Un mal entorno político perjudica el desempeño económico, y viceversa. Para romper este círculo vicioso es esencial rescatar la institucionalidad del Estado y priorizar las políticas públicas
Existe un vínculo entre el entorno político y el
desempeño económico, que hace que ambos factores (el económico y el político)
se afecten mutuamente. Cuando prevalece un clima de conflictividad social, o
una sensación de falta de rumbo, o una debilidad institucional generalizada, se
configura un ambiente poco propicio para los negocios, adverso para la
inversión y causante de un escaso crecimiento de la producción de bienes y servicios.
A su vez, una economía anémica genera malestar en la población y perjudica el
entorno político.
A pesar de que actualmente las perspectivas de la
economía mundial son, en general, positivas, la economía guatemalteca parece
estarse resintiendo de un ambiente de confrontación (evidente, al menos, en la
opinión pública) y de falta de rumbo en materia de políticas públicas, que se
traduce en incertidumbre al momento de tomar decisiones económicas. Desde 2016
la economía nacional (medida por el Producto Interno Bruto –PIB-) está
creciendo a una tasa promedio de 3.0% anual, velocidad mediocre que,
aparentemente, no mejorará ni este año, ni el próximo. En los años previos el
crecimiento del PIB había promediado una tasa superior al 4%: ese 1% de
diferencia puede significar un abismo en términos de bienestar y de reducción
de la pobreza.
El problema es que, con un crecimiento económico
mediocre y con una población en continuo aumento, la generación de empleos y
las condiciones de vida de la población se estancan. Y con los indicadores de
pobreza estancados y los niveles de empleo sin mejorar, es posible que aumente
la conflictividad social, lo que, a su vez, perjudicará el desempeño de la
economía. Este círculo vicioso, a las puertas de un proceso electoral, genera
un campo fértil para el surgimiento de líderes populistas que, de ser electos
(sin importar si son de derechas o de izquierdas), pueden conducir al país
hacia una dinámica socioeconómica que, en largo plazo, solo perjudicará las
posibilidades de desarrollo. Y podríamos estar peor, pues el cóctel se torna
más explosivo si se le agregan ciertos ingredientes que están sobre la mesa:
tensiones ideológicas fabricadas por grupos de interés, diferencias étnicas que
podrían exacerbarse, acciones de boicot en contra de proyectos de inversión
privada financiadas por bien intencionados cooperantes extranjeros, prácticas
corruptas enraizadas en la gestión pública, etcétera.
Si a todo esto sumamos la posibilidad de un desastre
natural (recordemos que Guatemala es uno de los países más vulnerables a este
tipo de eventos), nos encontraremos con una tormenta perfecta. Diversos
estudios de economistas han identificado un vínculo entre los desastres
derivados del clima -particularmente sequías o inundaciones en economías
agrícolas- con brotes de conflictividad y violencia intercomunitaria en países
en desarrollo. Uno de esos estudios encontró que, entre 1980 y 2010, el 23% de
las guerras civiles coincidió con la ocurrencia de desastres asociados al clima
en países con conflictividad étnicas o social. Que Dios nos agarre confesados.
La experiencia de otros países, y la lección aprendida
de la historia, es que esas tensiones, y el consecuente círculo vicioso que va
del mal entrono político al mal desempeño económico, puede evitarse con mejores
instituciones políticas y gubernamentales. Por ello las calificadoras de riesgo
y los organismos financieros internacionales insisten en que la viabilidad
económica de Guatemala pasa por la reforma de sus instituciones estatales. Eso
toma tiempo y, por tanto, debemos ponernos de acuerdo en iniciar –cuanto antes
mejor- un proceso de reforma de instituciones políticas y gubernamentales para
evitar un probable desastre.