La transición de un sistema caracterizado por la corrupción y la impunidad, hacia un sistema donde impere la ley y el Estado de Derecho, es un proceso que, como toda metamorfosis, implica cambios dolorosos que, si no se hacen llevaderos, podrían resultar insoportables
Guatemala está viviendo una compleja transición que,
ojalá, nos conduzca hacia un Estado de Derecho. La transición está siendo difícil,
entre otras razones, porque la gradual distrofia de las relaciones sociales y
la extrema debilidad de las instituciones habían creado un abismo inmenso entre
las costumbres y las leyes. En los sistemas jurídicos funcionales, los usos y
costumbres de la sociedad complementan y refuerzan a las leyes como fuentes
legítimas del derecho; en nuestro país, en cambio, la forma de operar de los
ciudadanos de cara el gobierno (es decir, sus usos y costumbres) se fueron desfigurando
al punto de contravenir las leyes.
La débil institucionalidad y la ausencia del Estado en
muchas áreas del quehacer público y del territorio nacional provocaron muchas costumbres
se ejercieran fuera de la ley, generando prácticas propicias a la corrupción y
a la evasión de las responsabilidades ciudadanas (incluyendo las tributarias).
Así lo ilustran, por ejemplo, los procesos de compras y contrataciones del
estado (en los que el tráfico de influencias o la coima descarada se volvieron
parte de los requisitos de participación), o las fórmulas de declaración de ingresos
y el registro del valor de las propiedades (en las que contribuyentes y
autoridades consentimos vivir en una cómoda ficción).
La lucha contra la corrupción que comenzó en 2015 se
enfrenta ahora a la terrible realidad de que el problema no era solamente de
unos cuantos altos funcionarios involucrados en hechos delictivos. El problema
(el de corrupción y, además, el problema de la ineficiencia del Estado) es
mucho más grave y complejo puesto que su naturaleza es sistémica. Ahora que la
Superintendencia de Administración Tributaria -SAT-, el Ministerio Público y
(¡por fin!) la Contraloría General de Cuentas están empezando a aplicar
estrictamente las leyes, se encuentran con que muchas prácticas y costumbres infringen
el marco legal.
Así, llegamos a una situación paradójica en la que el
súbito celo de las autoridades por hacer cumplir la ley (y la tendencia a
llevar los procesos al ámbito penal) está planteando una enorme presión sobre
un gran número de ciudadanos, sobre las propias autoridades fiscalizadoras y
sobre el (aún muy débil e ineficiente) sistema de justicia que se ve desbordado
por una avalancha de casos que, si no son resueltos pronta y cumplidamente,
debilitarán aún más la credibilidad del sistema y sus autoridades.
Es en ese contexto donde deben entenderse algunas
medidas diseñadas para suavizar o hacer más gobernable este período de
transición, tal el caso de la exoneración de multas e intereses acordada
recientemente por la SAT para facilitar la regularización del pago de impuestos
atrasados. Ahora resulta necesario aplicar medidas similares en otros ámbitos
como, por ejemplo, normas que permitan descongestionar el sistema judicial
(como podrían ser la ley de aceptación de cargos o la puesta en práctica del
uso de brazaletes electrónicos para los sujetos de procesos penales) o normas
que permitan evacuar los hallazgos de cuentas en el sector público según su
impacto sobre el erario (pues actualmente la Contraloría parece conferir la
misma jerarquía a las faltas graves que a las pequeñas).
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