La regulación del uso y posesión del agua es un tema fundamental, como pocos, para las posibilidades de prosperidad en Guatemala. Sería un error de terribles consecuencias que el tema se politizara y se perdiera así la oportunidad de contar con un marco regulatorio moderno acorde a las mejores prácticas internacionales
De pronto, el tema de la gestión y regulación de los
recursos hídricos se ha puesto de moda. A treinta años de esperar, en vano, que
el Congreso de la República emita una ley al respecto –como lo ordena el
artículo 127 de la Constitución Política-, ahora surge un súbito interés por
dicha legislación. El peligro es que las prisas parlamentarias suelen ser malas
consejeras, especialmente cuando se trata de temas tan complejos, técnicos y
socialmente sensibles como el del agua.
La regulación del agua es un tema estratégico para la
gobernabilidad y el desarrollo de Guatemala; no es un tema trivial pues, entre
otras razones, es en torno al uso del agua donde se están gestando los
conflictos sociales más difíciles de resolver en el país. Las características
tan particulares del agua, como un bien esencial que es para la subsistencia,
le añaden complejidad a su gestión y regulación desde el ámbito público.
El agua es, por una parte, un recurso económico escaso
y fundamental para la producción; pero, al mismo tiempo, y así lo establece la
Constitución, se trata de un bien de dominio público con implicaciones
sociales, culturales y ambientales cuya cuantificación es imposible de calcular
con exactitud. Además, la gestión del agua debe tomar en cuenta una serie de
características especiales de este bien: su naturaleza de recurso móvil (que problematiza
determinar los derechos de propiedad sobre su uso), el carácter incierto du su
demanda y su oferta (sujetas a factores climáticos, demográficos, tecnológicos
y políticos cambiantes), la diversidad de usos (que a veces compiten entre sí),
la importancia de la calidad sobre la cantidad (dependiendo del destino que se
le quiera dar), o el problema de cuantificar su valor económico. Todos estos
aspectos hacen que la regulación de los recursos hídricos deba hacerse con
objetividad y sumo cuidado técnico.
En muchos países han logrado encontrar soluciones a
tales complejidades. Por ejemplo, para dilucidar si el agua es un bien
económico más (cuya asignación más eficiente la puede determinar el mercado), o
si es un activo social (con elevado valor comunitario), se encuentra una
solución aceptando que se trata de un bien de dominio público, pero
estableciendo, al mismo tiempo, que el derecho de su uso es privado y puede
regularse como tal.
Además, no sólo existen experiencias exitosas de
regulación en latitudes tan apartadas como California o Sudáfrica, sino que
también existen en Guatemala (por ejemplo, en Río Hondo, Zacapa) esquemas
tradicionales de gestión comunitaria del recurso hídrico, de las cuales deben
extraerse lecciones claras, tal como deben extraerse de los estándares
internacionales disponibles en esta materia.
Y quizá más importante que el marco regulatorio deben
ser las políticas públicas enfocadas a la gestión y planificación que orienten
el desarrollo sostenible del sector del agua. En este sentido, las acciones en
materia de reforestación deberían ser estratégicamente prioritarias para asegurar
que la riqueza hídrica de Guatemala no se siga perdiendo aceleradamente ya que ello
constituye una de las principales amenazas para la gobernabilidad y el
potencial de desarrollo del país.
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