La reciente ola de nacionalismos radicales no anuncia cosas buenas. Ni en su faceta política (el populismo), ni en la social (xenofobia), ni en la económica (proteccionismo comercial). La experiencia histórica demuestra que, ya sea que venga de la izquierda o de la derecha del espectro político, el proteccionismo nunca ha mejorado el bienestar de las naciones.
El discurso inaugural de Donald Trump (“América
primero”) deja pocas dudas. La cruda estrategia británica para abandonar Europa
(“brexit duro”) lo confirma. El nacionalismo (con sus matices aislacionistas,
populistas, proteccionistas y xenófobos) se está instalando como tendencia
política, y ya no solo en el tercer mundo, como lo demuestra el ascenso en la
intención de voto de personajes radicales como Geert Wilders -Holanda-, Marine
Le Pen -Francia-, Frauke Petri -Alemania, o Matteo Salvini -Italia-.
La propuesta del nacionalismo se construye sobre la
ansiedad, emociones y prejuicios de una ciudadanía insatisfecha. Algo parecido
sucedió en los años treinta del siglo pasado, cuando los votantes estaban
desesperados por su situación económica. Pero hoy la insatisfacción es de una
naturaleza más compleja, pues la economía estadounidense está recuperándose y
cercana al pleno empleo; la economía británica ha generado dos millones de
plazas de trabajo en cinco años; las ganancias corporativas son elevadas; y,
los niveles de vida en Europa siguen siendo de los más altos del mundo.
El problema estriba en los crecientes bolsones de
población que no sienten incluidos en los beneficios de una desigual bonanza,
esos que votaron por Trump. Los nacionalistas del Siglo Veintiuno se han
aprovechado astutamente de las insatisfacciones económicas, sociales y
culturales de aquellos a quienes la globalización y el cambio tecnológico han dejado
atrás.
En el ámbito económico, el nacionalismo se manifiesta
en forma de proteccionismo; es decir, de políticas económicas que, a través de
las barreras al libre comercio (como la elevación de los aranceles a la
importación) o a la libre circulación de personas (barreras a la inmigración),
pretenden supuestamente proteger los puestos de trabajo y fomentar la
producción de la industrias nacionales versus las extranjeras. La receta se ha
probado una y otra vez en el último siglo, sin resultados positivos.
El ascenso del proteccionismo en el mundo desarrollado
es una pésima noticia para países como el nuestro. Ya durante la Gran Depresión
de los años treinta del siglo pasado la situación fue agravada cuando los
Estados Unidos adoptaron políticas comerciales altamente proteccionistas que,
bajo la creencia errónea de que con ellas se crearían puestos de trabajo,
desencadenaron medidas proteccionistas alrededor del mundo que profundizaron y
expandieron la depresión económica. En contraste, después de la Segunda Guerra
Mundial, bajo el liderazgo de los Estados Unidos, se promovió la liberalización
del comercio internacional y ello generó una era de gran prosperidad y
crecimiento para la economía mundial.
A lo largo de la historia, la experiencia (y la teoría)
económica es contundente: el proteccionismo comercial (y migratorio) es incapaz
de aumentar el número de plazas de trabajo o, ni siquiera, de alterar
sustancialmente la balanza comercial entre países. Por desgracia, tanto los
políticos –sean de derechas o de izquierdas, de países pobres o de ricos- como
sus votantes (acostumbrados aquellos a ofrecer, y estos a desear, soluciones
mágicas a sus problemas nacionales) no entienden, ni quieren entender esta
lección.
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