lunes, 25 de noviembre de 2019

Nueva Oportunidad de Reforma Electoral


El esfuerzo de reforma debería articularse en torno a la solución de las tres debilidades estructurales de nuestro sistema.

El Tribunal Supremo Electoral –TSE-, pese a la enorme pérdida de credibilidad sufrida durante el recién concluido proceso electoral, está obligado por ley a emprender un proceso de reforma del sistema electoral y de partidos políticos y, para el efecto, ha convocado a un diálogo a la sociedad civil y los propios partidos. Debemos aspirar a que esta vez la reforma electoral no sea un esfuerzo fútil y frustrado como el de 2016. Aquella reforma fue una desordenada colección de ocurrencias, parches y cambios aislados que careció de un hilo conductor que la estructurara.

El resultado fue una ley reformada plagada de lagunas, de ambigüedades y de disposiciones arbitrarias o inaplicables sobre temas tan cruciales como en qué consiste la campaña electoral, cómo se define y limita la propaganda, cómo se efectúan y registra los aportes ciudadanos (financieros y en especie) a los partidos políticos, cómo y quién regula la inscripción de candidatos, y un largo etcétera. El accidentado proceso electoral –que solo por una gran dosis de fortuna concluyó sin mayores contratiempos- puso en evidencia la enorme debilidad funcional del TSE y la necesidad no solo de corregir las evidentes falencias de la reforma de 2016, sino de aprovechar esta nueva oportunidad para reformar integralmente el sistema. 

Para no repetir los errores del proceso anterior, el esfuerzo de reforma debería articularse en torno a la solución de las tres debilidades estructurales de nuestro sistema. La primera, su falta de legitimidad y excesivos obstáculos para participar (según diversas encuestas, el Congreso de la República y los partidos políticos son las instituciones que menos confianza generan en la población). La segunda, su falta de representatividad, con un electorado que abiertamente manifiesta no sentirse identificado con (y hasta ignorar quiénes son) sus representantes. Y la tercera, la debilidad institucional, con un TSE cada día menos supremo y con complejas responsabilidades a enfrentar con escasos recursos e inadecuados procedimientos (incluso para elegir a los magistrados).

Los méritos de cualquier propuesta de cambio a la Ley Electoral deberían evaluarse en función de cuánto contribuyan a solucionar esas tres debilidades. Esto es válido tanto para las propuestas que surjan con el fin de corregir los múltiples desatinos de la reforma de 2016, como para aquellas propuestas orientadas a reformar más integralmente el sistema electoral y de partidos políticos, incluyendo aquellas que favorezcan la participación de nuevos y diversos movimientos políticos (lo cual acrecentaría la legitimidad del sistema), que permitan elegir directamente y por nombre –no por listado- a los diputados (lo que mejoraría la representatividad) y que modernicen los procesos de elección y de gobernanza de los magistrados del TSE (lo que fortalecería la institucionalidad).

Lo ideal sería que el proceso de reformas no lo coordinara un TSE tan débil y deslegitimado como el actual pero, por mandato legal, no queda más remedio que empezar el proceso de discusión bajo su guía. Ojalá que los nuevos magistrados que han de ser electos el próximo año puedan culminar el proceso ejerciendo un liderazgo más estratégico, visionario y efectivo que evite que esta nueva oportunidad de hacer una reforma integral sea, otra vez, una oportunidad desperdiciada.

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