lunes, 27 de enero de 2020

LA VERDADERA OFICINA ANTI-CORRUPCIÓN

El diseño de la recién creada comisión presidencial contra la corrupción no deja en claro qué estrategia se seguirá en esta lucha

El índice de percepción de corrupción en Guatemala, publicado la semana pasada, muestra un continuado deterioro. Ello es preocupante porque, como se ha dicho reiteradamente, la corrupción (ya sea real o percibida) tiene enormes consecuencias económicas y sociales. Primero, tiene un costo fiscal significativo, porque reduce los ingresos tributarios (por ejemplo, cuando los diputados aprueban exenciones o privilegios fiscales a cambio de sobornos) e incrementa artificialmente los costos en los que incurre el gobierno al adquirir bienes y construir obras mediante mecanismos ilícitos.

Además de dichos costos fiscales, la corrupción perjudica el crecimiento económico y reduce la calidad de vida de todos los ciudadanos al drenar recursos que deberían destinarse a la educación, la salud y la infraestructura (factores esenciales para una economía productiva). La pésima percepción respecto de la corrupción que impera en la sociedad guatemalteca daña, además, la confianza ciudadana en las instituciones del Estado lo que, a su vez, corroe la moral tributaria y la gobernabilidad democrática. Por eso es más que bienvenido el anuncio del presidente Giammattei de emprender acciones decididas en la lucha contra la corrupción.

Sin embargo, el diseño de la recién creada comisión presidencial contra la corrupción no deja en claro qué estrategia se seguirá en esta lucha. Es importante, en primer lugar, que se tenga claro que el enfoque de dicha comisión no puede ni debe ser el de la persecución penal ya que esta, si bien es útil cuando se emplea como último recurso, resulta absolutamente insuficiente para combatir sostenidamente la corrupción (el cáncer -ya se sabe- es mejor prevenirlo que curarlo aplicando medicinas que siempre son agresivas y generan graves efectos colaterales).

Siendo una dependencia del Ejecutivo, la referida comisión habrá de enfocarse en mejorar aspectos de la gestión (especialmente en las áreas de más riesgo: adquisición de suministros, contratación de obra púbica y administración tributaria) lo cual, de nuevo, es importante pero insuficiente. Además, como ya se aprendió de la fallida Copret que dirigió Roxana Baldetti, cuando estas comisiones las dirige el propio gobierno suelen ser vulnerables a conflictos de interés y proclives a politizar sus acciones.

Por lo tanto, la vía más adecuada -aunque, por desgracia, no la más fácil- para combatir la corrupción es la aplicación de un sistema efectivo de control del gasto: la verdadera oficina anticorrupción debería ser la Contraloría de Cuentas, en coordinación con las unidades de auditoría interna de las dependencias gubernamentales que, hasta hoy, han estado conspicua y sospechosamente ausentes en su rol de promover la integridad y la rendición de cuentas. La reforma profunda de estos entes (junto con el sistema de servicio civil y el de adquisiciones del Estado) debería ser, pues, la principal estrategia anticorrupción. Para ello se requerirá de una férrea voluntad política, de perseverancia y de un compromiso firme de fortalecerlas institucionalmente, sabiendo que puede pasar mucho tiempo antes de ver resultados palpables.

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