La ventana de oportunidad que se abrió en abril de 2015 para reformar las instituciones gubernamentales y construir las bases para la vigencia de un Estado de Derecho, parece estarse cerrando. Aunque no sería la primera vez que nos sucede, sí sería, de nuevo, una tragedia
En abril de 2015 se abrió una ventana de oportunidad
para el futuro de Guatemala. Por primera vez en mucho tiempo el guatemalteco
promedio se unió en indignación pacífica en torno a un enemigo común: la
insoportable corrupción enquistada en todo el aparato estatal, a la que se
identificó -certeramente- como una de las causas principales del retraso
económico y social del país.
Acontecimientos como ese -que han ocurrido a través de
la historia tanto de Guatemala como en la de otros países- suelen marcar la
apertura de un breve periodo extraordinario en el que la sociedad (normalmente
conservadora) está más proclive a apoyar cambios profundos en la forma en que
opera el Estado. Y tanto en la experiencia nacional como en la de otros lares,
resulta evidente que la mejor manera de aprovechar esa ventana de oportunidad
es actuar con rapidez impulsando una agenda concreta de reformas en las áreas
clave de funcionamiento del Estado.
Por desgracia, como ya ocurrió en otros episodios de
nuestra historia (por ejemplo, el Serranazo de 1993, el retorno a la democracia
de 1985, o el terremoto de 1976), pareciera que tampoco hemos aprovechado la
oportunidad actual: después de la euforia ciudadana de 2015, surgieron una
serie de desencuentros que han obstaculizado las reformas, ya sea porque
algunos querían reformas rápidas y profundas cuando otros pretendían reformas
más graduales, o porque algunos eran más pro-estado mientras que otros eran más
pro-mercado. Quizá lo más grave es que nunca hubo un esfuerzo por estructurar
una agenda priorizada de reformas, por lo que el resultado del fervor de la
plaza fue una serie de improvisaciones y una atomización desestructurada de los
escasos e incipientes liderazgos.
La ausencia de tal agenda priorizada ha provocado que
los únicos resultados palpables del combate a la corrupción iniciado en 2015
sean los diversos casos de persecución penal (todavía sin concretarse en
condenas) y el surgimiento de un celo inédito de algunas autoridades clave
(como el Ministerio Público, la SAT y, más recientemente, la Contraloría de
Cuentas) en velar por el cumplimiento de la ley. Como este celo es -tristemente-
una anomalía en la forma tradicional de operar de las instituciones y de la
misma sociedad, se ha producido una extrema precaución (y lentitud) en las
operaciones gubernamentales y en las decisiones empresariales, lo cual ha
repercutido negativamente en la actividad económica.
Ya algunas personas empiezan a asociar la deceleración
de la economía con el combate a la corrupción y a afirmar que “estábamos mejor
antes” porque “la economía funcionaba mejor con corrupción”. Esta errada
conclusión (la gente suele asociar el costo social del cambio con las reformas
mismas) ignora que el posponer las reformas es, a mediano plazo, aún más
costoso en términos económicos y sociales. La culpa no es, pues, del combate a
la corrupción, sino de la ausencia de una agenda priorizada y de un liderazgo
que la aplique.
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