lunes, 7 de mayo de 2018

Dialogar, Aunque Cueste

En periodos de crisis, de incertidumbre y de transición política, como los que ahora vivimos, es fácil caer en la tentación de ver al otro como enemigo, como el que no tiene la razón, como el que no merece ser tomado en consideración. Si no logramos superar esa tentación, será cada vez más difícil encontrar salidas a la crisis.

El país está viviendo desde hace varios meses un clima de crispación, confrontación y polarización que en nada contribuye a la convivencia social ni a la buena marcha de la economía. Aunque en el largo plazo se verán, sin duda, los frutos positivos de la transición política que se inició con la lucha contra la corrupción hace dos años, en el corto plazo esa lucha genera incertidumbres que, por desgracia, son poco propicias para el diálogo. Y es que en épocas de incertidumbre y transición resulta psicológicamente tranquilizante creer que uno está en el lado correcto de la historia y que es sobre los otros, los del bando opuesto, donde podemos descargar todos nuestros reproches y nuestra ira.

La incertidumbre respecto del rumbo que lleva la transición política (exacerbada por la ausencia de liderazgos políticos y de una agenda de Estado) conduce a antagonismos basados en la sobre-simplificación del pensamiento del rival y en caricaturizar al que no coincide con nuestras ideas, con lo cual se enfatizan las diferencias y se invisibilizan las coincidencias. Esa simplicidad conceptual agrava las desconfianzas entre individuos y grupos con opiniones encontradas: “no me junto con corruptos”, o “jamás me sentaré a la mesa con guerrilleros”, o “nunca dialogaré con explotadores” son las expresiones de quienes se refugian en su tribu para encontrar resguardos y apoyos ante la incertidumbre.

Pero ese refugio psicológico es, paradójicamente, el principal obstáculo para acabar con la incertidumbre, pues los posicionamientos extremos impiden pactar soluciones a la crisis. Lo que es peor: en el afán de excluir a quien no piensa como uno se atenta contra el principio del pluralismo –esencial para el funcionamiento de una república democrática- que sostiene que cualquiera que discrepe, aún siendo parte de una minoría, sigue perteneciendo a nuestra sociedad y, por ende, sigue teniendo el mismo derecho a expresarse y opinar como si formara parte de la mayoría. Los que se atrincheran en su tribu excluyente, por el contrario, solo tienen dos opciones: o logran imponer su verdad a toda la sociedad (incluso, si se requiere, por métodos violentos), o se refugian en la isla de los elegidos, donde preservan la pureza de su pensamiento, pero donde no logran cambiar ni un ápice la realidad que los incomoda.

Es menester salir de esas posiciones y establecer acuerdos que le permitan al país darle un propósito a la lucha contra la corrupción y un sentido a la transición política que hoy vivimos. Quizá convenga recordar que en nuestra experiencia como nación tenemos ejemplos de convivencia y de acuerdos en circunstancias tan difíciles como las actuales. La democracia y la paz de las que ahora disfrutamos los guatemaltecos, con todo y sus múltiples imperfecciones, son producto de acuerdos entre líderes que sufrieron los horrores del enfrentamiento fratricida y que comprendieron que el progreso pasaba por el diálogo y no por la aniquilación del adversario.

El terrible vacío de liderazgos que hoy sufre la clase política quizá sea una bendición disfrazada de tragedia. Quizá es mejor que sean los ciudadanos quienes llenen el vacío que hoy dejan los políticos tradicionales; que sean los ciudadanos quienes lideren los procesos de diálogo para alcanzar los acuerdos que el país necesita y quienes, mediante el voto consciente, devuelvan a la política su rol de servidora humilde de la ciudadanía. Vale la pena recordar lo que al respecto dijo el Papa Francisco hace casi dos años: “El mejor modo para dialogar no es el de hablar y discutir, sino hacer algo juntos, construir juntos (…) sin miedo de realizar el éxodo necesario en todo diálogo auténtico”.

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