Los guatemaltecos no deberíamos buscar al salvador que nos resuelva todos los problemas con su varita mágica y que, probablemente, polarice aún más el enrarecido ambiente, ya que las consecuencias de ello pueden ser graves
Una de las paradojas
de los regímenes democráticos que a lo largo de Latinoamérica se han venido
sucediendo desde hace cuarenta años, es la persistencia de los votantes en
preferir a los candidatos que ofrecen soluciones rápidas, salidas milagrosas,
remedios fáciles a los sempiternos problemas de nuestro subdesarrollo.
Guatemala no es, para nada, la excepción a esta infructuosa búsqueda ciudadana
por un salvador que rescate al país del abismo. Y ante tal demanda del
electorado, la oferta electoral se manifiesta: la mayoría de candidatos presidenciales
se presenta pidiendo que voten por su personalidad –y no por su programa de
gobierno-, y que confíen en su capacidad –y no en las instituciones
republicanas-.
El populismo se
ha convertido en epidemia y complacer a las multitudes se ha vuelto la
principal oferta electoral. Los ciudadanos están justamente frustrados con la
elevada criminalidad, la incontrolable corrupción y el escaso crecimiento
económico. Los votantes, desesperados, acuden a las manos duras o a las dádivas
económicas; quieren ver sangre y resultados inmediatos. Así, en tiempos de
desesperación, es fácil que se inclinen por las opciones más radicales y
extremistas. Y, dada la proliferación de candidatos populistas, en ocasiones
algunos de ellos resultan electos.
Ya sucedió el
año pasado en México (donde eligieron al típico populista de izquierda que se
siente ungido para gobernar por encima de las instituciones establecidas) y en
Brasil (donde eligieron al típico populista de derecha, autoritario y misógino,
dispuesto a arreglar todos los males con su mano dura). Y también ha sucedido
en el pasado, cuando en medio de un periodo de crisis, el pueblo ha optado por
elegir un salvador. Se dio en los años noventa en un Perú que, agobiado por el
terrorismo, la hiperinflación y la recesión, eligió a su no-político populista,
Alberto Fujimori. Se dio también en una Venezuela que, afligida por el colapso
del precio del petróleo y por la corrupción rampante –que hicieron quebrar a su
Estado del Bienestar-, eligió como salvador al golpista coronel Hugo Chávez.
Las secuelas de
elegir ese tipo de gobernantes son duraderas... y no son buenas. Entre ellas
destaca la polarización política que se enraíza y mina el tejido social y
entorpece los flujos económicos. Si algún culpable hay de estas consecuencias,
es el sistema político (“el mecanismo”, “el establishment”) que ha sido
incapaz de construir las instituciones que son indispensables para que el Estado
pueda ejercer, como mínimo, sus funciones básicas de proteger la vida de los
ciudadanos y evitar la malversación de los fondos públicos.
Las lecciones
que Guatemala puede derivar de estas experiencias son fundamentales. En las
elecciones del próximo domingo, los guatemaltecos no deberíamos buscar al
salvador que nos resuelva todos los problemas con su varita mágica y que,
probablemente, polarice aún más el enrarecido ambiente, ya que las
consecuencias de ello pueden ser graves. Ojalá pudiéramos elegir, si no a un
estadista (que a estas alturas parece pedir demasiado), al menos a una persona
con la suficiente visión y liderazgo para iniciar la construcción de las
instituciones que necesitamos y conducir la reforma urgente de nuestro fallido
sistema político.
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