lunes, 10 de julio de 2017

¿Se Cierra la Ventada de Oportunidad?

La ventana de oportunidad que se abrió en abril de 2015 para reformar las instituciones gubernamentales y construir las bases para la vigencia de un Estado de Derecho, parece estarse cerrando. Aunque no sería la primera vez que nos sucede, sí sería, de nuevo, una tragedia

En abril de 2015 se abrió una ventana de oportunidad para el futuro de Guatemala. Por primera vez en mucho tiempo el guatemalteco promedio se unió en indignación pacífica en torno a un enemigo común: la insoportable corrupción enquistada en todo el aparato estatal, a la que se identificó -certeramente- como una de las causas principales del retraso económico y social del país.

Acontecimientos como ese -que han ocurrido a través de la historia tanto de Guatemala como en la de otros países- suelen marcar la apertura de un breve periodo extraordinario en el que la sociedad (normalmente conservadora) está más proclive a apoyar cambios profundos en la forma en que opera el Estado. Y tanto en la experiencia nacional como en la de otros lares, resulta evidente que la mejor manera de aprovechar esa ventana de oportunidad es actuar con rapidez impulsando una agenda concreta de reformas en las áreas clave de funcionamiento del Estado.

Por desgracia, como ya ocurrió en otros episodios de nuestra historia (por ejemplo, el Serranazo de 1993, el retorno a la democracia de 1985, o el terremoto de 1976), pareciera que tampoco hemos aprovechado la oportunidad actual: después de la euforia ciudadana de 2015, surgieron una serie de desencuentros que han obstaculizado las reformas, ya sea porque algunos querían reformas rápidas y profundas cuando otros pretendían reformas más graduales, o porque algunos eran más pro-estado mientras que otros eran más pro-mercado. Quizá lo más grave es que nunca hubo un esfuerzo por estructurar una agenda priorizada de reformas, por lo que el resultado del fervor de la plaza fue una serie de improvisaciones y una atomización desestructurada de los escasos e incipientes liderazgos.

La ausencia de tal agenda priorizada ha provocado que los únicos resultados palpables del combate a la corrupción iniciado en 2015 sean los diversos casos de persecución penal (todavía sin concretarse en condenas) y el surgimiento de un celo inédito de algunas autoridades clave (como el Ministerio Público, la SAT y, más recientemente, la Contraloría de Cuentas) en velar por el cumplimiento de la ley. Como este celo es -tristemente- una anomalía en la forma tradicional de operar de las instituciones y de la misma sociedad, se ha producido una extrema precaución (y lentitud) en las operaciones gubernamentales y en las decisiones empresariales, lo cual ha repercutido negativamente en la actividad económica.

Ya algunas personas empiezan a asociar la deceleración de la economía con el combate a la corrupción y a afirmar que “estábamos mejor antes” porque “la economía funcionaba mejor con corrupción”. Esta errada conclusión (la gente suele asociar el costo social del cambio con las reformas mismas) ignora que el posponer las reformas es, a mediano plazo, aún más costoso en términos económicos y sociales. La culpa no es, pues, del combate a la corrupción, sino de la ausencia de una agenda priorizada y de un liderazgo que la aplique.

Una agenda de coyuntura, que disipe la incertidumbre jurídica prevaleciente y oriente las políticas públicas, debería estar clara: reformas al sistema electoral y al sistema de justicia, reformas al servicio civil y a los procesos de compras y contrataciones del gobierno, priorización presupuestaria y eficiencia de los gastos en nutrición infantil, abasto de medicamentos e infraestructura vial. Ya existen avances y propuestas concretas en torno a estos temas. El desafío es superar, por un lado, la sempiterna desconfianza que nos impide a los guatemaltecos ponernos de acuerdo sobre estos elementales temas comunes y, por el otro, la actitud de “esperar y ver” que está imperando en los distintos liderazgos nacionales.

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