Hoy, como divertimento de Año Nuevo, escribo sobre literatura. ¿Por qué no, si tantos literatos escriben sobre economía y políticas públicas?
Durante las fiestas de fin de año, cuando podemos
dedicar un poco más de tiempo al ocio, la familia y la lectura, es natural
desvincularse de los asuntos cotidianos y reflexionar sobre diversos temas de
interés, tales como, por ejemplo, la polémica que en ciertos círculos
intelectuales desató a finales del año pasado el otorgamiento del Premio Nobel
de Literatura a Bob Dylan.
Nunca he sido gran admirador del cantautor
estadounidense, pero el discurso que remitió a la Academia Sueca para agradecer
el Nobel, en velada y genial respuesta a quienes han puesto en duda sus méritos
literarios, constituye una pequeña lección respecto del arte, en general, y de
la literatura, en particular. Entre otras cosas, Dylan dijo que, por ser él un
escritor de canciones, nunca pasó por su mente ser siquiera candidato a
semejante premio. Pero, en tal sentido, también se pronunció respecto a que,
muy probablemente, el propio William Shakespeare al escribir sus obras nunca
pensó que estaba haciendo literatura: sus preocupaciones estribaban en la
puesta en escena de su trabajo, en los actores a contratar, o en el
financiamiento de la escenografía.
Con ello, Dylan nos hace ver, por un lado, que su
trabajo tiene tanto mérito como el de cualquier otro artista destacado y, por
otro, que durante ya mucho tiempo la narrativa ha desplazado a la dramaturgia y
a la poesía en el gusto de las masas lectoras, hasta hacernos creer que la
única literatura valiosa es la de la novela de ficción. Hemos olvidado que,
desde que Aristóteles clasificó los géneros literarios en Épico, Lírico y
Dramático, lo hizo con la intención de otorgarles igual jerarquía y nivel de
virtud. Pero desde hace muchos años la novelística ha estado sobrevaluada. De
ahí tantos poetas inspirados que se han desperdiciado intentando escribir
cuentos; o tantos dramaturgos que pasan desapercibidos hasta en los créditos de
las películas que han enriquecido con sus diálogos brillantes. Y tantos jóvenes
que se estiman cultos por haber leído las sagas de Crepúsculo o Los Juegos del
Hambre.
La paradoja es que el mismísimo Miguel de Cervantes,
en su afán de poner en su sitio a las novelas de caballería –epítome de la narrativa
de ficción popular-, escribió una eminente parodia, El Ingenioso Hidalgo Don
Quijote de la Mancha, con el afán de poner a aquellas novelas en evidencia,
pero logró exactamente el efecto contrario. La narrativa de ficción alcanzó con
el Manco de Lepanto sus más altas cumbres y, desde entonces, el género empezó a
desplazar a los demás.
Es de lamentar que varias generaciones recientes
–novelocéntricas ellas- se han privado de disfrutar la poesía y el teatro; de
valorar más a escritores –como nuestro Asturias- que además de buenos
novelistas también fueron dramaturgos y excelentes poetas (“me salí de tus ojos
para estar en tu llanto”); o, de apreciar con nueva perspectiva artística los
diálogos fantásticos que abundan en el cine y en el teatro.
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