Desde los gobiernos municipales hasta el gobierno central, la debilidad institucional puesta al desnudo por la erupción del Volcán de Fuego, es un fenómeno estructural, no de la coyuntura.
La catástrofe provocada por la erupción del Volcán de
Fuego, que costó la vida de más de un centenar de guatemaltecos y damnificó a
otros miles, ha servido para poner en evidencia -una vez más en este tipo de
episodios- la calidad humana, la capacidad de organización en emergencias y el colosal
sentido de solidaridad de la sociedad guatemalteca que se volcó en atender a
los damnificados. Pero también ha puesto en evidencia la debilidad
institucional y otras precariedades de un Estado disfuncional.
La debilidad institucional se hace evidente desde la
etapa de prevención. Por un lado, las municipalidades son incapaces tan
siquiera de tener un catastro actualizado, mucho menos de implantar un
ordenamiento territorial o políticas de gestión de riesgos razonables. Y el
gobierno central no logra proveer los caminos y puentes necesarios para
eventuales evacuaciones, o siquiera cumplir con la Ley Marco del Sistema
Nacional de Seguridad para identificar la agenda de riesgos y aplicar su
autoridad para evitar que se habiten lugares de alto peligro.
En la etapa posterior al evento, la debilidad
institucional del Estado se hace aún más patente: rescatistas mal equipados,
falta de protocolos de emergencia, falta de claridad respecto del manejo del
presupuesto en casos de calamidad, descoordinación para recibir la ayuda
internacional, falta de datos fidedignos sobre la cantidad de víctimas y de daños
materiales, etcétera. Estos vacíos, afortunadamente, fueron llenados en gran
medida por la espontánea y oportuna participación de la ciudadanía y de sus
organizaciones y empresas.
Será más difícil llenar esos vacíos institucionales en
la etapa de descombramiento y reconstrucción, que puede tornarse lenta y
costosa. La enorme desconfianza que existe respecto del manejo transparente de
los recursos públicos no solo estuvo a punto de descarrilar la declaratoria de
estado de calamidad, sino que -en ausencia de mecanismos e instituciones
confiables para planificar, ejecutar y fiscalizar el uso adecuado de los
recursos- puede obstaculizar las labores de atención a las áreas y personas
afectadas.
Pero todo ello no debe distraernos del hecho de que la
debilidad institucional del Estado no es un síntoma de la coyuntura sino una
característica estructural de Guatemala. La precariedad de las condiciones de
vida de las víctimas y de las entidades estatales de prevención y manejo de
desastres son, en gran medida, una consecuencia de la ausencia cada vez más
sentida del Estado y de los servicios básicos que este está llamado a proveer. La
manera más efectiva de evitar que estos desastres tengan un costo elevado en pérdidas
humanas es mediante la construcción de instituciones estatales efectivas, no
solo para para prevenir y atender adecuadamente las catástrofes, sino que,
principalmente, para mejorar las condiciones de vida de la población.
La única forma de lograr tal mejora es aumentando la
productividad sistémica del país, lo cual requiere de un Estado funcional y con
instituciones efectivas. Así lo atestiguan los cientos de miles de
guatemaltecos que han migrado a los Estados Unidos quienes, instantáneamente
-al trasplantarse a un ambiente donde impera la ley, existe buena
infraestructura, se cuenta con servicios públicos básicos y las empresas
innovan- ven cómo su productividad aumenta dramáticamente respecto de la de
quienes nos quedamos acá. Quizá, por ello, una de las mejores ayudas que los
países industrializados pueden darnos ante estas emergencias es acoger de buena
a gana a nuestros compatriotas trabajadores migrantes quienes, en el entorno
institucional adecuado, son capaces de multiplicar sus ingresos y generar condiciones
de vida digna para sus familias.
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