lunes, 25 de junio de 2018

La Crisis de los Migrantes

El drama de nuestros connacionales en la frontera México-estadounidense no debe llamarnos solamente a exigir a los Estados Unidos un trato digno a los migrantes, sino que debe ser, sobre todo, un llamado a nosotros mismos, como Estado, para atender las causas (principalmente económicas) de esa migración

Soy hijo de un refugiado. Mi padre emigró a la edad de nueve años, huyendo de una atroz guerra civil en su país natal que le costó la vida de más de un millón de personas. A esa corta edad, mientras cruzaba la frontera en medio de la una multitudinaria columna de desterrados, él y su hermano se apartaron del lado de mi abuela y se extraviaron; estuvieron deambulando desamparados durante semanas, padeciendo hambre y enfermedades, y sufriendo el angustiante trauma de no saber si algún día volverían a reunirse con su familia. A través de los relatos de mi padre quedó impresa en mi alma la imagen del terrible dolor que un niño migrante puede sufrir cuando es separado de su familia en un país extraño.

Esa imagen reaparece con las noticias de las crisis migratorias que hoy se viven en el Congo, Sudán del Sur, Siria o Europa. Pero se convirtió en dolor al escuchar los gritos y el llanto de los niños guatemaltecos, mexicanos y salvadoreños separados cruelmente de sus padres en aplicación de las estrictas medidas de “cero tolerancia” contra los inmigrantes ilegales por parte de las autoridades estadounidenses. Las principales razones detrás de esa política es que los migrantes y refugiados representan una carga financiera para los Estados Unidos y una amenaza a su seguridad nacional.

Ambas razones, según la prestigiosa revista The Economist, no se sustentan para el caso de los refugiados que los Estados Unidos han acogido en años recientes. Las estadísticas demuestran que diez años después de su llegada, el ingreso monetario promedio de una familia de refugiados, así como el monto de impuestos que le pagan al fisco, es similar al de la familia estadounidense promedio, lo cual implica un costo cero para el Estado. Además, ninguno de los 3 millones de refugiados que Estados Unidos ha acogido desde 1980 ha estado involucrado en un ataque terrorista fatal, lo que implica que no representan una amenaza adicional a su seguridad nacional.

Claro que no todos los emigrantes son refugiados, pero los emigrantes centroamericanos, que arriesgan sus vidas (y las de sus hijos) cruzando todo el territorio mexicano bajo condiciones extremas, huyendo de condiciones de vida (económicas y sociales) en sus países que amenazan gravemente la viabilidad de sus familias, tienen muchas características que los asemejan con el perfil de los refugiados. Por ello, su tratamiento en el país de acogida se trata tanto de un asunto jurídico como de uno humanitario. Como dijo el Papa Francisco: “La dignidad de una persona no depende de que sea ciudadano, migrante o refugiado. Salvar la vida de quien escapa de la guerra y de la miseria es un acto de humanidad”

Ahora bien, el drama de nuestros connacionales en la frontera México-estadounidense no debe llamarnos solamente a exigir a aquellos países un trato digno a los migrantes, sino que debe ser, sobre todo, un llamado a nosotros mismos, como Estado, a emprender con urgencia las acciones necesarias para evitar que los compatriotas se vean forzados a emprender el peligroso rumbo de la migración ilegal. Las principales causas de esa migración (según lo certifican diversas encuestas de opinión) son la falta de empleo y de ingresos económicos que agobian a los guatemaltecos.

Lo anterior implica que la prioridad de políticas públicas para enfrentar el problema tienen que ver con generar un ambiente propicio para el crecimiento económico y la creación de empleos. Y eso pasa, inevitablemente, por construir la institucionalidad pública necesaria para que el Estado provea los bienes públicos esenciales (seguridad, justicia, infraestructura, educación, salud, nutrición) para la actividad productiva y la convivencia social.

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