La reforma política es cada vez más necesaria. Lo complicado es que los llamados a hacer las reformas no solo no las quieren, sino que presentan propuestas que van en sentido contrario a lo que se necesita.
La democracia en Guatemala es joven y frágil. La
república –el imperio de la ley- y sus instituciones son débiles y vulnerables.
Un ambiente así es adverso al desarrollo de la actividad económica, de la
expresión cultural y del intercambio social. Publicados la semana pasada, los
resultados del Barómetro de las Américas para Guatemala indican que el apoyo a
la democracia en 2017 no solo es el más bajo de todos los países de la región
(apenas el 48% de la población guatemalteca la apoya), sino que ha venido
disminuyendo (en 2006 la apoyaba el 71%).
Por si eso fuera poco, las instituciones en las que menos
confían los guatemaltecos son los partidos políticos (27%) y el Congreso de la
República (41%). Tal desconfianza en la democracia y en las instituciones
republicanas es un grave síntoma de deterioro de un entorno que resulta adverso
a la economía, la generación de empleos y el bienestar ciudadano. Y, sin ánimo
de ser alarmista, es un caldo de cultivo para el populismo y el florecimiento
de gobiernos autoritarios como los que surgieron en otros países de la región
afectados por el síndrome de la “fatiga democrática”.
El problema subyacente es la desnaturalización y
disfuncionalidad del sistema electoral y de partidos políticos, tal como lo
evidencian los acontecimientos recientes. La endeblez institucional no solo de
los partidos políticos, sino del propio Tribunal Supremo Electoral –TSE- se ha
puesto de manifiesto en la incapacidad de vigilar el flujo de financiamiento
electoral y de aplicar las medidas preventivas y punitivas correspondientes
(incluyendo la cancelación de los partidos infractores). Peor aún, si cabe, son
las acusaciones de que en 2015 la máxima autoridad electoral le dio
(clandestinamente) información privilegiada al entonces partido de gobierno.
Por desgracia, el establishment político se resiste a impulsar
una reforma profunda del sistema. Las reformas a la ley electoral de 2016 (con
las que la sociedad civil, ingenuamente, se conformó) fueron superficiales e
incompletas. Las nuevas reformas, actualmente en discusión legislativa, tampoco
atienden el fondo de los problemas. La reforma enviada por el Congreso a
opinión de la Corte de Constitucionalidad –CC- presenta graves falencias. Por
ejemplo, en vez de facilitar la participación ciudadana, buscan incrementar los
requisitos para la creación de un partido político, lo cual es antidemocrático
y limita el derecho constitucional a elegir y ser electo.
Siendo que la debilidad más grave del sistema político
es la falta de representatividad y legitimidad, resulta inaceptable que la
reforma aprobada por el Congreso y pendiente de opinión de la CC incluya una
fórmula de asignar escaños que aleja a los votantes de sus representantes,
cuando lo que se necesita es un método de voto de tipo nominal, combinado con
la creación de subdistritos de magnitudes adecuadas para que exista vinculación
entre el elector y el representante, atendiendo el mandato constitucional de criterio
poblacional.
Por si fuera poco, esa reforma, al igual que la otra
iniciativa que se está considerando (la del TSE, que es básicamente una
colección desarticulada de pequeñas reformas) omiten el necesario y urgente
fortalecimiento del TSE, el cual pasa por modificar la forma de elegir a los
magistrados y por segregar las funciones jurisdiccionales de las administrativas en el tribunal electoral.
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