A nivel macroeconómico, la inversión es aquella parte
de la producción nacional que no es consumida ni ahorrada, por lo que se
traduce en la adquisición –por parte de los particulares y del gobierno- de
activos productivos, tales como maquinaria, edificios, vehículos y carreteras, que
resultan esenciales para que dicha producción se sostenga y aumente en el
tiempo. Cuando la inversión en un país aumenta, crece la cantidad de bienes de
capital (productivos) disponible por habitante y con ello se incrementa la
producción y los ingresos por persona. Fomentar la inversión debería ser,
entonces, una prioridad de las políticas públicas.
Aún con mayor razón deberían los tres poderes del
Estado esforzarse en atraer la inversión ahora que la incertidumbre se cierne
sobre el entorno económico internacional que, ante las menores tasas de
retorno, los incentivos y medidas proteccionistas aplicados por los gobiernos
de algunos países industrializados, y los vaivenes de la guerra comerciales
sino-estadounidense, proyecta una reducción en los flujos de inversión hacia
países en desarrollo como Guatemala. De hecho, nuestro país es de los que menos
inversión hace en todo el mundo, tanto por parte de los agentes económicos
nacionales (empresas y gobierno, que apenas invierten menos del equivalente al
15% del PIB), como de los extranjeros (cuya inversión directa no supera el 1%
del PIB).
Para no espantar la inversión es necesario que el
estado mantenga una serie de condiciones fundamentales que den confianza a los
inversionistas. Algunas de estas condiciones, las de carácter macroeconómico,
parecen estar presentes en Guatemala: inflación bajo control, niveles
relativamente bajos de pasivos en moneda extranjera, un régimen coherente de
política monetaria y un déficit fiscal tolerable. Estas son condiciones que las
autoridades monetarias y fiscales deben preservar. Pero hay otras condiciones,
más de carácter institucional, cuya ausencia explica las razones verdaderas por
las cuales nuestro país es tan poco atractivo para la inversión.
La debilidad institucional impide que exista y se
respete una política pública para el tratamiento de la inversión extranjera; las
escasas obras públicas que se construyen carecen de la calidad y la magnitud
que el país requiere; y, el necesario marco reglamentario e institucional para
regular las consultas a las comunidades indígenas brilla por su ausencia. Y en
el Congreso, en vez de avanzar con la aprobación de leyes como la de
estabilidad jurídica para las inversiones, la de infraestructura vial, la de
insolvencias o la de arrendamiento financiero –que darían un marco de certeza
económica-, tiran a la basura el primer proyecto de alianza público-privada que
conoce el Pleno (en vez de corregirlo, que era lo que correspondía hacer si le
habían encontrado debilidades).
Pareciera que, hoy por hoy, las prioridades en materia
de apoyo a la inversión no están nada claras. Mientras tanto, los inversores no
tendrán más opción que adoptar una actitud de mucha precaución y pospondrán sus
decisiones hasta que exista una mayor claridad sobre las políticas respecto de
la inversión que adoptará el gobierno entrante a partir de enero.
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