Lo sabemos en Guatemala, y nos lo recuerdan los analistas del exterior: el desarrollo del país requiere de reformas profundas, empezando por el sistema político. Pero el establishment de la vieja política se resiste a reconocerlo
La semana pasada la calificadora de riesgo Standard
& Poor´s redujo la calificación de Guatemala y, con ello, envía
directamente una advertencia a los mercados financieros internacionales sobre
el deterioro en el clima de negocios del país. Las razones de tan drástica
decisión radican en que la calificadora (que durante años ha alertado sobre los
peligros del lento crecimiento de la economía guatemalteca) percibe que la
debilidad de las instituciones estatales y el deterioro de la situación
política –que deriva en la incapacidad del sistema político de lograr acuerdos
para impulsar las reformas que el país necesita- se han convertido en serios
obstáculos para que el aparato productivo funcione adecuadamente.
Esta rebaja de la calificación es también un severo
llamado de atención a las autoridades nacionales y a los liderazgos políticos y
económicos, para que abandonen las absurdas confrontaciones sobre temas menores
y se concentren en impulsar las reformas sobre los temas que en verdad son
importantes: el sistema de justicia, el servicio civil, las compras y contrataciones
del Estado (incluyendo la infraestructura) y, principalmente, la reforma
profunda del sistema político, el cual se ha convertido en un lastre para el
desarrollo del país.
La reforma del sistema electoral y de partidos
políticos resulta esencial no solo para darle viabilidad al funcionamiento del
aparato económico, sino también para la propia sobrevivencia del sistema
democrático: la falta de legitimidad de la política (y de los políticos) está
ocasionando un profundo desencanto y una peligrosa indignación en la
ciudadanía, que cada día se siente menos identificada con las instituciones
republicanas y con la propia democracia, configurando un campo fértil para la
ingobernabilidad y el caos permanente.
Pero a pesar de las señales tan claras que reclaman
reformas institucionales profundas, el establishment
político permanece impávido y reacio al cambio. La vieja política se
resiste a escuchar el reclamo generalizado: “ustedes no me representan”. El
mismo día en que se anunció la rebaja en la calificación del país, la Comisión
de Asuntos Electorales del Congreso rechazaba incluir en la reforma electoral
temas tan esenciales como el de abrir los listados electorales para poder
elegir por nombre a los candidatos, o el de reducir el tamaño de los distritos
electorales.
Los cambios básicos para reformar el sistema político
(sobre los cuales existe ya un elevado consenso entre diversos tanques de
pensamiento, organizaciones sociales, y analistas políticos) se enfocan en tres
temas: (1) incrementar la representatividad y legitimidad de los electos mediante
un sistema de un voto a la persona –no por listados-, y la creación de
sub-distritos electoral que acerquen al votante con el candidato; (2) reducir las
barreras de participación, facilitando la constitución y funcionamiento de las
agrupaciones partidarias; y, (3) fortalecer la independencia del Tribunal
Supremo Electoral, haciendo que la elección de cada magistrado sea de forma
individual y la renovación del pleno sea de forma escalonada (traslapada).
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