La discusión sobre si el número de candidatos presidenciales es excesivo resulta interesante, pero desvía la atención de los verdaderos temas que pervierten nuestro sistema electoral
La reforma a la Ley Electoral de 2016 fue básicamente
cosmética; se modificaron muchos aspectos de forma y otros -como el voto nulo-
muy interesantes, pero eventualmente intrascendentes. La reforma cambió muchas
cosas, pero poco cambió de fondo: los políticos tradicionales siguen teniendo
el control del sistema, el Tribunal Supremo está cada vez más desbordado y los
ciudadanos se sienten cada vez menos representados.
Eso sí, la obsesión de aquella reforma con querer
limitar e hiper-regular el financiamiento hacia los partidos políticos dio como
resultado, entre otros efectos, una gran proliferación de candidatos
presidenciales: las coaliciones y alianzas se ven desincentivadas pues
significan menos recursos del techo de campaña para cada partido y, por ello,
cada uno prefiere nominar su propio candidato (aun sabiendo que no tiene
posibilidades de ganar) con tal de asegurar un monto de financiamiento que le
permita colocar al menos un diputado en el Congreso. Además, la gran cantidad
de candidatos (muchos de ellos con propuestas similares) es una muestra de la
incapacidad de las élites dirigenciales para identificar liderazgos y para acordar
plataformas comunes.
Algunos analistas han afirmado que “no es sano” para
el sistema democrático que existan muchos candidatos presidenciales. Tal
afirmación es debatible. Es cierto que, administrativamente, la proliferación
de candidatos complica el trabajo del TSE y de las juntas electorales, pero esa
es su responsabilidad, ya sea que haya pocos o muchos candidatos. También es
cierto que para los votantes resulta más difícil elegir cuando hay muchos
candidatos y muy escasa información sobre los mismos, máxime en una campaña
electoral muy breve.
Pero, desde otra perspectiva, un número grande de
candidatos sugiere que existe una sana disposición de muchos ciudadanos a
participar en política. Y, a fin de cuentas, la medida de la salud de la
democracia no es el número de candidatos, sino el número de votantes que acuda
a elegirlos: mientras más personas voten, más legítima la elección. ¿Acaso demasiados
candidatos en la boleta podrían abrumar a los votantes? Eso no lo sabremos sino
hasta el 16 de junio.
En todo caso, el riesgo de que, al haber demasiados
candidatos, quien resulte electo obtenga un porcentaje muy bajo del voto (y,
por ende, bajo respaldo popular), se mitiga gracias a nuestro sistema de
balotaje en donde los dos candidatos con más votos en la primera vuelta se
disputan al electorado en una segunda vuelta electoral, lo que otorga al
ganador una legitimidad popular indispensable para gobernar.