A partir de abril del año pasado empezó a emerger toda la podredumbre de corrupción que -como un cáncer pestilente- estaba carcomiendo toda la institucionalidad del Estado con el riesgo de llevarlo al nivel de fallido. Con ello, se abrió una enorme ventana de oportunidad para reformar las instituciones públicas y sanear el aparato estatal, empezando por las finanzas públicas. Vale la pena no desperdiciarla.
Se ha cumplido un año desde que el clamor de la Plaza
de la Constitución expulsó de la presidencia a Otto Pérez Molina. Pero la Plaza
exigía mucho más que la salida del mandatario: sobre todas las demandas, los
manifestantes pedían un combate frontal a la corrupción, el castigo de los
corruptos y la depuración de un sistema que permitió la degradación de las
instituciones gubernamentales hasta niveles insospechados.
Se abrió entonces una ventana de oportunidad, de esas
que se llaman históricas, para emprender una reforma institucional dirigida a
erradicar el cáncer de corrupción que amenazaba (y aún amenaza) con destruir la
funcionalidad del Estado. Con esa esperanza se toleró al gobierno de transición
de Alejandro Maldonado. Y con ese mandato se eligió a Jimmy Morales.
El tiempo ha transcurrido y, aunque ha habido avances
(especialmente en materia de persecución penal contra algunos actos de
corrupción y de combate a la evasión tributaria), no se percibe el mismo grado
de progreso en cuanto a la calidad, focalización y efectividad del gasto
público. Es más, se dice que las fuerzas oscuras que durante años han vivido de
los negocios turbios con el gobierno (central y municipal) se han reagrupado y
continúan operando como si nada hubiese ocurrido.
Si eso fuera cierto, la ventana histórica que se abrió
el año pasado para rescatar las instituciones del Estado se estaría cerrando
trágicamente. Para evitar que eso ocurra es indispensable que el gobierno y los
liderazgos representativos de la sociedad se pongan de acuerdo, cuanto antes,
en la necesidad de rescatar la reforma institucional y del gasto gubernamental.
Ello implica, posiblemente, un diálogo nacional, profundo pero urgente, sobre una
reforma fiscal integral que incluya, al menos tres, aspectos cruciales.
Primero, es necesario definir una agenda mínima de
Estado (con no más de 5 o 6 prioridades) que ordene para qué fines se quiere
una reforma y que permita cuantificar los recursos necesarios para ejecutarla.
Segundo, una vez se determine qué se necesita para atender las necesidades
priorizadas, buscar las fuentes potenciales de recursos fiscales para
atenderlas, que pueden provenir tanto de un mejor manejo de los fondos actuales
(del gobierno central y de las municipalidades), como de una mejor recaudación
por parte de la SAT y, por qué no, de una necesaria reforma tributaria. Y,
tercero, buscar que la reforma sea sostenible y preserve el equilibrio
macroeconómico existente.
Un diálogo de esta naturaleza, que privilegie las
acciones necesarias para mejorar estructuralmente la transparencia y calidad
del gasto público, puede resultar crucial no solo para darle legitimidad a una
eventual reforma fiscal (quizá el año próximo), sino también para conferirle
legitimidad a la aprobación del presupuesto del Estado para 2017 que, dadas las
circunstancias, difícilmente podría satisfacer por sí mismo las elevadas
expectativas de la población en esta materia. Es más, si tal diálogo es
exitoso, se les daría más legitimidad y sostenibilidad a las reformas que se
están emprendiendo en otras áreas, como las del sector justicia (incluyendo una
eventual reforma constitucional), los servicios de salud pública, y la
administración tributaria.
La ruta de las reformas nos llevan por el mismo rumbo decadente por el que transitamos. Es necesario el cambio estructural que abarque una democracia participativa territorialmente definida con autonomía institucional, económica, financiera; derechos de los pueblos indígenas; la asamblea constituyente vinculada con los representantes legítimos de los territorios; y, así, sí, las reformas legales, normativas, institucionales, organizacionales, administrativas, económicas y financieras para ese nuevo esquema de organización nacional. De otra manera no sólo seguiremos en el hoyo, sino que seguiremos en una caída libre con cambios que se hacen para que nada cambie. Muerto el capo, viva el capo. Por ahí no es.
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