lunes, 19 de junio de 2017

La Difícil Transición

La transición de un sistema caracterizado por la corrupción y la impunidad, hacia un sistema donde impere la ley y el Estado de Derecho, es un proceso que, como toda metamorfosis, implica cambios dolorosos que, si no se hacen llevaderos, podrían resultar insoportables

Guatemala está viviendo una compleja transición que, ojalá, nos conduzca hacia un Estado de Derecho. La transición está siendo difícil, entre otras razones, porque la gradual distrofia de las relaciones sociales y la extrema debilidad de las instituciones habían creado un abismo inmenso entre las costumbres y las leyes. En los sistemas jurídicos funcionales, los usos y costumbres de la sociedad complementan y refuerzan a las leyes como fuentes legítimas del derecho; en nuestro país, en cambio, la forma de operar de los ciudadanos de cara el gobierno (es decir, sus usos y costumbres) se fueron desfigurando al punto de contravenir las leyes.

La débil institucionalidad y la ausencia del Estado en muchas áreas del quehacer público y del territorio nacional provocaron muchas costumbres se ejercieran fuera de la ley, generando prácticas propicias a la corrupción y a la evasión de las responsabilidades ciudadanas (incluyendo las tributarias). Así lo ilustran, por ejemplo, los procesos de compras y contrataciones del estado (en los que el tráfico de influencias o la coima descarada se volvieron parte de los requisitos de participación), o las fórmulas de declaración de ingresos y el registro del valor de las propiedades (en las que contribuyentes y autoridades consentimos vivir en una cómoda ficción).

La lucha contra la corrupción que comenzó en 2015 se enfrenta ahora a la terrible realidad de que el problema no era solamente de unos cuantos altos funcionarios involucrados en hechos delictivos. El problema (el de corrupción y, además, el problema de la ineficiencia del Estado) es mucho más grave y complejo puesto que su naturaleza es sistémica. Ahora que la Superintendencia de Administración Tributaria -SAT-, el Ministerio Público y (¡por fin!) la Contraloría General de Cuentas están empezando a aplicar estrictamente las leyes, se encuentran con que muchas prácticas y costumbres infringen el marco legal.

Así, llegamos a una situación paradójica en la que el súbito celo de las autoridades por hacer cumplir la ley (y la tendencia a llevar los procesos al ámbito penal) está planteando una enorme presión sobre un gran número de ciudadanos, sobre las propias autoridades fiscalizadoras y sobre el (aún muy débil e ineficiente) sistema de justicia que se ve desbordado por una avalancha de casos que, si no son resueltos pronta y cumplidamente, debilitarán aún más la credibilidad del sistema y sus autoridades.

Es en ese contexto donde deben entenderse algunas medidas diseñadas para suavizar o hacer más gobernable este período de transición, tal el caso de la exoneración de multas e intereses acordada recientemente por la SAT para facilitar la regularización del pago de impuestos atrasados. Ahora resulta necesario aplicar medidas similares en otros ámbitos como, por ejemplo, normas que permitan descongestionar el sistema judicial (como podrían ser la ley de aceptación de cargos o la puesta en práctica del uso de brazaletes electrónicos para los sujetos de procesos penales) o normas que permitan evacuar los hallazgos de cuentas en el sector público según su impacto sobre el erario (pues actualmente la Contraloría parece conferir la misma jerarquía a las faltas graves que a las pequeñas).

Pero más importante aún es que, simultáneamente a estas medidas y como complemento a la necesaria lucha contra la corrupción, se profundice cuanto antes el fortalecimiento institucional del Estado. Si no se construyen instituciones fuertes y efectivas, todo el esfuerzo del combate a la corrupción y de la depuración judicial del sistema político será insostenible y efímero.

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