Un sistema político funcional es necesario para que exista democracia y gobernabilidad. Sin gobernabilidad es imposible el desarrollo económico. Por ello es tan importante reformar y prestigiar el sistema político, que no es otra cosa que llenarlo de personas decentes.
Las prácticas de corrupción que se desvelaron en toda
su crudeza hace dos años (y que aún carcomen inclementes las entrañas del
Estado) son el efecto más visible del destrozo del sistema político
guatemalteco. Los sobornos, el tráfico de influencias, las plazas fantasmas, así
como los sobreprecios en las contrataciones y adquisiciones del gobierno han
sido los esquemas más utilizados (tanto en el gobierno central como en los
gobiernos locales) para saquear el erario público con el fin de enriquecer a
funcionarios y a políticos corruptos. Y todas las pistas del delito conducen a
un lugar: el sistema de partidos políticos.
La numerosas investigaciones y enjuiciamientos contra
dirigentes políticos que, merced a las acciones de la CICIG y el Ministerio
Público, se han producido en los últimos meses, ha revelado el deterioro del
sistema. De todas las profesiones que se practican en el país, la de político
es una de las más desprestigiadas. Pero, ¿cómo llegamos aquí? ¿Y qué debemos
hacer para cambiar la situación a fin de que la ciudadanía pueda elegir mejores
representantes?
En el sistema actual los diputados se eligen en listados
(nacional y departamentales) cerrados, en vez de representar distritos más
pequeños y cercanos al ciudadano, lo cual no solo hace que las campañas
electorales resulten caras y proclives a la corrupción, sino que impide la
cercanía entre el votante y sus representantes. A la inexistente
representatividad se une, por un lado, la falta de transparencia y democracia
interna en los partidos y, por otro, la debilidad y politización del Tribunal
Supremo Electoral –TSE-. Ello configura el actual sistema político clientelar y
patrimonialista que dificulta la gobernabilidad e impide el buen desempeño de
la economía nacional.
Hoy el Congreso está más fragmentado que nunca. Los
partidos políticos carecen de ideología o de un programa de gobierno para
ofrecer a los votantes quienes, además, en su gran mayoría ignoran quién es el
diputado que los representa o por quien votaron en las pasadas elecciones. El
Ejecutivo impulsa sus iniciativas de ley mediante coaliciones legislativas
frágiles y efímeras. Eso permitió en el pasado (y esperemos que sólo en el
pasado) la práctica de compra de votos a cambio de favores, obras o sobornos,
para viabilizar proyectos del gobierno tal como, según se dice, ocurrió en el
escandaloso caso Odebrecht, aún pendiente de resolver.
Hasta ahora, la necesaria depuración de este sistema,
evidentemente agotado, se ha estado dando principalmente por la vía judicial,
tanto en el caso de la persecución penal de políticos corruptos, como de la
cancelación de partidos políticos que han violado la ley. Quienes impulsan esta
vía esperan que tal terapia de choque pueda lograr quizá, y solo quizá, una
mejora en la calidad de los diputados y dirigentes políticos en las próximas
elecciones. Pero los tribunales no pueden hacerlo todo: son los políticos quienes
deben reformarse a sí mismos y al sistema.
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