Aunque no suelen ser populares (en el país que los recibe) los inmigrantes siempre han sido, a lo largo de la historia, una fuerza positiva para el progreso cultural y material de las naciones
Soy hijo de un inmigrante; más precisamente, de un
refugiado de guerra. Guatemala recibió a mi padre de buen agrado, y aquí
encontró acogida, empleo, esperanza, amor y prosperidad. Aquí maduró y formó
una familia. Y aquí murió. Sé muy bien, por propia experiencia, que desde un
punto de vista personal y familiar, la migración es un fenómeno que, sin estar
exento de dolor y exigencias, puede dar frutos abundantes que benefician tanto
al migrante como a la nación anfitriona.
De mi padre aprendí los elementos básicos del
liberalismo (decimonónico, el de mi abuelo), y supe desde pequeño que cuanto
más abierta esté una sociedad al libre tránsito de bienes y de personas, más
próspera y civilizada será. El liberalismo --en oposición al populismo hoy tan
de moda- generalmente favorece no sólo el libre comercio y la libre movilidad
de capitales, sino también el libre movimiento de trabajadores, como factores
que propulsan el desarrollo de las naciones.
Soy, además, economista, y en las aulas y en los
libros aprendí que los flujos de migrantes (especialmente si son legales)
resultan muy beneficiosos para la economía de los países recipiendarios. Los
migrantes calificados llevan consigo conocimientos y pericias que generan
empleo y riqueza. Los migrantes no calificados también contribuyen a la
economía del país receptor al desempeñar labores que los locales no pueden o no
quieren realizar. Sin migrantes, las economías de los países industrializados
(aquejadas por el decrecimiento o el envejecimiento poblacional) habrían dejado
de crecer.
Por todo ello, me llena de desconsuelo la ola de
sentimientos anti-inmigración que se expande por el mundo. Me preocupa más aún
que esos sentimientos incluyan el rechazo a los refugiados de guerra que solo
buscan un lugar de amparo para sobrevivir y reconstruir su existencia. Y es
triste que esto esté ocurriendo en países compuestos principalmente por
inmigrantes (como Australia, Nueva Zelandia o los Estados Unidos de América)
que parecen sufrir ahora de una “fatiga de compasión” hacia los migrantes.
Es cierto que las migraciones masivas y crecientemente
ilegales requieren de ciertas regulaciones y de un tratamiento cuidadoso. Pero
los temores respecto de que los migrantes roban los puestos de empleo a los
trabajadores nativos, o que solo llegan a aprovecharse de los beneficios
sociales del país anfitrión, o que son el germen de los movimientos
terroristas, son todos temores infundados o, al menos, evidentemente
exagerados.
La realidad histórica es que las migraciones han sido
beneficiosas, aunque hay que reconocer que rara vez han sido populares. Por eso
corresponde contrarrestar las preocupaciones y recelos que las migraciones
despiertan con argumentos científicos y, sobre todo, con políticas públicas
adecuadas para demostrar y potenciar los efectos positivos de las migraciones.
Ello debe hacerse tanto a nivel multilateral (como el Pacto Mundial para una
Migración Segura que se discute en la ONU), como a nivel de políticas
domésticas bien diseñadas (como la ejemplar política migratoria de Canadá).
En lugar de ofrecer cerrar fronteras, ¿por qué no se activa positivamente que por cada emigrante guatemalteco, los Estados Unidos envíen un inmigrante estadounidense con el soporte económico correspondiente para que aporte a la economía nacional?
ResponderEliminarO, en lugar de un muro, ¿Por qué no ejecutar y poner en marcha un canal interoceánico que respeta la soberanía nacional?
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