lunes, 9 de enero de 2017

De Bob Dylan y el Premio Nobel

Hoy, como divertimento de Año Nuevo, escribo sobre literatura. ¿Por qué no, si tantos literatos escriben sobre economía y políticas públicas?

Durante las fiestas de fin de año, cuando podemos dedicar un poco más de tiempo al ocio, la familia y la lectura, es natural desvincularse de los asuntos cotidianos y reflexionar sobre diversos temas de interés, tales como, por ejemplo, la polémica que en ciertos círculos intelectuales desató a finales del año pasado el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan.

Nunca he sido gran admirador del cantautor estadounidense, pero el discurso que remitió a la Academia Sueca para agradecer el Nobel, en velada y genial respuesta a quienes han puesto en duda sus méritos literarios, constituye una pequeña lección respecto del arte, en general, y de la literatura, en particular. Entre otras cosas, Dylan dijo que, por ser él un escritor de canciones, nunca pasó por su mente ser siquiera candidato a semejante premio. Pero, en tal sentido, también se pronunció respecto a que, muy probablemente, el propio William Shakespeare al escribir sus obras nunca pensó que estaba haciendo literatura: sus preocupaciones estribaban en la puesta en escena de su trabajo, en los actores a contratar, o en el financiamiento de la escenografía.

Con ello, Dylan nos hace ver, por un lado, que su trabajo tiene tanto mérito como el de cualquier otro artista destacado y, por otro, que durante ya mucho tiempo la narrativa ha desplazado a la dramaturgia y a la poesía en el gusto de las masas lectoras, hasta hacernos creer que la única literatura valiosa es la de la novela de ficción. Hemos olvidado que, desde que Aristóteles clasificó los géneros literarios en Épico, Lírico y Dramático, lo hizo con la intención de otorgarles igual jerarquía y nivel de virtud. Pero desde hace muchos años la novelística ha estado sobrevaluada. De ahí tantos poetas inspirados que se han desperdiciado intentando escribir cuentos; o tantos dramaturgos que pasan desapercibidos hasta en los créditos de las películas que han enriquecido con sus diálogos brillantes. Y tantos jóvenes que se estiman cultos por haber leído las sagas de Crepúsculo o Los Juegos del Hambre.

La paradoja es que el mismísimo Miguel de Cervantes, en su afán de poner en su sitio a las novelas de caballería –epítome de la narrativa de ficción popular-, escribió una eminente parodia, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, con el afán de poner a aquellas novelas en evidencia, pero logró exactamente el efecto contrario. La narrativa de ficción alcanzó con el Manco de Lepanto sus más altas cumbres y, desde entonces, el género empezó a desplazar a los demás.

Es de lamentar que varias generaciones recientes –novelocéntricas ellas- se han privado de disfrutar la poesía y el teatro; de valorar más a escritores –como nuestro Asturias- que además de buenos novelistas también fueron dramaturgos y excelentes poetas (“me salí de tus ojos para estar en tu llanto”); o, de apreciar con nueva perspectiva artística los diálogos fantásticos que abundan en el cine y en el teatro.

Esta, claro está, es la opinión de un economista pero, habiendo leído en la prensa nacional e internacional las frecuentes opiniones que emiten los literatos sobre economía y política pública ¿por qué no –aunque sea como divertimento de Año Nuevo- hacerlo al revés? Además, como economista, la concesión del Nobel a Bob Dylan me confirma que los bienes que más escasean (como la calidad y el ingenio) son precisamente los que más valor tienen. Y que, con eso en mente, algún día a los cantautores eméritos de Latinoamérica (como Álvaro Carrillo, José Antonio Méndez, Vicente Garrido, José Alfredo Jiménez o César Portillo de la Luz) habremos de reconocerlos como auténticos literatos.

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