martes, 23 de febrero de 2016

La SAT y Sus Dos Cabezas

El fracaso de la SAT radica, fundamentalmente, en que fue cooptada por mafias y fuerzas oscuras en contubernio con políticos corruptos. La solución del problema pasa por darle más autonomía, no por quitarle la poca que ya tiene.

Una de las principales causas del continuo deterioro de la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT- radica en que su estructura organizacional es disfuncional y con una autoridad bicéfala. Por un lado está el Directorio, integrado supuestamente por expertos dedicados a tiempo completo y presidido por el Ministro de Finanzas Públicas y, por el otro, el Superintendente como autoridad administrativa cuyo nombramiento y remoción está en manos del Presidente de la República.

En este arreglo el Superintendente no responde al Directorio y este, a su vez, se acomoda a una parálisis de decisiones ante el poder político de su supuesto subalterno. Casos de corrupción flagrante, como el de La Línea, evidencian lo perverso que puede resultar la coexistencia de un Directorio inoperante –y que no rinde cuentas a nadie- y un Superintendente capturado por intereses políticos o mafiosos.

Para superar este problema se han propuesto diversas soluciones. La más radical es la de suprimir la SAT y regresar al esquema de la antigua Dirección General de Rentas Internas dentro del Ministerio de Finanzas. Esta solución sería un grave retroceso pues se retornaría a una oficina opaca y centralizada para la recaudación de impuestos, con grave riesgo de ser capturada por grupos criminales, como efectivamente ocurrió en dicha Dirección en los años 70 y 80 del siglo pasado.

Una segunda solución que se escucha es la de preservar una SAT descentralizada, pero eliminando el Directorio, de manera que la cabeza única sea el Superintendente. Esta solución, en la práctica, es aún peor que la anterior pues un Superintendente (nombrado por el Presidente de la República) que no esté sujeto a la supervisión de un cuerpo colegiado, se convertiría en una figura más poderosa que el propio Ministro de Finanzas, con un desmedido poder de acceso y coerción sobre los contribuyentes. Y ese poder sería muy vulnerable a ser capturado por intereses políticos o sectoriales que pondrían en grave peligro la neutralidad técnica que deben tener las actuaciones de la SAT.

La solución más correcta es que el Directorio, como verdadera autoridad máxima, sea quien nombre al Superintendente y a los Intendentes. Así se recobraría la idea original tras la creación de la SAT como una entidad descentralizada y especializada, organizada bajo un adecuado sistema de pesos y contrapesos internos basado en las mejores prácticas de gobierno corporativo, donde el Directorio sería el responsable de la dirección estratégica y de exigirle un desempeño adecuado al Superintendente quien, a su vez, sería el responsable de la administración del día a día de la entidad. Así, el Ministro de Finanzas, como presidente del Directorio, recobraría el rol, que nunca debió perder, de dirigir de manera integral las finanzas del Estado.

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