Ya hay esfuerzos concretos por poner orden en el parlamento. Pero se están impulsando enmedio del desorden. Para rescatar al Congreso aún queda mucho por hacer, y hay que hacerlo bien.
En los corrillos se oyen pasos de animal grande. Las
constantes visitas de la CICIG solicitando información sobre acciones
sospechosas, los ecos ahogados de un clamor por la depuración, y el lapidario pronunciamiento
de la Conferencia Episcopal en el que señala al Congreso de ser el organismo
más inmoral e ineficiente del Estado, han metido el miedo en el cuerpo a los
representantes de la política tradicional.
La reacción desde el hemiciclo ha sido la de intentar
lavar cara mediante el impulso de reformas a la Ley Orgánica del Organismo
Legislativo, acompañado de una hiperactividad legislativa en temas facilones
que buscan causar impacto en la opinión pública.
Hay que reconocer que las reformas a la Ley Orgánica aprobadas
la semana pasada, aunque incompletas y con algunas debilidades, representan una
sustancial mejora al marco regulatorio del régimen interior del Legislativo.
Aunque la prensa se ha centrado en mencionar los cambios que buscan impedir
abusos en cuanto a las contrataciones de personal y al transfuguismo, hay otros
logros más trascendentes de cara a rescatar al Congreso del marasmo y
podredumbre de las últimas legislaturas.
De esas reformas, las más positivas tienen que ver con
aspectos que mejoran el funcionamiento de los procesos parlamentarios que se
habían perdido desde hace años. En ese sentido, el fortalecimiento de las
comisiones de trabajo y la delimitación del proceso de interpelación son reformas
muy positivas, como lo son también algunas disposiciones en materia de transparencia
y rendición de cuentas.
Pese a estos logros, las reformas se aprobaron con excesiva
precipitación. Y la premura no es buena consejera. Por ello la ley quedó con
algunas falencias importantes. Por ejemplo, no se terminó de aclarar el rol y
los procedimientos que debe seguir el Presidente del Congreso en la
contratación del personal. Y se desperdició una ocasión óptima para introducir
en la ley la obligación de respetar el principio de unidad de materia. Este
principio (vigente en el ordenamiento jurídico de muchos países) prohíbe que en
la discusión de una ley se introduzcan normas y reformas ajenas a la materia de
la que se está legislando.
La vigencia de tal principio habría impedido que se
repitan bochornos legislativos como los que en el pasado permitieron que en una
ley de túmulos se reformara el presupuesto del Estado, o que en una ley de
apoyo a la juventud se pretenda reformar el sistema tributario, tal como
ocurrió apenas el pasado jueves.
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