Con las
elecciones del domingo 16 de junio terminó la campaña electoral, al menos en su
primera fase, que fue irregular, atípica y llena de incertidumbres. Las redes
sociales –que en otros países se han convertido en el medio preferido para las
campañas políticas- fueron limitadas por la absurda prohibición del TSE de
pautar en ellas, por lo que el medio más socorrido de propaganda fueron las
pancartas, carteles, y posters que plagaron las calles y carreteras del país.
Tampoco faltaron los tradicionales mítines en las plazas públicas. Y, por
desgracia, otro medio de proselitismo –quizá más efectivo- fue la compra de
voluntades con pelotas, camisetas, bonos, alimentos y hasta dinero en efectivo.
La pregunta
siempre ha sido ¿quiénes pagan por toda esta parafernalia electorera y qué
buscan obtener a cambio? Las donaciones “tipo Odebrecht” que alimentaron la corrupción
–en Guatemala y en toda Latinoamérica- generaron una serie de reformas para
tratar de regular y controlar el financiamiento electoral, con diversos
resultados, pocos de ellos positivos. Cualesquiera que sean las reglas, el
control del financiamiento electoral es siempre escurridizo e ineficaz. Para
reducir los riesgos de que el financiamiento privado a los partidos políticos
genere la captura de sectores del gobierno, algunos países –como Brasil y
Chile- han prohibido de tajo el financiamiento empresarial a las campañas
electorales. En Guatemala, este se ha limitado a un mínimo casi insignificante.
Otras reformas en la Región incluyen reducir la propaganda al aire libre,
aumentar el aporte financiero con dinero público y limitar las donaciones individuales.
El resultado no siempre
ha sido el esperado. En Chile, las mayores regulaciones ocasionaron un aumento
marcado del abstencionismo debido a lo que algunos analistas calificaron como
un clima de poca motivación ciudadana. En Brasil, las limitaciones a la
propaganda ocasionaron que se disparara el número de alcaldes reelectos. Las
limitaciones al financiamiento electoral de las empresas ha provocado –como
puede haber sido el caso de estas elecciones en Guatemala- un aumento del
financiamiento proveniente del crimen organizado.
Algunos ingenuos
sostienen que la solución es que el cien por ciento del financiamiento
electoral sea con fondos públicos. Pero financiar a los partidos políticos con
el dinero de los contribuyentes es una medida muy impopular. Además, en
cualquier sistema electoral siempre existe financiamiento privado: según la
definición del TSE guatemalteco, cualquier donación –sea en dinero, en especie
o, incluso, en tiempo de activista- es financiamiento privado.
El control del
financiamiento electoral es un problema para el que no hay panaceas, sino solo
opciones difíciles ante el hecho inevitable de que la democracia cuesta dinero
y alguien tiene que pagarlo. Reducir el tiempo de campaña y obligar a una total
transparencia de los partidos y sus donantes puede ayudar. Pero la clave es que
las reglas y controles deben ser aplicados por una autoridad electoral
competente, fuerte e independiente, algo que nuestro TSE hace tiempo que ya no
es. Cambiar esto debería ser parte esencial de la necesaria reforma del
sistema.
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