La reforma del Estado debe ser integral, lo que implica al menos cuatro
áreas prioritarias: (1) eficiencia del gasto y combate a la corrupción; (2)
sector justicia; (3) servicio civil; y, (4) sistema electoral y de partidos
políticos
Los guatemaltecos solemos desgastarnos buscando alguna
solución rápida, cuasi mágica, para superar los graves problemas que impiden el
desarrollo integral del país. Solemos apostarle todo a una idea, a una
política, a una reforma que, cual piedra filosofal, troque la situación de
pobreza, falta de productividad e incapacidad institucional del Estado en una
de prosperidad y eficiencia generalizada. Y solemos atrincherarnos ideológicamente
en la defensa de tales posiciones sin abrirnos al diálogo.
Por desgracia, no hay atajos para alcanzar el
desarrollo, ni alquimias sobrenaturales para diseñar políticas públicas
exitosas. Ni la devaluación del quetzal, ni los incentivos fiscales, ni las
ciudades intermedias, ni las alianzas para la prosperidad podrán, por sí solas,
impulsar el desarrollo nacional. El esfuerzo debe ser integral y sistemático,
además de arduo, continuo e, inevitablemente, prolongado.
Puestos priorizar, es evidente que un punto de partida
debe ser la reforma institucional del Estado que ya está (desordenadamente) en
marcha. El desarrollo económico del país requiere, ante todo, de un aumento en
la productividad que, a su vez, depende del fortalecimiento institucional en áreas
tales como la efectividad administrativa (gubernamental), el control de la
corrupción, la reducción de la inestabilidad política y de la violencia, la
disminución de los costos regulatorios, la mayor participación ciudadana, la
rendición de cuentas de las entidades públicas, y la implantación del imperio
de la ley.
Hay cuatro áreas que deben enfatizarse. La primera es
la de la mejora en la eficiencia y calidad del gasto público, que incluye la
profundización y sistematización del combate a la corrupción, así como la
mejora continua de los sistemas de compras gubernamentales. No se trata solamente
de perseguir penalmente a los corruptos; limitarse a ello sería, de nuevo,
apostarle a una solución parcial. Se trata más bien de establecer sistemas y
controles eficientes. Y que la Contraloría de Cuentas cumpla su mandato.
Una segunda área es la de la reforma al sector
justicia cuyo objetivo central sea lograr la independencia de los jueces y del
Organismo Judicial. La pieza inicial (pero no única) de este esfuerzo sería la
reforma constitucional actualmente en proceso de aprobación en el Congreso que,
desafortunadamente, se plasmó en una iniciativa que incluyó errores de forma y
de fondo que ahora deben enmendarse para rescatar dicho objetivo central. Es preocupante
que tales enmiendas se hagan a la carrera y en medio de un ambiente
políticamente cargado e ideológicamente polarizado.
Una tercera área de reforma institucional es la del
servicio civil que ponga fin al caos e ineficiencia que imperan en el aparato
público e impiden al Estado cumplir sus funciones. Para ello se requiere no
solo de una reforma al marco legal del funcionariado público, sino de la
voluntad política y el liderazgo necesarios para acabar con prácticas tan
nocivas como las plazas fantasmas o los pactos colectivos onerosos. Por eso
preocupa que el gobierno aún no haya cumplido con el elemental primer paso de
hacer un censo de empleados públicos.
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