lunes, 3 de abril de 2017

Amenazas Contra la Libertad de Expresión

No sólo los dictadores atentan contra la libertad de emisión del pensamiento. A veces, también los adalides de lo políticamente correcto, en su afán de evitar "ofensas" contra las minorías y los desprotegidos, avalan que se aplique la censura. 

"Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y de recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión". Eso dice el Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos e implica, en la práctica, que cualquier persona es libre de externar sus opiniones sin temor a sufrir represalias o censura del gobierno, ni sanciones sociales. Nuestra Constitución, en los artículos 5 (Libertad de Acción) y 35 (Libertad de Emisión del Pensamiento) lo refrenda ampliamente.

Sin embargo, con la proliferación de medios de comunicación electrónicos (cualquiera con acceso a internet puede hoy ser un emisor masivo de opiniones) se abre un debate respecto a la forma, condiciones y límites en que debe enmarcarse el ejercicio de ese derecho. Alrededor del mundo los gobiernos autoritarios buscan cómo restringir la emisión del pensamiento de sus ciudadanos y medios. Ya sea Putin mediante la oligopolización de la televisión, Correa mediante leyes restrictivas, o Xi Jinping mediante el uso directo de la censura informática son ejemplos de esta tendencia.

Pero no solo los gobiernos atentan contra la libre expresión del pensamiento. También ciertos intelectuales progres, bienintencionados promotores de lo políticamente correcto, convencidos de que las personas tienen el derecho a no ser ofendidas, claman porque alguna autoridad (¿la Fiscalía Contra el Insulto, el Procurador del Derecho a No Ser Agraviado, o la Policía de lo Políticamente Correcto?) supervise y limite las opiniones que sean potencialmente ofensivas hacia una persona o grupo (religioso, étnico, político o de cualquier otra categoría). El peligro es que interpretar si algo es o no ofensivo resulta muy subjetivo, y conferirle dicha interpretación a una autoridad gubernamental puede resultar escabroso y arbitrario.

Es cierto que debe haber ciertos límites a la libertad de expresión como, por ejemplo, la emisión de ideas o imágenes pedófilas, o las que provoquen un linchamiento, o las que violen la privacidad de las personas, o las que generen un ataque terrorista. Pero la regla general debe ser la de una libertad amplia para que todos los ciudadanos emitan su pensamiento; y las excepciones deben ser muy pocas.

Cuando algún intelectual posmoderno propugna porque se censure y castigue una expresión ofensiva hacia una persona o minoría, lejos de ayudar a quien pretende defender, termina validando los argumentos autoritarios y antidemocráticos que buscan limitar la libertad de expresión. Es cierto que todos debemos preocuparnos por defender a las víctimas de la discriminación; y, también, que en cualquier debate las buenas maneras son preferibles a las groserías. Pero ello no justifica que debamos coartar la libertad de expresión de quien no piensa como nosotros, aunque se exprese de manera grosera, impertinente o descortés.

La libertad de expresión es uno de los derechos más fundamentales del ser humano y es crucial para que una democracia funcione: la libre expresión del pensamiento es una herramienta eficaz para castigar a los malos gobernantes. Además, desde un punto de vista económico, la libre emisión del pensamiento es esencial para lograr una buena asignación de los recursos en el mercado (el Nobel en Economía, Amartya Sen, ha resaltado el hecho de que donde ha habido libertad de expresión nunca han existido hambrunas). La mejor defensa contra los argumentos ofensivos y discriminatorios no es la censura, sino el debate de ideas, el razonamiento y, en último caso, la protesta pacífica.

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