En periodos de crisis, de incertidumbre y de transición política, como los que ahora vivimos, es fácil caer en la tentación de ver al otro como enemigo, como el que no tiene la razón, como el que no merece ser tomado en consideración. Si no logramos superar esa tentación, será cada vez más difícil encontrar salidas a la crisis.
El país está viviendo desde hace varios meses un clima
de crispación, confrontación y polarización que en nada contribuye a la
convivencia social ni a la buena marcha de la economía. Aunque en el largo
plazo se verán, sin duda, los frutos positivos de la transición política que se
inició con la lucha contra la corrupción hace dos años, en el corto plazo esa
lucha genera incertidumbres que, por desgracia, son poco propicias para el
diálogo. Y es que en épocas de incertidumbre y transición resulta
psicológicamente tranquilizante creer que uno está en el lado correcto de la
historia y que es sobre los otros, los del bando opuesto, donde podemos
descargar todos nuestros reproches y nuestra ira.
La incertidumbre respecto del rumbo que lleva la
transición política (exacerbada por la ausencia de liderazgos políticos y de
una agenda de Estado) conduce a antagonismos basados en la sobre-simplificación
del pensamiento del rival y en caricaturizar al que no coincide con nuestras
ideas, con lo cual se enfatizan las diferencias y se invisibilizan las
coincidencias. Esa simplicidad conceptual agrava las desconfianzas entre
individuos y grupos con opiniones encontradas: “no me junto con corruptos”, o
“jamás me sentaré a la mesa con guerrilleros”, o “nunca dialogaré con
explotadores” son las expresiones de quienes se refugian en su tribu para
encontrar resguardos y apoyos ante la incertidumbre.
Pero ese refugio psicológico es, paradójicamente, el
principal obstáculo para acabar con la incertidumbre, pues los posicionamientos
extremos impiden pactar soluciones a la crisis. Lo que es peor: en el afán de
excluir a quien no piensa como uno se atenta contra el principio del pluralismo
–esencial para el funcionamiento de una república democrática- que sostiene que
cualquiera que discrepe, aún siendo parte de una minoría, sigue perteneciendo a
nuestra sociedad y, por ende, sigue teniendo el mismo derecho a expresarse y
opinar como si formara parte de la mayoría. Los que se atrincheran en su tribu
excluyente, por el contrario, solo tienen dos opciones: o logran imponer su
verdad a toda la sociedad (incluso, si se requiere, por métodos violentos), o
se refugian en la isla de los elegidos, donde preservan la pureza de su pensamiento,
pero donde no logran cambiar ni un ápice la realidad que los incomoda.
Es menester salir de esas posiciones y establecer
acuerdos que le permitan al país darle un propósito a la lucha contra la
corrupción y un sentido a la transición política que hoy vivimos. Quizá
convenga recordar que en nuestra experiencia como nación tenemos ejemplos de
convivencia y de acuerdos en circunstancias tan difíciles como las actuales. La
democracia y la paz de las que ahora disfrutamos los guatemaltecos, con todo y
sus múltiples imperfecciones, son producto de acuerdos entre líderes que
sufrieron los horrores del enfrentamiento fratricida y que comprendieron que el
progreso pasaba por el diálogo y no por la aniquilación del adversario.
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