miércoles, 2 de marzo de 2016

Ley Electoral: Reforma Superficial

Las reformas a la Ley Electoral que se están discutiendo en el Congreso no tocan el fondo del corrompido y disfuncional sistema de partidos políticos que tiene secuestrada a nuestra endeble democracia. Su aprobación solo va a ser un placebo para las demandas de cambio que exige la ciudadanía.

Uno de los principales obstáculos al desarrollo del país es el sistema político, centro generador de corrupción, de mal gobierno y de ineficiencia institucional. De ahí el clamor ciudadano y la coincidencia de las élites en cuanto a la necesidad y urgencia de reformar profundamente dicho sistema, pese a la natural resistencia de los partidos y de las autoridades políticas y electorales.

No se trata de hacer cambios sólo porque sí, o solo para complacer a las multitudes. Se trata de hacer cambios serios, integrales y profundos al sistema electoral y de partidos políticos. En ese sentido, las reformas de la iniciativa 4974 que el Congreso acordó apresuradamente a finales del año pasado (y sobre las que la Corte de Constitucionalidad recién emitió opinión) resultan ser una gran decepción por superficiales, parciales y artesanales.

Vele reconocer que dichas reformas son resultado de una serie de esfuerzos del liderazgo político y de instancias de la sociedad civil por encontrar soluciones viables a los problemas estructurales del sistema. Pero esos esfuerzos se dieron antes de los eventos desencadenados en abril de 2015 y no toman en cuenta las lecciones aprendidas de la dinámica social y del proceso electoral que se derivaron de tales eventos y que claman por otro tipo de reformas, más atrevidas, profundas e integrales.

Si bien las actuales reformas incluyen innovaciones interesantes (como la obligatoriedad de revisar el marco legal después de cada proceso electoral, o la de convertir en vinculante el voto nulo mayoritario), también incluyen crasos errores. Por ejemplo, al fijar el número máximo total de diputados (eso está bien) se incluye la aberración de dejar fijo el número de diputados por distrito electoral, como si la demografía no fuese cambiante, contraviniendo flagrantemente el principio constitucional de representatividad en relación a la cantidad de habitantes por distrito. Otro ejemplo: cargar un costo oneroso al fisco para financiar –sin topes razonables - la propaganda electoral de los partidos políticos.

Pero lo peor es lo que no se incluyó en las reformas: el real fortalecimiento del Tribunal Supremo Electoral (en su gobernanza y en su calidad de tribunal supremo), la democratización de los partidos políticos (ni siquiera se discutió la posibilidad –inadmisible para los partidos con dueño- del voto secreto en las asambleas partidarias), o la representatividad del elector (mediante, por ejemplo, listados semi-abiertos para elegir directamente a su diputado).

Sin estas reformas profundas, el sistema político seguirá siendo el principal obstáculo al desarrollo del país, y las reformas que actualmente se discuten en el Congreso no serán más que un parche superficial y una oportunidad perdida; una bocanada de oxígeno para la vieja política. 

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