El aparato estatal guatemalteco, medido en relación
con el tamaño de la economía, es uno de los más pequeños del mundo. La
provisión de bienes públicos esenciales (salud, educación, seguridad e
infraestructura) es, históricamente, muy escasa y deficiente. Esa falta de
bienes públicos es uno de los principales obstáculos al crecimiento económico,
al progreso social y al bienestar general que enfrenta el país.
Para proveerlos, el gobierno debe hacerse de recursos
financieros suficientes y, para ello, solo cuenta con dos vías: cobrar
impuestos o endeudarse (aunque eventualmente, cuando toque pagar la deuda, deberá
también cobrar impuestos). Cobrar impuestos nunca es agradable ni popular;
elevarlos es aún más impopular y políticamente complejo para cualquier
gobierno. Por eso, cuando los gobernantes se animan a subir los impuestos, es
de esperar que la reforma propuesta sea lo suficientemente ambiciosa y completa
como para compensar el costo político que tal decisión acarrea.
Por eso sorprende que las medidas fiscales que el
gobierno anunció el pasado jueves resulten tan parciales y limitadas en su
alcance. Más ahora que parecían alinearse los astros para impulsar una reforma
integral, de la mano con las demandas ciudadanas por la depuración del Estado,
la intención del empresariado de aceptar un diálogo que incluyera la mejora de
los ingresos fiscales, y el apoyo -¿o exigencia?- de la comunidad internacional
para que el país aumente su carga tributaria.
Tal falta de ambición sólo se entiende si esta
propuesta se trata de una fase en un proceso gradual de reforma fiscal. En
efecto, una reforma integral, pero gradual, podría comprender varias etapas,
dentro de un pacto que involucre a todas las partes afectadas. Una primera
etapa es la de profundizar las medidas anti-corrupción, incluyendo la
consolidación de las reforma a la SAT y el inicio impostergable de una profunda
revolución en el accionar de la Contraloría General de Cuentas (que, como en
cualquier país civilizado, debería ser la primera línea de defensa contra la
corrupción).
Otra etapa obligatoria es la de focalizar el gasto
público en función de ciertas prioridades (¡un plan de gobierno mínimo!),
elevando su calidad y eficiencia, lo cual conlleva eliminar un sinnúmero de
gastos superfluos o redundantes (como el que se origina en los pactos
colectivos, los programas clientelares o los dispendios de las municipalidades
y consejos de desarrollo). Solo entonces se justificaría una etapa (que puede
ser simultánea) de medidas emergentes, focalizadas pero efectivas, para
aumentar rápidamente la recaudación. La actual reforma en manos del Congreso
podría ser un buen punto de partida para elegir de ella alguna de estas
medidas.
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