"Todo individuo tiene derecho a la libertad de
opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus
opiniones, el de investigar y de recibir informaciones y opiniones, y el de
difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión".
Eso dice el Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos e implica,
en la práctica, que cualquier persona es libre de externar sus opiniones sin
temor a sufrir represalias o censura del gobierno, ni sanciones sociales. Nuestra
Constitución, en los artículos 5 (Libertad de Acción) y 35 (Libertad de Emisión
del Pensamiento) lo refrenda ampliamente.
Sin embargo, con la proliferación de medios de
comunicación electrónicos (cualquiera con acceso a internet puede hoy ser un
emisor masivo de opiniones) se abre un debate respecto a la forma, condiciones
y límites en que debe enmarcarse el ejercicio de ese derecho. Alrededor del
mundo los gobiernos autoritarios buscan cómo restringir la emisión del
pensamiento de sus ciudadanos y medios. Ya sea Putin mediante la
oligopolización de la televisión, Correa mediante leyes restrictivas, o Xi
Jinping mediante el uso directo de la censura informática son ejemplos de esta
tendencia.
Pero no solo los gobiernos atentan contra la libre
expresión del pensamiento. También ciertos intelectuales progres,
bienintencionados promotores de lo políticamente correcto, convencidos de que
las personas tienen el derecho a no ser ofendidas, claman porque alguna
autoridad (¿la Fiscalía Contra el Insulto, el Procurador del Derecho a No Ser Agraviado,
o la Policía de lo Políticamente Correcto?) supervise y limite las opiniones que
sean potencialmente ofensivas hacia una persona o grupo (religioso, étnico,
político o de cualquier otra categoría). El peligro es que interpretar si algo
es o no ofensivo resulta muy subjetivo, y conferirle dicha interpretación a una
autoridad gubernamental puede resultar escabroso y arbitrario.
Es cierto que debe haber ciertos límites a la libertad
de expresión como, por ejemplo, la emisión de ideas o imágenes pedófilas, o las
que provoquen un linchamiento, o las que violen la privacidad de las personas,
o las que generen un ataque terrorista. Pero la regla general debe ser la de
una libertad amplia para que todos los ciudadanos emitan su pensamiento; y las
excepciones deben ser muy pocas.
Cuando algún intelectual posmoderno propugna porque se
censure y castigue una expresión ofensiva hacia una persona o minoría, lejos de
ayudar a quien pretende defender, termina validando los argumentos autoritarios
y antidemocráticos que buscan limitar la libertad de expresión. Es cierto que
todos debemos preocuparnos por defender a las víctimas de la discriminación; y,
también, que en cualquier debate las buenas maneras son preferibles a las
groserías. Pero ello no justifica que debamos coartar la libertad de expresión
de quien no piensa como nosotros, aunque se exprese de manera grosera,
impertinente o descortés.
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