La ausencia de instituciones sólidas y eficaces sí es garantía del deterioro ético y moral de la sociedad, así como del fracaso de los países.
En octubre de 1925, Mahatma Gandhi publicó en un
periódico de su India natal una lista de lo que consideraba las siete actitudes
sociales –que podríamos llamar “anti instituciones”- que debilitan, socavan y,
finalmente, destruyen las posibilidades de convivencia pacífica y de prosperidad
material de cualquier país. Estos siete pecados sociales –que reflejan la
pérdida de los valores esenciales, de las virtudes personales y de la ética; es
decir, un deterioro de la cultura de las naciones- están evidentemente
presentes en nuestra realidad cotidiana y amenazan con destruir nuestras
posibilidades de desarrollo.
Uno, la política sin principios: nuestro sistema político
se ha deteriorado continuamente, al punto que el principal incentivo por el
cual las personas se involucran en la política partidista parece ser la
búsqueda de enriquecerse –legal o ilegalmente- mediante el control de los
recursos del erario público. Un resultado nefasto de este pecado es que las
personas éticas y con principios prefieren alejarse del quehacer político, dejando
la cancha libre a los menos capaces y más corruptibles. Dos, la riqueza sin
trabajo: nuestra tendencia a celebrar al más listo, al que evade impuestos, al
que piratea la señal de cable del vecino, al que se hace rico de la noche a la
mañana con un negocio turbio, aunada a la ausencia de justicia, han normalizado
el parasitismo social.
Tres, el placer sin responsabilidad: cuando no va
acompañada del ejercicio de la responsabilidad, la legítima búsqueda del goce
personal degenera en vicios que en última instancia causan costos a toda la
sociedad (ya sea por los costos médicos, por el tiempo laboral perdido o por
los daños ambientales que tales vicios generan). Cuatro, los negocios sin
moral: el incumplimiento de contratos, la deslealtad al competir, la búsqueda
de privilegios y “conectes” con el gobierno son todas prácticas que han
proliferado, dañando gravemente el clima de negocios y la eficiencia de la
economía.
Cinco, la ciencia sin humanidad: se ha hecho común
emitir estudios técnicos (de impacto ambiental, de supervisión de obras
públicas, de calidad de medicamentos) que utilizan la ciencia con fines
perversos que acaban por infligir un severo daño a toda la ciudadanía. Seis, la
religión sin sacrificio: el evangelio de la prosperidad y el de la licencia
para pecar –ante la misericordia divina que todo lo perdona- generan un
divorcio entre la fe que se dice profesar y la vida que se vive, lo cual termina
por convertir a las iglesias en instrumentos al servicio de ladrones y
corruptos. Y siete, la educación sin carácter: un magisterio no solo mal
preparado, sino que más interesado en obtener privilegios sin esfuerzo que en
formar a la niñez, es una receta para inculcar mediocridad y falta de carácter
en las generaciones futuras.
La proliferación de estos siete pecados socava las
instituciones gubernamentales, pero, al mismo tiempo, la debilidad de esas instituciones
fomenta que tales pecados se cometan cada vez con más impunidad, configurando
así un perverso círculo vicioso. Es cierto que una reforma institucional no es
garantía de nada, pero también lo es que la ausencia de instituciones sólidas y
eficaces sí es garantía del deterioro ético y moral de la sociedad, así como
del fracaso de los países.
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