La lucha contra la corrupción, en cualquier país civilizado, tiene como pieza clave el rol fiscalizador de la Contraloría de Cuentas. ¿Por qué en Guatemala -inmersa desde hace meses en una histórica batalla contra la corrupción estatal- la Contraloría brilla por su ausencia?
La corrupción en el Estado es un cáncer perverso de consecuencias
nefastas sobre el desempeño global del país, pues distorsiona la asignación de
recursos económicos -lo que ocasiona ineficiencia-, provoca la pérdida de
confianza en lo líderes -lo que abona a la ingobernabilidad- y amenaza los
cimientos mismos de la democracia. Estos efectos adversos de la corrupción son
ampliamente reconocidos, pero poco se dice de cuáles son las mejores
herramientas para combatirla.
La experiencia reciente a nivel internacional resalta
dos vías exitosas para el combate a la corrupción. Una se refiere a las
instituciones políticas que restringen la búsqueda de renta de los
funcionarios, especialmente de aquello electos, a quienes la vigilancia
ciudadana, la vindicta pública y el riesgo de no ser re-electos pueden
inducirlos a evitar actos de corrupción (en Guatemala, los acontecimientos
iniciados en mayo de 2015 son una muestra de lo que el poder ciudadano puede
hacer al respecto). La otra se enfoca en la efectividad de las instituciones
judiciales y de persecución penal, cuyas acciones legales pueden disuadir a los
potenciales corruptos de intentar infringir la ley.
Pero ambos enfoques, para ser efectivos y sostenibles
en el tiempo requieren, en primer lugar, de la habilidad del Estado de detectar
oportunamente los actos de corrupción. Tal habilidad debe estar en manos de la
institución que está llamada a ser la pieza central del fortalecimiento de la
probidad de la gestión pública y de su rendición de cuentas, como medios de
lucha contra el peculado, el tráfico de influencias, la malversación de fondos
y el desvío de recursos públicos: la Contraloría de Cuentas.
La Contraloría, en cumplimiento de su mandato legal,
debería emitir dictamen de los estados financieros y liquidación del
presupuesto del Estado y de las entidades autónomas y descentralizadas e
informarlo al Congreso de la República; promover de oficio los juicios de
cuentas en contra de funcionarios y empleados públicos; y, nombrar
interventores en las instituciones sujetas a control cuando compruebe actos
anómalos. Pero, además de estas labores habituales, la Contraloría debería
hacer auditorías aleatorias a las entidades públicas, tal como, por ejemplo, lo
ha hecho exitosamente Brasil en años recientes.
La Contraloría brasileña aplica el Programa de Fiscalizaçao por Sorteios
Públicos, que consiste en auditorías aleatorias a las municipalidades; las
municipalidades se eligen por sorteo (público) y se les audita por el uso de
fondos federales durante los tres años previos, por parte de un equipo de 10 a
15 contralores durante dos semanas, para inspeccionar la existencia y calidad
de las contrataciones de obras y servicios públicos efectuadas. Los contralores
son contratados con base en un examen público y son remunerados con salarios
competitivos (de manera que se reduzca el riesgo de que caigan en actos
corruptos). El resultado de la auditoría es publicado en internet y enviado el
Ministerio Público.
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