia y esa estabilidad significan que nuestra economía está bien, que estamos progresando satisfactoriamente y que podemos estar satisfechos con los niveles de bienestar material generados por nuestro aparato productivo. Nada más lejos de la realidad.

Es verdad que debido a ese crecimiento económico resiliente y a los avances tecnológicos de la vida moderna, la calidad de vida del guatemalteco promedio hoy es muy superior a la de hace cincuenta años. También es cierto que los indicadores oficiales de pobreza del país –que señalan que no ha habido avances significativos en la reducción de la pobreza en la última década- son puestos en duda por muchas personas que creen que las cifras son técnicamente inconsistentes e institucionalmente poco confiables. Pero es igualmente cierto que otras cifras más confiables y estándar (de producción y crecimiento poblacional) arrojan resultados muy alarmantes: la economía guatemalteca está creciendo año con año, pero a una velocidad tan lenta que se está quedando muy rezagada en comparación con el resto de las economías latinoamericanas y, aún más, respecto de las economías de Asia.

Al comparar la evolución de nuestro PIB por habitante (medido según la paridad de su poder adquisitivo) con la de otros países, nos encontramos con la desagradable realidad de que entre 1980 y 2018 somos el segundo país con más lento crecimiento en toda Latinoamérica (el más lento ¡oh, sorpresa! es Venezuela). En esos 38 años el PIB per cápita en Guatemala creció acumulativamente un 211 por ciento, mientras que, por ejemplo, en Chile lo hizo en 653 y en Panamá, 623 (los dos más dinámicos); en Honduras lo hizo en 303 y en Costa Rica, 395; incluso los países más propensos a crisis como Argentina, Brasil y México crecieron más rápido de Guatemala. Y eso sin mencionar a países fuera de la Región que en ese mismo periodo crecieron en porcentajes vertiginosos (Indonesia y Vietnam lo hicieron a 952 y 1,616, respectivamente).

Venezuela, víctima de la destrucción sistemática y arrasadora de sus instituciones republicanas y de sus instituciones económicas, es el país latinoamericano que menos ha crecido (apenas 40 por ciento en 38 años). Los guatemaltecos deberíamos preguntarnos seriamente si la debilidad de nuestras instituciones republicanas y económicas no ha sido también el factor detrás de nuestro mediocre crecimiento.



PIB Per Cápita en algunos países
En Dólares (ppp)*  y  % de Crecimiento
Años 1980 - 2018
  1980 2018 Crecimiento
Panamá 3,704 26,794 623%
Chile 3,440 25,891 653%
Uruguay 4,253 23,266 447%
México 5,835 20,644 254%
Argentina 6,337 20,609 225%
Tailandia 1,609 19,126 1089%
Rep. Dominic. 2,372 18,323 672%
Costa Rica 3,561 17,644 395%
Brasil 4,899 16,111 229%
Colombia 2,761 15,021 444%
Perú 3,151 14,252 352%
Paraguay 3,376 13,471 299%
Indonesia 1,254 13,176 951%
Ecuador 3,255 11,732 260%
Venezuela 7,861 10,968 40%
Guatemala 2,701 8,413 211%
El Salvador 2,156 8,388 289%
Bolivia 2,096 7,943 279%
Vietnam 436 7,482 1616%
Honduras 1,445 5,817 303%
Nicaragua 1,240 5,683 358%
*/  Dólares de paridad de poder adquisitivo.
**/  El dato de 1980 se obtuvo de Google ya que los datos del WEO para Nicaragua inician en 1994.
Fuente: WEO - FMI. Octubre de 2018.

ENERGÍA ELÉCTRICA: SE ACABARON LAS VACAS GORDAS

URGEN MEDIDAS PARA EVITAR UN DÉFICIT DE SUMINISTRO   Durante años, el sistema eléctrico nacional tuvo un superávit de oferta; es decir, su c...