Uno de los factores que generaron el cáncer de la corrupción y la descomposición institucional del Estado guatemalteco ha sido el sistema electoral y de partidos políticos vigente. Las reformas aprobadas en abril fueron solo superficiales y no tocaron los temas de fondo. Si esto no se logra cambiar en en una segunda generación de reformas, de poco habrá servido el patrio ardimiento que precipitó la caída del dúo Pérez Molina-Baldetti. Pero para ello necesitamos unirnos en torno a las reformas clave que ataquen la raíz de los problemas, no sus síntomas.
La debilidad institucional y disfuncionalidad del
sistema electoral es una de las principales razones de la ineficiencia estatal
y la corrupción que hemos experimentado como país desde hace años. Por eso vale
la pena insistir sobre el asunto ahora que se está discutiendo una segunda
generación de reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos –LEPP-, luego
de las tímidas y superficiales reformas aprobadas en abril.
Por desgracia, existe mucha dispersión y multiplicidad
de temas sobre la mesa, debido quizá al deseo de resolver una serie de síntomas
que afectan al sistema electoral. El riesgo es que al enfocarse en resolver los
síntomas se desatienden los problemas de fondo. Muchas de las propuestas son
además muy polémicas, lo que dificulta los consensos. Por ejemplo, prohibir la
reelección, prohibir el financiamiento privado a las campañas electorales,
prohibir que personas sin estudios formales sean candidatos, obligar a cuotas
(por etnia, género o edad) en los listados de candidatos, reducir la cantidad
de diputados, o prohibir candidaturas por “falta de honorabilidad”.
Este tipo de normas, aunque bien intencionadas, nunca
han sido necesarias ni generalizadas en los sistemas electorales de las
democracias más avanzadas del mundo. La insistencia en introducir este tipo de
temas en la reforma a la LEPP no sólo dificulta llegar a acuerdos sino que, más
grave aún, distrae la atención de los temas de fondo que verdaderamente hay que
corregir, lo cual llena de regocijo a los adalides de la “vieja política”.
Los tres problemas de fondo que los políticos
tradicionales siempre se han resistido a resolver son, en primer lugar, la
terrible debilidad institucional de los partidos políticos, que durante años mutaron
perversamente hasta convertirse en franquicias o vehículos desechables para
acceder al poder, con el único fin de enriquecer a sus dirigentes mediante la
apropiación indebida de los recursos financieros del Estado.
El segundo problema de fondo es la casi inexistente
representatividad de los funcionarios electos, ya que el votante no puede elegir
al representante de su elección pues está limitado a optar por un listado
cerrado previamente definido por las cúpulas partidarias. Y el tercero es la patética
debilidad del Tribunal Supremo Electoral que, afectado por su falta de independencia,
ha sido incapaz de sancionar oportuna y ecuánimemente a los transgresores de la
ley.
Para ello, la reforma de los partidos políticos
debería incluir que el voto en las asambleas sea secreto, la descentralización
de la toma de decisiones, la inclusión de criterios de representación de
minorías en la elección de órganos partidarios y la obligación tener programas
permanentes de formación política. Las reformas para mejorar la
representatividad democrática debería incluir la posibilidad de reordenar los
listados de candidatos (quizá mediante la adopción de listas semi-abiertas), de
manera que el elector pueda elegir directamente al representante que desee. Y
el fortalecimiento del TSE debería incluir una reforma de su gobernanza para que
el pleno de magistrados sea más independiente, mediante un aumento de su
período en el cargo, la elección escalonada de los magistrados, la dedicación a
jurisdiccionales (no administrativas), y el fortalecimiento de la carrera
administrativa.
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