La decisión de Donald Trump de interrumpir la ayuda a los países del Triángulo Norte es un sinsentido, y contraproducente para sus propios intereses
La ayuda internacional para el desarrollo -AID- era
originalmente, hace años, un flujo de recursos de los países ricos para
aliviar, sin condiciones, las emergencias humanitarias de los países pobres. La
naturaleza de la AID, sin embargo, ya no es la misma que antes, y la mayoría de
países ricos, incluyendo los Estados Unidos de América, solo dan ayuda bajo
ciertas condiciones que deben cumplir los países recipiendarios, que no
necesariamente son pobres. Guatemala, cabe subrayarlo, no es un país pobre
(pertenece a los países llamados “de ingresos medios”).
Hace pocos días, el presidente Donald Trump, anunció
un recorte de la ayuda estadounidense a Guatemala (y a Honduras y El Salvador),
como reacción al aumento de las "caravanas de migrantes" indocumentados.
El Departamento de Estado canceló los fondos para el año fiscal 2018, que en
buena parte ya habían sido desembolsados, por lo que el impacto no será
significativo (excepto para algunas comunidades beneficiarias de programas
específicos) y el recorte de la ayuda resultará más bien simbólico del enojo estadounidense.
Lo cierto es que Guatemala –como cualquier país de
ingresos medios- no necesita ni depende de la ayuda internacional (salvo en
caso de desastres). Lo que ocurre es que –como muchos países de ingresos
medios- administramos muy mal los recursos fiscales y padecemos una terrible
debilidad institucional, por lo que persistan bolsones de pobreza, desnutrición
e ingobernabilidad. Esto es precisamente lo que justifica que los países
donantes condicionen su ayuda a que esta se dirija a programas focalizados en los
más pobres y a que se corrijan las debilidades institucionales.
Por eso la decisión de interrumpir la ayuda a los
países del Triángulo Norte es un sinsentido. Sin los programas de ayuda el
gobierno estadounidense pierde valiosas herramientas, no solo para mejorar las
condiciones de vida de los potenciales migrantes en los bolsones de pobreza,
sino principalmente para persuadir a estos países a reformar las
institucionales para mejorar la gobernabilidad, combatir el narcotráfico y
reducir las migraciones ilegales. Con la suspensión de la ayuda es probable no
solo que estos países se atrincheren y paralicen sus reformas institucionales,
sino que además reciban tentadoras ofertas de donantes emergentes –como China y
Rusia-, cuyos objetivos son muy diferentes a los de los Estados Unidos.
Tampoco conviene satanizar (ni acá, ni allá) la AID: países
tan exitosos como Taiwán y Corea del Sur iniciaron su ascenso al desarrollo
recibiendo importantes montos del AID, y enfermedades como la polio y la viruela
han sido casi erradicadas merced a este tipo de asistencia. Lo que los donantes
deben perseguir es que su ayuda efectivamente mejore la calidad de vida de los
más pobres, que no sea usada con fines partidarios o antidemocráticos, que se use
con transparencia y que esté bien fiscalizada. En estos objetivos debería
centrarse el gobierno de Trump para que la ayuda estadounidense contribuya a
reducir las migraciones y el narcotráfico. Recortar esa ayuda consigue
precisamente lo opuesto.
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