No caigamos en la trampa de ideologizar las reformas institucionales que el país necesita. El verdadero enemigo del desarrollo del país es el crimen organizado que ha corrompido nuestro sistema político y las instituciones del Estado.
Para mejorar las condiciones de vida de los
guatemaltecos es necesario que haya crecimiento económico; para que este se
produzca es imprescindible que aumente la inversión y, con ella, el empleo. A
su vez, la inversión requiere, como pre condición, un ambiente donde prevalezca
la certeza jurídica y la estabilidad, las cuales solo pueden tener lugar si el
país cuenta con instituciones fuertes y eficientes, empezando por aquellas que
conforman el sector justicia.
A todo esto, vivimos en un país donde, por falta de
institucionalidad, los ciudadanos no tenemos ni tan siquiera la certeza de
contar oportunamente con un documento de identificación (DPI o pasaporte, ambos
inmersos en una profunda crisis). Donde la propiedad inmueble está
constantemente amenazada por despojos o invasiones. Donde las poderosas
pandillas exterminan a los policías pobremente armados. Donde los menores bajo
custodia del Estado son quemados vivos. Donde la biósfera “protegida” es
incendiada por grupos mafiosos.
Todos esos elementos son síntomas de que se configura
un escenario ideal para que florezca el crimen organizado, sea este el de los
cárteles mexicanos del narcotráfico (que operan libremente en muchas áreas
rurales del territorio nacional) o el de las maras 18 y Salvatrucha (que operan
libremente en muchas áreas urbanas del país). Ese crimen organizado es, en gran
medida, el que “cooptó” no solo nuestro sistema político y los organismos del
Estado (incluyendo un número importante de jueces y magistrados), sino incluso
gremios enteros -como el otrora prestigioso de los abogados- a fin de
asegurarse la impunidad en sus operaciones ilícitas.
Así, resulta indefendible la posición de quienes
sostienen que el sistema de justicia en Guatemala no necesita un cambio
sustancial. El Índice de Estado de Derecho (del World Justice Project) de 2016,
ubica a Guatemala en los últimos lugares del mundo (puesto 97 de 113 países
calificados). En el Índice de Percepción de la Corrupción 2016 (de
Transparencia Internacional) el país ocupó el puesto 136 (de 170). Y en el
último índice de Estados fallidos (de The Fund for Peace y Foreign Policy)
Guatemala ocupaba el puesto 64 (de 178). Está claro: la impunidad imperante
impide que exista certeza jurídica, ahuyenta la inversión y detiene el
desarrollo nacional.
Es, pues, imprescindible una reforma profunda del
sector justicia que garantice una efectiva independencia de jueces y
magistrados y, a la vez, una estructura institucional del sistema judicial que
mejore su eficiencia. Ello requiere de modificaciones a leyes ordinarias e
inevitablemente, para ciertos temas puntuales, a la propia Constitución de la
República. Por ello es lamentable que los impulsores de la reforma
constitucional hayan actuado el año pasado tan precipitadamente, hayan incluido
temas que (aunque importantes, como el de la jurisdicción indígena o el
antejuicio) no se relacionaban directamente con el fortalecimiento
institucional, y hayan redactado tan pobremente la propuesta que llegó al
Congreso en octubre pasado que la misma ha requerido de muchas y prolijas
enmiendas.
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