Existen dos narrativas contrapuestas respecto del
impacto que el combate a la corrupción puede tener en el desempeño económico
del país. Una afirma que los numerosos casos de persecución penal que se han
generado desde abril de 2015 en contra de la corrupción y otros delitos similares
tienen paralizado no solo el gasto gubernamental, sino también han paralizado las
decisiones de inversión privada y dañado el crecimiento económico. La otra
sostiene, por el contrario, que la corrupción es intrínsecamente perversa, por
lo que su combate y erradicación solo pueden ser positivos para la economía.
Efectivamente, en el largo plazo un país que reduce
exitosamente sus niveles de corrupción tendrá, sin lugar a dudas, un mejor
desempeño económico. Una economía corrupta no puede funcionar correctamente
porque la corrupción impide el funcionamiento adecuado de las leyes económicas naturales
y socava la confianza ciudadana en el gobierno, que es incapaz de cumplir su
tarea fundamental de proveer servicios públicos esenciales y un entorno
propicio para la empresa privada, lo que daña a la sociedad entera: según el
Banco Mundial, el ingreso per cápita en los países con altos niveles de
corrupción es alrededor de un tercio del de los países con bajos niveles de
corrupción.
Sin embargo, en el corto plazo una política masiva de
persecución a la corrupción puede ralentizar el crecimiento económico debido a
que, en un país como Guatemala, con instituciones sumamente débiles e
ineficientes, la corrupción llegó a convertirse, desgraciadamente, en un
“lubricante” para el funcionamiento de la maquinaria gubernamental; de manera
que, en una primera instancia, la política de combate a la corrupción puede entorpecer
la operación del corrompido sistema estatal.
Además, ante un sistema judicial repleto de taras e
ineficiencias, la persecución penal contra funcionarios y empresarios
involucrados en actos ilícitos -que, dicho sea de paso, antes eran considerados
“normales”- trastoca el modus operandi
de muchas transacciones económicas, lo cual, aunado a la ausencia de políticas
públicas de largo plazo (y de liderazgos) que den un norte sobre el futuro
económico del país, genera un clima de incertidumbre y pesimismo que se
manifiesta en la posposición de decisiones de inversión y de consumo. Los
índices oficiales de producción, de otorgamiento de crédito y de confianza en
la economía están en niveles muy bajos desde 2016, a pesar de las condiciones
favorables de la economía mundial.
Por ello es de crucial importancia que la lucha contra
la corrupción iniciada en 2015 tenga un propósito de largo plazo, y que se
acelere la transición que nos lleve de un Estado ineficiente e impune a un
Estado democrático de derecho lo antes posible. Para darle sentido a la
transición que estamos viviendo, es esencial complementar el combate a la
corrupción con una reforma institucional profunda en temas como el servicio
civil, el sistema estatal de compras, el sector justicia y el sistema
electoral.
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