lunes, 8 de mayo de 2017

No Caigamos en la Trampa

No caigamos en la trampa de ideologizar las reformas institucionales que el país necesita. El verdadero enemigo del desarrollo del país es el crimen organizado que ha corrompido nuestro sistema político y las instituciones del Estado.

Para mejorar las condiciones de vida de los guatemaltecos es necesario que haya crecimiento económico; para que este se produzca es imprescindible que aumente la inversión y, con ella, el empleo. A su vez, la inversión requiere, como pre condición, un ambiente donde prevalezca la certeza jurídica y la estabilidad, las cuales solo pueden tener lugar si el país cuenta con instituciones fuertes y eficientes, empezando por aquellas que conforman el sector justicia.

A todo esto, vivimos en un país donde, por falta de institucionalidad, los ciudadanos no tenemos ni tan siquiera la certeza de contar oportunamente con un documento de identificación (DPI o pasaporte, ambos inmersos en una profunda crisis). Donde la propiedad inmueble está constantemente amenazada por despojos o invasiones. Donde las poderosas pandillas exterminan a los policías pobremente armados. Donde los menores bajo custodia del Estado son quemados vivos. Donde la biósfera “protegida” es incendiada por grupos mafiosos.

Todos esos elementos son síntomas de que se configura un escenario ideal para que florezca el crimen organizado, sea este el de los cárteles mexicanos del narcotráfico (que operan libremente en muchas áreas rurales del territorio nacional) o el de las maras 18 y Salvatrucha (que operan libremente en muchas áreas urbanas del país). Ese crimen organizado es, en gran medida, el que “cooptó” no solo nuestro sistema político y los organismos del Estado (incluyendo un número importante de jueces y magistrados), sino incluso gremios enteros -como el otrora prestigioso de los abogados- a fin de asegurarse la impunidad en sus operaciones ilícitas.

Así, resulta indefendible la posición de quienes sostienen que el sistema de justicia en Guatemala no necesita un cambio sustancial. El Índice de Estado de Derecho (del World Justice Project) de 2016, ubica a Guatemala en los últimos lugares del mundo (puesto 97 de 113 países calificados). En el Índice de Percepción de la Corrupción 2016 (de Transparencia Internacional) el país ocupó el puesto 136 (de 170). Y en el último índice de Estados fallidos (de The Fund for Peace y Foreign Policy) Guatemala ocupaba el puesto 64 (de 178). Está claro: la impunidad imperante impide que exista certeza jurídica, ahuyenta la inversión y detiene el desarrollo nacional.

Es, pues, imprescindible una reforma profunda del sector justicia que garantice una efectiva independencia de jueces y magistrados y, a la vez, una estructura institucional del sistema judicial que mejore su eficiencia. Ello requiere de modificaciones a leyes ordinarias e inevitablemente, para ciertos temas puntuales, a la propia Constitución de la República. Por ello es lamentable que los impulsores de la reforma constitucional hayan actuado el año pasado tan precipitadamente, hayan incluido temas que (aunque importantes, como el de la jurisdicción indígena o el antejuicio) no se relacionaban directamente con el fortalecimiento institucional, y hayan redactado tan pobremente la propuesta que llegó al Congreso en octubre pasado que la misma ha requerido de muchas y prolijas enmiendas.

Tal impericia ha facilitado que las fuerzas oscuras (que no quieren que nada cambie para seguir medrando del ambiente de impunidad y corrupción) hayan envenenado la discusión de las reformas llevándola al campo de la lucha ideológica o, peor aún, de la étnica. No caigamos en esa trampa perversa. El verdadero enemigo del desarrollo del país es el crimen organizado que ha corrompido nuestro sistema político y las instituciones del Estado. Las reformas del sector justicia ameritan una discusión responsable, reflexiva y seria. El futuro de Guatemala está en juego.

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