lunes, 23 de enero de 2017

El Ascenso del Proteccionismo

La reciente ola de nacionalismos radicales no anuncia cosas buenas. Ni en su faceta política (el populismo), ni en la social (xenofobia), ni en la económica (proteccionismo comercial). La experiencia histórica demuestra que, ya sea que venga de la izquierda o de la derecha del espectro político, el proteccionismo nunca ha mejorado el bienestar de las naciones.

El discurso inaugural de Donald Trump (“América primero”) deja pocas dudas. La cruda estrategia británica para abandonar Europa (“brexit duro”) lo confirma. El nacionalismo (con sus matices aislacionistas, populistas, proteccionistas y xenófobos) se está instalando como tendencia política, y ya no solo en el tercer mundo, como lo demuestra el ascenso en la intención de voto de personajes radicales como Geert Wilders -Holanda-, Marine Le Pen -Francia-, Frauke Petri -Alemania, o Matteo Salvini -Italia-.

La propuesta del nacionalismo se construye sobre la ansiedad, emociones y prejuicios de una ciudadanía insatisfecha. Algo parecido sucedió en los años treinta del siglo pasado, cuando los votantes estaban desesperados por su situación económica. Pero hoy la insatisfacción es de una naturaleza más compleja, pues la economía estadounidense está recuperándose y cercana al pleno empleo; la economía británica ha generado dos millones de plazas de trabajo en cinco años; las ganancias corporativas son elevadas; y, los niveles de vida en Europa siguen siendo de los más altos del mundo.

El problema estriba en los crecientes bolsones de población que no sienten incluidos en los beneficios de una desigual bonanza, esos que votaron por Trump. Los nacionalistas del Siglo Veintiuno se han aprovechado astutamente de las insatisfacciones económicas, sociales y culturales de aquellos a quienes la globalización y el cambio tecnológico han dejado atrás.

En el ámbito económico, el nacionalismo se manifiesta en forma de proteccionismo; es decir, de políticas económicas que, a través de las barreras al libre comercio (como la elevación de los aranceles a la importación) o a la libre circulación de personas (barreras a la inmigración), pretenden supuestamente proteger los puestos de trabajo y fomentar la producción de la industrias nacionales versus las extranjeras. La receta se ha probado una y otra vez en el último siglo, sin resultados positivos.

El ascenso del proteccionismo en el mundo desarrollado es una pésima noticia para países como el nuestro. Ya durante la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado la situación fue agravada cuando los Estados Unidos adoptaron políticas comerciales altamente proteccionistas que, bajo la creencia errónea de que con ellas se crearían puestos de trabajo, desencadenaron medidas proteccionistas alrededor del mundo que profundizaron y expandieron la depresión económica. En contraste, después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el liderazgo de los Estados Unidos, se promovió la liberalización del comercio internacional y ello generó una era de gran prosperidad y crecimiento para la economía mundial.

A lo largo de la historia, la experiencia (y la teoría) económica es contundente: el proteccionismo comercial (y migratorio) es incapaz de aumentar el número de plazas de trabajo o, ni siquiera, de alterar sustancialmente la balanza comercial entre países. Por desgracia, tanto los políticos –sean de derechas o de izquierdas, de países pobres o de ricos- como sus votantes (acostumbrados aquellos a ofrecer, y estos a desear, soluciones mágicas a sus problemas nacionales) no entienden, ni quieren entender esta lección.

En este mundo paradójico, en el que la globalización es defendida (en Davos) por el Secretario General del Partido Comunista chino, mientras se ve amenazada por el líder electo a nombre del Partido Republicano estadounidense, solo nos queda insistir en lo que la teoría y la historia económica sostienen sólidamente: el proteccionismo –sea de izquierdas o de derechas- es, en general, nocivo al crecimiento económico y al bienestar de las naciones.

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