Recurrentemente surgen propuestas de política pública que prometen atajos hacia el progreso y el bienestar. Del flanco derecho se aspira a que con rebajas impositivas, zonas económicas con privilegios especiales, o megaproyectos de inversión se logren efectos espectaculares de creación de empleos. Ahora, del flanco izquierdo, nos viene la promesa de la Renta Básica Universal, como la piedra filosofal que solucionará los problemas de pobreza y desigualdad. Siempre está presente la resistencia a reconocer que para lograr el desarrollo económico integral no existen atajos.
El concepto de renta básica universal –RBU- se refiere
a un pago que el gobierno haría a todos los ciudadanos, sin ninguna condición
de por medio, de un monto suficiente para cubrir las necesidades mínimas de
cada uno. La idea no es nueva, pues desde el siglo XVI empezó a discutirse la
aplicación de algo similar a la RBU y, desde entonces, han sido varios los
pensadores, filósofos, académicos y políticos que han desarrollado propuestas
al respecto, sin que sus impulsores puedan encasillarse en una corriente
ideológica determinada, pues entre ellos se cuentan desde pensadores de
izquierda, hasta libertarios, humanistas y populistas.
Últimamente, ONGs como Oxfam y Greenpeace han estado
impulsando la idea en varios países europeos, y en Guatemala el Instituto
Centroamericano de Estudios Fiscales –ICEFI- se les ha unido con entusiasmo
proponiendo que se aplique una RBU universal como la política pública idónea
para eliminar rápidamente la extrema pobreza y reducir la desigualdad,
mostrando para el efecto una serie de asombrosos cálculos (que diversos
analistas han puesto inmediatamente en duda) sobre los efectos positivos de tal
medida.
En la práctica, la RBU no ha sido aplicada como tal en
ningún país, aunque sí ha habido experimentos a nivel regional o municipal en
varios países, con resultados ambiguos. Actualmente hay en marcha varios de
estos experimentos en algunas ciudades o regiones de países como Canadá,
Holanda, Italia, Kenya, o Uganda, pero en ninguno se trata de una RBU
propiamente dicha, ya que o bien no se cubre a la totalidad de la población (en
cuyo caso no es universal), o el monto otorgado no alcanza para cubrir las
necesidades mínimas del individuo (en cuyo caso no es básica).
A nivel académico, la RBU tiene partidarios y
detractores, así como aspectos en positivos y negativos pero, en todo caso,
para que sea aplicable en el mundo real el factor crucial requerido es su
financiamiento. Para el caso de Guatemala, una RBU implicaría el pago de unos
Q600 mensuales a cada uno de los 16 millones de guatemaltecos (un monto menor
no cubriría las necesidades alimentarias básicas), lo que generaría un costo
presupuestario de más de Q116 millardos por año, lo que representaría más del
20% del PIB y más del 200% de los ingresos tributarios. Algo sencillamente
impagable.
Por ello los proponentes de la idea en Guatemala han
planteado reducir el monto y la cobertura, pero al hacerlo ya no estaríamos
hablando de una RBU sino de una transferencia condicionada de efectivo
glorificada. El problema es que las transferencias condicionadas (que en teoría
son una magnífica idea) mostraron en el pasado reciente ser extremadamente
vulnerables al clientelismo político, a la manipulación y a la corrupción,
convirtiéndose lamentablemente en un sonoro fracaso de política pública en el
país.
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