Las reformas a la Ley Electoral que se están discutiendo en el Congreso no tocan el fondo del corrompido y disfuncional sistema de partidos políticos que tiene secuestrada a nuestra endeble democracia. Su aprobación solo va a ser un placebo para las demandas de cambio que exige la ciudadanía.
Uno de los principales obstáculos al desarrollo del
país es el sistema político, centro generador de corrupción, de mal gobierno y de
ineficiencia institucional. De ahí el clamor ciudadano y la coincidencia de las
élites en cuanto a la necesidad y urgencia de reformar profundamente dicho
sistema, pese a la natural resistencia de los partidos y de las autoridades
políticas y electorales.
No se trata de hacer cambios sólo porque sí, o solo para
complacer a las multitudes. Se trata de hacer cambios serios, integrales y
profundos al sistema electoral y de partidos políticos. En ese sentido, las
reformas de la iniciativa 4974 que el Congreso acordó apresuradamente a finales
del año pasado (y sobre las que la Corte de Constitucionalidad recién emitió
opinión) resultan ser una gran decepción por superficiales, parciales y
artesanales.
Vele reconocer que dichas reformas son resultado de
una serie de esfuerzos del liderazgo político y de instancias de la sociedad
civil por encontrar soluciones viables a los problemas estructurales del
sistema. Pero esos esfuerzos se dieron antes de los eventos desencadenados en
abril de 2015 y no toman en cuenta las lecciones aprendidas de la dinámica social
y del proceso electoral que se derivaron de tales eventos y que claman por otro
tipo de reformas, más atrevidas, profundas e integrales.
Si bien las actuales reformas incluyen innovaciones
interesantes (como la obligatoriedad de revisar el marco legal después de cada
proceso electoral, o la de convertir en vinculante el voto nulo mayoritario),
también incluyen crasos errores. Por ejemplo, al fijar el número máximo total de
diputados (eso está bien) se incluye la aberración de dejar fijo el número de
diputados por distrito electoral, como si la demografía no fuese cambiante,
contraviniendo flagrantemente el principio constitucional de representatividad
en relación a la cantidad de habitantes por distrito. Otro ejemplo: cargar un
costo oneroso al fisco para financiar –sin topes razonables - la propaganda
electoral de los partidos políticos.
Pero lo peor es lo que no se incluyó en las reformas:
el real fortalecimiento del Tribunal Supremo Electoral (en su gobernanza y en
su calidad de tribunal supremo), la democratización de los partidos políticos
(ni siquiera se discutió la posibilidad –inadmisible para los partidos con
dueño- del voto secreto en las asambleas partidarias), o la representatividad
del elector (mediante, por ejemplo, listados semi-abiertos para elegir
directamente a su diputado).
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